Canción Élfica (13 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Canción Élfica
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Taskerleigh quedaba a dos días de viaje a sus espaldas, pero Danilo todavía tenía que encontrar una explicación a su actual situación.

En opinión de Dan, Elaith Craulnober desearía antes casarse con un troll que viajar en su compañía y, en cambio, allí estaban. Danilo había bautizado a sus fuerzas combinadas con el cínico nombre de Música y Caos, y parecía que el nombre se mantenía, lo cual no era, según él, un buen presagio.

La suya era sin lugar a dudas la alianza más incómoda que los Arpistas habían trabado nunca. El elfo mantenía todos los prejuicios de su raza y no apreciaba a los enanos pero, para sorpresa de Dan, Elaith parecía tratar a Wyn Bosque Ceniciento casi peor que a Morgalla. El juglar elfo solía librarse de la lengua mordaz de Elaith, pero éste se complacía en desdeñar a Wyn. En más de una ocasión, sin embargo, Elaith se quedaba mirando al elfo dorado y el deje de odio puro que reflejaban en ese instante sus ojos ambarinos atemorizaba a Danilo. Por su parte, Wyn dispensaba a todos el mismo trato cortés y distante y no parecía darse cuenta de los malos modos de su compañero elfo. Si había un hilo que servía de unión a viajeros tan dispares era Vartain. El maestro de acertijos parecía disfrutar de la compañía de todos.

Sin embargo, los mercenarios de Elaith, en especial el enorme barbudo conocido como Balindar, sentían aprecio por la doncella enana. Cuando se enteraron de que Morgalla era una veterana de la Guerra de la Alianza, los hombres la bombardearon a preguntas. Aguas Profundas no había enviado un ejército para ayudar a expulsar a los invasores bárbaros y muchos espadachines del Norland sentían que se habían perdido la aventura más gloriosa e importante de sus vidas. En un principio, la enana se mostró reacia, pero movida por su interés, a media mañana del segundo día empezó a ayudar a pasar el tedio del viaje enlazando una historia con otra. Dan escuchaba fragmentos de sus conversaciones, complacido por la suave voz de la enana y por su experiencia en narrar historias. Recordaba aún cómo había rechazado Morgalla el título de «bardo enana», y sin embargo al escucharla creía que se lo merecía, aunque no tuviera música en su alma. Y, además, dudaba de que careciera de ella. Cada noche desde que habían salido de Aguas Profundas, Morgalla le pedía que tocara el laúd y cantase, y aunque nunca se unía a su canto, escuchaba cada nota y cada balada con una expresión absorta en la que había tanto gozo como cierta melancolía.

Danilo miró de reojo a Elaith, que cabalgaba separado de los demás, tan alerta y cauteloso como lo haría el zorro plateado al cual se asemejaba. No podía imaginar qué tesoro impulsaba al elfo a lanzarse a la aventura. Se rumoreaba en Aguas Profundas que el elfo de la luna poseía unas riquezas incalculables, y si bien era cierto que de vez en cuando contrataba partidas de mercenarios y los enviaba en viajes de exploración y aventura, desde hacía varios años él solía quedarse en Aguas Profundas para llevar a cabo sus sucios negocios y apoderarse de la recompensa del trabajo y el esfuerzo de los demás. El Arpista no confiaba lo más mínimo en Elaith, y cuanto antes supiera el motivo oculto del elfo, más posibilidades tendría su pequeña banda de sobrevivir. Danilo azuzó a su bayo, un caballo rápido y resistente que solía usar en viajes largos, para ponerlo al paso del esbelto corcel negro del elfo.

—¿Cómo está Cleddish? —preguntó el Arpista, haciendo un gesto en dirección a un mercenario que había quedado herido tras el ataque de las arpías. Cleddish había sido uno de los cinco hombres que se habían transformado en estatuas vivientes debido al embrujo del canto de las arpías y, aunque esa mañana había pasado finalmente el efecto, los horribles alaridos del hombre al despertar iban a resonar durante mucho tiempo en la mente de Danilo. Éste viajaba siempre con una serie de frascos diminutos que contenían pociones que aceleraban el proceso de curación o servían como antídotos a determinados venenos y, gracias a uno de ellos, había podido cicatrizar las heridas que las afiladas garras de la arpía habían dejado en la piel del hombro y evitar así la gangrena, pero el hombre había perdido mucha sangre y Danilo sospechaba que todavía debía de tener alguna herida interna. El mercenario iba sentado en su grupa con una expresión estoica y severa en el rostro. Había hablado muy poco desde que recuperara el habla y su rostro se veía tan gris como el único mechón de pelo que caía trenzado sobre el hombro herido. A pesar de todo, Cleddish podía sentirse más afortunado que su camarada, un hombre del Norland que había quedado ciego por el veneno de la arpía. Siguiendo instrucciones de Elaith, se había puesto fin a la agonía del hombre y su cuerpo se había dejado a un lado del camino.

—Cleddish parece bastante apagado y tiene mal color —señaló Danilo—, pero no lo conozco lo suficiente para saber si su aspecto es normal o no.

