Caballeros de la Veracruz (11 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¡Llevadlo al cercado de los hospitalarios! —ordenó Casiopea—. ¡Vivo!

Luego se anudó el pañuelo al cuello y continuó su camino a la cabeza de su escolta. Morgennes se levantó, destrozado, con el hombro ardiendo y el cuerpo molido a golpes. Entonces uno de los maraykhát le susurró al oído:

—Le hemos prometido que te llevaríamos vivo, pero no hemos dicho en qué estado...

Los maraykhát discutieron sobre el castigo que debían infligirle. El manco quería que le cortaran un brazo; el tuerto, que le saltaran un ojo, y en cuanto a los otros, no tenían preferencias; pero el quinto señaló:

—No podremos hacerlo todo...

Decidieron echarlo a suertes, y el tuerto tuvo que hacer trampa para ganar. Conforme a la tradición, que exigía que le reventaran el ojo derecho para que la víctima no pudiera llevar ya el escudo sin tapar la totalidad de su campo de visión, el maraykhát acercó su kandjar a Morgennes, tanto que este pudo ver, finamente grabada en la hoja de doble filo del puñal, la inscripción:

ES POSIBLE QUE TENGÁIS AVERSIÓN A UNA COSA QUE ES UN BIEN PARA VOSOTROS.

Morgennes se preguntó cuántas víctimas antes que él habían tenido tiempo de leer aquella extraña frase. Trató de debatirse, pero los maraykhát, dejando caer todo su peso sobre él, le mantenían los brazos y las piernas pegados al suelo. Un largo grito escapó de su garganta. Morgennes aullaba su futuro dolor, como si el aullido pudiera llevarlo lejos de allí o devolverlo al combate de la víspera, antes de su caída, de su rendición.

Luego el maraykhát hundió la hoja de su arma en el ojo de Morgennes.

7

El brazo que no puedas romper, bésalo, y reza a Dios para que lo rompa.

Proverbio de la región de Hosn el-Akrad

El agua caía a raudales sobre Morgennes. El caballero abrió el ojo izquierdo (el derecho no era más que una llaga) y miró alrededor. Se encontraba en el cercado de los monjes caballeros. El lugar hervía de murmullos, de tintineos de cadenas y de los ecos del grito que acababa de lanzar. ¿O había sido el día anterior? No lo sabía.

Todo estaba borroso, perdido en un caos de sensaciones, formas vagas y sonidos. Unos hombres rezaban a su lado, formando una capilla humana por encima de su cuerpo. Había tomado por agua sus palabras, que caían como lluvia sobre su alma, como un bálsamo aplicado a su dolor. Los caballeros encomendaban a Dios a Morgennes. Los maraykhát lo habían arrastrado inconsciente hasta ellos y les habían ordenado: «Cuidadlo. Si muere, será por culpa vuestra». La mayoría de los hermanos del Hospital habían recibido una formación para el cuidado de los enfermos, y sabían vendar, escarificar y suturar; habían aprendido a poner sanguijuelas, reducir fracturas, entablillar, serrar un miembro cuando estaba gangrenado, componerlo si estaba destrozado, cauterizar un principio de lepra y calmar a los que arrojaban por la boca o tenían arrebatos de frenesí; finalmente, y sobre todo, podían ayudar al paciente a expulsar a sus demonios en el sufrimiento (porque sufrir acercaba a Dios). Pero Morgennes se encontraba en un estado tan lamentable que sus camaradas juzgaron que no se podía estar más cerca de Dios sin estar muerto.

—Por fin despiertas —dijo Chéneviére al ver que volvía en sí—.Temíamos que murieras...

—¿Cómo te sientes? —preguntó Sibon.

—Sediento —respondió Morgennes, cuyo ojo derecho era todo dolor.

El caballero observó a sus amigos y reconoció a Keu de Chéneviére, del Hospital, y a Reinaldo de Sibon, del Temple. Pero no conseguía hacer coincidir totalmente el recuerdo que conservaba de aquellos valientes caballeros con esos pobres desgraciados de rostro demacrado, con esos hombres devorados por la sed, enfla-quecidos por las pruebas sufridas, aureolados de desdicha en la luz rasante del alba.

En aquel momento, varios centenares de jinetes vestidos de blanco cabalgaron hacia ellos. Volvían de la oración y, por un sorprendente efecto óptico, parecían arrastrar a su estela una luna jorobada, pues el astro ascendía en el cielo al ritmo de su cabalgada. La luna estaba tan baja, era tan enorme, que daba la impresión de que las montañas extendían sus sombras sobre ella. Los caballeros la contemplaron santiguándose, inquietos por aquella extraña aparición.

—Dios nunca nos perdonará la pérdida de la Vera Cruz —susurró un joven templario.

Se santiguaron de nuevo; y luego Morgennes se frotó el ojo derecho con la punta de los dedos y dijo articulando con gran esfuerzo:

—Desde nuestra derrota, siento curiosas sensaciones. Como si la locura se hubiera apoderado del mundo o las aguas del tiempo se encontraran atrapadas en un torbellino y se fundieran unas con otras.

—Deberías descansar... —le aconsejó Chéneviére.

—¿Para qué? —replicó Morgennes—. De todos modos, dentro de poco estaremos muertos.

—Qué importa. Un caballero debe conservar sus fuerzas; porque, aunque no pueda ya combatir, al menos puede rezar...

—Nunca he rezado tanto —dijo Morgennes incorporándose sobre un codo—. Recé mientras huía, mientras buscaba agua... Mi cuerpo entero es una oración: mi garganta reza por que le den de beber, mis brazos rezan por combatir, mis piernas rezan por correr y mi trasero reza por descansar sobre una silla... Mis labios forman padrenuestros sin que sea consciente de ello, pasajes de la Biblia cruzan por mi cabeza sin que yo lo quiera; por no hablar de mi ojo derecho, que ha visto el Corán de tan cerca que se ha cerrado para siempre... Creo que es rezar bastante.

Los caballeros callaron y lo miraron. Lo creían loco. Con un pie en este mundo y el segundo en la otra orilla. Luego los sarracenos llegaron hasta ellos con gritos de «
Allah Akbar! La íllah ila Allah!
». En medio de un número impresionante de soldados había algunos ulemas, tan excitados como jovencitos a punto de perder la virginidad. Los doctores de la ley dirigían a los prisioneros miradas llenas de altivez y arrogancia. Muchos blandían un sable por primera vez. Daba pena verlos. Los más cobardes se reconocían por el hecho de que gritaban más fuerte que los otros y agitaban su espada con mayor energía aún. Los monjes caballeros no podían evitar estremecerse al contemplarlos; pero eran estremecimientos de piedad más que de miedo, hasta tal punto el entusiasmo que mostraban los ulemas al agitar sus sables iba unido a la ignorancia más total sobre lo que significaba matar, sobre lo que significaba vivir.

Los monjes soldados se levantaron y se dirigieron hacia Saladino, tropezando con sus cadenas. Los que no tenían fuerzas para desplazarse se apoyaron en el hombro de un amigo o fueron sostenidos por sus camaradas. Aunque a veces habían sido derrotados o habían tenido que batirse en retirada—después de que el resto de las tropas se encontrara a salvo—, los templarios y los hospitalarios nunca habían mostrado debilidad, nunca habían flaqueado. Los mahometanos los odiaban por su valor, que consideraban locura temeraria y calificaban de «suicida». Los caballeros del Temple y del Hospital eran una abominación de la que había que desembarazarse a cualquier precio. Era imposible corromperlos, imposible convertirlos en uno de los suyos o conmoverlos. Al contrario, a veces conseguían incluso ganarse el corazón de los sarracenos por la forma en que sabían mostrarse caritativos con aquellos que se encontraban animados por una justa piedad. Saladino había llegado a pensar que era preferible enfrentarse con mil Reinaldos de Chátillon antes que con esos monjes soldados animados por una fe que él sentía, por su parte, hacia Alá, una fe llena de amor y de temor. Luchando contra ellos, Saladino peleaba contra su
alter ego
; y consideraba que no había adversario más temible. Ellos también combatían en una guerra santa. Ellos también peleaban en nombre de Dios. En el campo de batalla, su caballería era la primera en lanzarse al ataque, y penetraba en las filas enemigas como esas rejas de arado que se acababan de inventar. La mayoría de las veces, los sarracenos no esperaban al impacto de la carga: huían. Entonces una lanza les atravesaba el pecho y morían, con los ojos desorbitados de terror, arrastrados por el campo de batalla por el galope de un caballo al que nada podía detener. Espantada, la infantería desaparecía sin esperar al choque. Los caballeros más hábiles ensartaban a un par de desgraciados, y luego dejaban la lanza y sacaban la espada, para crear en torno a ellos un gran vacío sonoro, poblado solo por los gritos de agonía.

Los sarracenos rodearon a los caballeros, y los ulemas pusieron pie a tierra, escoltados por numerosos hombres armados. Saladino, su estado mayor y sus invitados —entre los que se encontraba el rey de Jerusalén y la flor y nata de la nobleza franca— observaban la actitud de los ulemas: parecían raposas en un gallinero, pero raposas enviadas por el propio campesino. Morgennes oyó murmurar al joven templario:

—¡Dios sea conmigo! ¡Debo ser fuerte! ¡
Gloria, laus et honor Deo in excélsis
!

El pobre estaba tan blanco como el vientre de una doncella. Recibir la muerte desarmado, sin combatir y a manos de civiles era, para un monje soldado, la peor de las humillaciones.

«Saladino habló de un trato en el curso de la ceremonia», recordó Morgennes. Recorrió la multitud de jinetes con la mirada, esperando descubrir a Taqi ad-Din y a Casiopea, pero no los vio por ninguna parte. En cambio, entrevió a Guido de Lusignan, a Gerardo de Ridefort y a algunos otros nobles francos, aunque no al viejo marqués de Montferrat, ni a Plebano de Boutron, ni a Unfredo IV de Toron. ¿Habrían perdido la vida en el curso de la estratagema organizada para favorecer su evasión? Morgennes sintió una punzada de dolor en su interior o, mejor, un dolor que se instalaba en su corazón y lo petrificaba.