Elaith giró la vista y lanzó al humano una mirada de exasperación que indicaba a todas luces que toleraba la interrupción sólo por las muchas indignidades que le tocaba aguantar.

—Cleddish es un mercenario, no mi primo. Lo conoces tanto como yo.

—Ah. Bien, eso agota el tema de conversación —comentó Danilo.

—Eso espero.

Tras unos instantes de silencio, el noble lo intentó de nuevo.

—Si te soy sincero, no alcanzo a ver por qué has unido tus fuerzas con bardos y Arpistas.

El elfo respondió con una enigmática sonrisa.

—Digamos que me he convertido en empresario de las artes.

—Muy loable. La verdad es que me sorprendió saber que te habías lanzado de nuevo a la aventura. ¿Puedo suponer que tu expedición a Taskerleigh fue un éxito?

—Tal vez no deberías suponer tantas cosas. —Aunque la réplica fue ofrecida en tono amistoso y agradable, no dejaba de ser una advertencia.

Danilo decidió no prestarle atención.

—He puesto el dedo en la llaga, ¿verdad? —prosiguió, animoso—. Bien, si tus hombres esperaban conseguir un tesoro y se sienten decepcionados, una manera de levantarles la moral es ofrecerles el botín de un dragón. —Dejó el tono interrogativo pendiente en el aire.

—Bonita oferta. —Elaith respondió al Arpista con una ligera reverencia burlona—. En nombre de mis hombres, acepto. Ahora, si me disculpas, uno de nosotros debería estar pendiente del camino. —El elfo espoleó al caballo para ponerlo al trote y situarse a varios metros de distancia del Arpista.

Danilo esbozó una mueca y se frotó la nuca con ambas manos. La conversación había ido más o menos como esperaba. Aun así, el elfo tenía razón. El terreno en el que se adentraban era abrupto e inhóspito, y debían avanzar con cautela. La aldea de Taskerleigh estaba situada en las proximidades del río Ganstar, una tierra accidentada y fértil que se extendía al noroeste de las granjas de Campo Dorado, pero los caminos que la atravesaban estaban mal conservados porque los rumores sobre la existencia de monstruos y la desaparición de más de una partida de aventureros había frenado la repoblación. La ruta principal que emergía por la parte oeste de la aldea desierta también estaba poco transitada, porque sólo los viajeros más osados se aventuraban a entrar en el Bosque Elevado, y pocos de ellos salían de allí con vida. El camino que seguía la partida de Música y Caos bordeaba las pedregosas colinas que marcaban el sepulcro del Reino Caído, un antiguo asentamiento de humanos, elfos y enanos. Hacía ya tiempo que el terreno se había asilvestrado: los campos habían sido conquistados por la maleza, los edificios derruidos hasta convertirse en simples montículos de piedra, los túneles fabricados por los enanos se habían ido obstruyendo o servían de guarida a monstruos subterráneos. Para Danilo, el paisaje era un siniestro recordatorio de lo que sucedía a los humanos, elfos y enanos que intentaban unir sus riquezas.

El sol proyectaba largas sombras por delante de ellos cuando llegaron a la cima de una colina alta y pedregosa. Una vez allí, Elaith indicó que se detuviesen y los jinetes contemplaron el terreno que se extendía ante ellos. Al pie de la colina, el camino se bifurcaba; Danilo sabía que hacia el sur desembocaba en Secomber, donde conectaba con una ruta comercial; hacia el norte era una senda estrecha que se perdía en el Bosque Elevado. Más hacia el norte se alcanzaban a ver las aguas rápidas de la corriente del Unicornio, y en la otra orilla, el inicio de la densa espesura verde. Un tramo del camino transcurría en zona pantanosa, por lo que la carretera se había construido apilando tierra y piedras hasta trazar una estrecha calzada. Ese camino había sido construido años atrás por una expedición conocida como Los Nueve y desembocaba en la famosa fortaleza del mismo nombre que marcaba el límite meridional del Bosque Elevado. Sin embargo, Los Nueve se habían retirado mucho antes de que naciera Danilo —varios rumores hablaban de que nadaban en la abundancia en otra esfera—, y la calzada se hallaba medio derruida.

Danilo examinó el pantanal con expresión dubitativa. Aunque todavía faltaba para el crepúsculo, llegaba hasta ellos el rumor del canto de las ranas y de otras criaturas desconocidas de las marismas. En una ocasión había luchado con hombres lagarto en el pantano de Chelimber y no era una experiencia que quisiera repetir.

—Yo voto por montar el campamento aquí mismo —propuso.

—Aquí no hay agua ni forraje para los caballos —señaló Vartain, como de costumbre. Siempre que se proponía una idea, el maestro de acertijos tenía por lo general otra mejor—. Creo que sería mejor seguir avanzando. Al paso que vamos, habremos dejado atrás la zona pantanosa antes de que anochezca. Sería mucho mejor y más seguro acampar en la orilla del río, fuera de la linde del bosque.