Más extraña era la ausencia de Tughril,
el jandár al-Sultán de Saladino
, que nunca abandonaba a su amo. ¿Qué podía haberle ocurrido? ¿Estaría muerto? En ese caso Saladino habría tenido que nombrar a uno nuevo, lo que no parecía ser el caso.

Pero si un nuevo misterio había surgido, otro más antiguo encontraba ahora explicación. Los que se habían preguntado qué había sido de Raimundo de Castiglione, el maestre del Hospital, acababan de encontrar la respuesta: allí estaba, encadenado, tirado como un cadáver sobre el lomo de un mulo.

Saladino se mostraba exultante. Cuando bajó del caballo, la atención del millar de sarracenos presentes se concentró en su persona y la engrandeció. Fue como si las miradas hubieran esculpido el aire en torno a él y le hubieran conferido una dimensión mística sin relación con su talla real. Saladino era un gigante, y podía comprenderse la inquietud del califa de Bagdad, que veía cómo la gloria del sultán crecía a medida que la suya disminuía.

Dos mamelucos, montados en purasangres, hicieron caer al suelo a Castiglione. El caballero trató de incorporarse, se enredó los pies en las cadenas y cayó cuan largo era en el polvo. Al contrario que los otros prisioneros, Castiglione llevaba todavía su hábito de hospitalario. Pero su manto estaba tan sucio de arena y de sangre que apenas se distinguía la cruz de la orden. ¿Se trataba de su propia sangre, o era la sangre de los sarracenos a los que había matado en el combate? Nadie hubiera sabido decirlo. Castiglione se arrodilló para rezar.

Saladino ordenó que lo dejaran tranquilo y, después de que el maestre del Hospital hubo encomendado su alma a Dios, le preguntó:

—¿Tienes sed?

—Sí —respondió Castiglione—. Pero la única agua que aceptaré será la que Cristo me sirva cuando me encuentre a su diestra.

—Como gustes —dijo Saladino.

—Padre —intervino al-Afdal—, ¿qué significa esta cruz sobre el manto de este hombre?

—Es el símbolo de su orden —respondió Saladino—. Se trata de la cruz de ocho puntas de los hospitalarios.

—¿Por qué tiene ocho puntas y no cuatro, como la de los templarios?

Saladino dejó que Castiglione lo explicara.

—Porque la cruz de Jesucristo no se extiende solo del septentrión al mediodía, y de oriente a poniente, sino en todas direcciones, comprendidas las espirituales. Esta cruz es el signo de que la gloria de Nuestro Señor afecta a todos los hombres, sin que importen su rango, su época, su país o su fe.

—¿Y por qué es blanca y no roja, como la de los templarios? ¿Es para subrayar el hecho de que vosotros conocéis tan bien el arte de cerrar las heridas como el de abrirlas?

—No —dijo Castiglione—. Nuestra cruz es blanca para ayudarnos a mantenernos en el camino de la pureza. Y la de nuestros hermanos del Temple es roja para que nunca se olvide la sangre que Cristo derramó.

—¡Y es la sangre de vuestro orgullo! —exclamó Saladino—. ¡Estos hombres son el diablo y llevan en sí la mentira! Es bueno que los exterminemos. Pero incluso los demonios pueden salir del infierno, y no se dirá que yo no lo he intentado. ¡Convertíos o morid!

—¡Nunca! —se indignó Castiglione.

—Como gustes —dijo Saladino.

Con un silbido metálico, su sable surgió de la vaina y decapitó al maestre del Hospital. Saladino había sido tan rápido que el cuerpo de Raimundo de Castiglione permaneció algunos instantes horriblemente petrificado en actitud de plegaria. Luego se deslizó lentamente al suelo, donde su sangre se mezcló con el polvo.

Guido de Lusignan, Gerardo de Ridefort y todos los caballeros, horrorizados, se dispusieron a entregar su alma a Dios. En la luz del alba, las banderas de los abasíes y los ayyubíes azotaban el aire con su seda negra. A Morgennes le recordaron las serpientes de arena contra las que había luchado la víspera. Serpientes de polvo que nada conseguía deshacer y que parecían dotadas de conciencia.

Los ulemas circularon entre los caballeros, los obligaron a arrodillarse y les pasaron por el cuello collares de metal unidos por largas cadenas. Los prisioneros estaban tan débiles que no opusieron ninguna resistencia. Muchos, abrasados por la sed, cerraron los ojos y se mordieron los labios por miedo a reclamar agua contra su propia voluntad.

Morgennes fue atado entre el joven templario, que se llamaba Arnaldo de Roquefeuille, y Keu de Chéneviére, y luego ataron a Sibon a este último.

—Recemos, hermanos —dijo Sibon—. ¡Pronto estaremos a la vera de Dios!

—Tiene que haber una escapatoria —dijo Morgennes—. Sin duda Dios tiene otros proyectos para nosotros que no sea nuestra muerte.

—Ya estamos muertos —murmuró Chéneviére, pálido a pesar de tener la piel tostada por el sol.

—Deberíais haberme dejado morir... —dijo Morgennes.

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