Elaith hizo un ligero gesto de asentimiento y Danilo acabó aceptando, aunque a desgana.

Pusieron las monturas al trote, pero al llegar a la estrecha calzada que cruzaba la marisma frenaron hasta dejarlas al paso. Era necesario avanzar con cautela porque, aunque en algunos tramos el camino tenía espacio suficiente para que pasaran dos o tres caballos de lado, en otros el pantano había invadido gran parte de la calzada. Avanzaron en silencio.

El croar de las ranas se hizo más intenso a medida que cabalgaban y el eco que reverberaba era un sonido sobrenatural que hacía que la marisma se cerniera sobre ellos. Era una sensación que ponía en tensión a Danilo. Cuando llevaban recorrido la mitad del camino, se inclinó sobre Morgalla.

—Me recuerda el efecto que produce cantar una ópera de Tantras en una sala de baño pequeña —murmuró.

—Sí, a mí tampoco me gusta —respondió, seria, la enana.

—Las óperas de Tantras no gustan más que a los entendidos —bromeó el Arpista.

Morgalla asintió con expresión ausente.

—También.

Sus ojillos pardos escudriñaban el agua poco profunda en busca de cualquier señal de peligro. Al cabo de un momento, palmeó la rodilla de Danilo para reclamar su atención y señaló un punto a su derecha donde se balanceaba al ritmo de la brisa un puñado espeso de juncos del color de la avena, cuyos extremos habían sido cortados parcialmente, y que emitían un extraño y profundo susurro cuando el viento pasaba entre ellos. A medida que avanzaban los jinetes, la corriente de aire se interrumpía y el sonido melancólico cesaba.

—¿Una alarma? —sugirió la enana.

Danilo estaba a punto de objetar, pero de repente vislumbró una extraña hilera de cañas que sobresalía unos metros más allá. Un grueso manojo de aquellos juncos habían sido dispuestos en filas, con los más largos y gruesos en la parte de atrás y cada fila sucesiva más corta. Los tallos se hacían cada vez afilados cuanto más baja era la hilera. Algo en la disposición del conjunto evocó un recuerdo en la memoria de Danilo. Se agachó y estiró uno de los juncos que crecían junto al camino, pero estaba firmemente sujeto. Sacó un machete de caza y cortó el extremo de la caña, que era dura y rígida. Una cosa era segura: era imposible que la punta de aquellos juncos se hubiese roto por efecto de la brisa. Danilo se aproximó a Wyn y el juglar elfo tiró de las riendas de su montura para situarse junto al Arpista.

—Mira esos juncos —musitó Danilo con suavidad—. ¿Es mi imaginación o también a ti te recuerdan algo?

El elfo dorado examinó con cuidado las plantas y al instante sus ojos verdes se abrieron de par en par.

—Un órgano de tubos —murmuró—. ¡Algún ser viviente ha diseñado un instrumento de música en esta marisma!

—Maldita sea —respondió Danilo con gran pesar—. Confiaba en que fuera mi imaginación.

La mirada del Arpista se cruzó con la de Morgalla y apoyó una mano en la empuñadura de su espada. La mujer hizo un ligerísimo gesto de asentimiento y urgió a su montura para que se colocara junto a Balindar. Le susurró algo y el corpulento luchador fue pasando el mensaje de boca en boca. Los mercenarios desenfundaron sus armas con tal falta de sutileza que Danilo hizo una mueca. Sin embargo, el elfo dorado se descolgó la lira del hombro y comprobó con rapidez que las cuerdas estuvieran afinadas.

De inmediato, el «órgano» empezó a sonar. En un principio, los tonos sibilantes apenas podían distinguirse de los sonidos descompasados y sordos que producían los juncos debido al azote del aire, pero poco a poco aumentaron su frecuencia y su intensidad, y pareció que se unían para formar una danza melódica que hizo temblar las cañas. Danilo percibió que, extrañamente, la música parecía casi un murmullo y, al cabo de un momento, resonó el eco en el extremo opuesto de la marisma. Le habría encantado saber lo que decía la tonada, y aún más no llegar a saber nunca a quién iba dirigida la música.

En ese instante empezaron a sonar los juncos más altos. Un tono profundo y resonante se extendió por el pantano en macabro contrapunto a la tonada rítmica. Danilo procuraba escuchar la música del pantano con toda la objetividad que le permitía el temor que crecía en su interior. El sonido se asemejaba bastante al producido por un enorme cuerno de caza.

—Una llamada al combate —musitó Wyn suavemente, haciéndose eco del desconcierto que dominaba a Danilo.

Elaith enlazó las riendas en el pomo de su silla y alzó las cejas, en gesto interrogante.

—¿Contra qué luchamos?

—No lo sé —replicó Wyn con voz tensa—; algo nuevo, tal vez.

La música cesó de repente y un silencio tenso se difundió por la marisma, sólo interrumpido por el gorgoteo de las burbujas que emergían de la superficie del agua. Vartain señaló las burbujas que reventaban a ambos lados de la calzada.

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