—No estoy loca —farfullé, dirigiendo la cabeza hacia donde soplaba el viento, lo que hizo que algunos mechones se me escaparan de debajo del gorro.
Ford apoyó la mano sobre la ventana abierta como si quisiera mostrarme su apoyo.
—Quizá seas la persona más cuerda que conozco. La única razón por la que parece que estés loca es porque tienes que lidiar con un montón de asuntos extraños. Si quieres, mientras te relajas, puedo enseñarte cómo callarte lo que tú quieras bajo cualquier circunstancia. Estrictamente confidencial. Quedará entre tú y tu subconsciente. —Sorprendida, me quedé mirándolo mientras concluía—: Ni siquiera tengo por qué enterarme de lo que te reservas.
—No tengo miedo de ti —dije, aunque sentía un extraño temblor en las piernas. ¿
Qué habrá averiguado sobre mí que prefiere no decir
?
Mientras removía el barro con sus pies, Ford se encogió de hombros.
—Sí que lo tienes. Y, la verdad, me parece muy tierno —dijo mirando a Marshal con una sonrisa—. Toda una cazavampiros, capaz de reducir a vampiros y brujos que practican la magia negra, asustada de un pobre inútil como yo.
—No tengo miedo de ti. ¡Y no eres ningún inútil! —exclamé. Marshal contuvo la risa.
—Entonces lo harás —dijo Ford con seguridad, y emití un sonido de frustración.
—Está bien, como quieras —mascullé toqueteando de nuevo la rejilla de la calefacción. Quería salir de allí antes de que él lograra averiguar lo que se me pasaba por la cabeza… y me lo dijera.
—Tendré que contarle a Edden lo de la seda de araña —dijo Ford—, pero no lo haré hasta mañana.
Dirigí la mirada hacia la escalerilla, que seguía apoyada en el lateral del barco.
—Gracias —dije, y él asintió con la cabeza en respuesta a la fuerte gratitud que debía de estar despidiendo. De ese modo mi compañera de piso tendría tiempo de acercarse con su kit de superdetective, que probablemente tenía bien guardadito en su armario, lleno de etiquetas, y tomar todas las huellas que quisiera. Además de olfatear la moqueta.
A Ford se le pasó algo por la mente que le hizo sonreír.
—Ya que no vas a venir a verme, ¿qué te parece si me paso por tu casa esta noche sobre… las seis? En algún momento después de mi cena y antes de tu almuerzo.
Me quedé mirándolo, alucinando con su descaro.
—Estoy muy ocupada. ¿Qué te parece el mes que viene?
Él agachó la cabeza, como si estuviera avergonzado, pero seguía sonriendo cuando sus ojos encontraron los míos.
—Quiero hablar contigo antes de hacerlo con Edden. Mañana. A las tres.
—A esa hora tengo que ir al aeropuerto a recoger a mi hermano —respondí rápidamente—. Pasaré el resto del día con él y con mi madre. Lo siento.
—Te veré a las seis —sentenció con firmeza—. Para entonces ya habrás vuelto a casa intentando librarte de ellos, lista para relajarte un poco. También puedo enseñarte un truco respecto a eso.
—¡Dios! ¡No te puedes imaginar la rabia que me da que me hagas eso! —dije jugando con el cinturón de seguridad para que captara la indirecta y se largara. Me sentía más avergonzada que enfadada porque me hubiera pillado intentando escaquearme—. ¡Eh! —exclamé cuando se dio la vuelta para marcharse—. No le digas a nadie que me has visto con la cara pegada al suelo, ¿vale?
Desde detrás de mí, Marshal emitió un ruidito inquisitivo y me giré hacia él.
—Ni tú tampoco.
—De acuerdo —respondió arrancando el todoterreno y avanzando unos metros. Mi ventanilla se subió y me aflojé la bufanda mientras el vehículo entraba en calor. Ford, mientras tanto, caminaba despacio por los surcos de barro en dirección a su coche y sacó el móvil del bolsillo. En ese momento me acordé del mío, que estaba con el sonido silenciado y el vibrador activado, y lo saqué del bolso. Mientras navegaba por el menú para activar el sonido, me pregunté cómo iba a contarle a Ivy lo que había recordado sin que ninguna de las dos se derrumbara.
Con un leve gruñido de preocupación, Marshal detuvo de nuevo el coche y alcé la vista. Ford se había quedado parado, con la puerta del coche abierta, y el teléfono pegado a la oreja. De pronto empezó a caminar de nuevo hacia nosotros y presentí que algo iba mal. La cosa empeoró cuando Marshal bajó la ventanilla y Ford se detuvo junto a ella. Los ojos del psiquiatra estaban cargados de preocupación.
—Era Edden —dijo cerrando el móvil y devolviéndolo a la funda del cinturón—. Glenn está herido.
—¿Glenn? —exclamé inclinándome por encima del cuadro de mandos central, sintiendo el fuerte olor a secuoya que despedía Marshal. El detective de la AFI era el hijo de Edden y una de las personas que más apreciaba. Y ahora estaba herido. ¿
Será por mi culpa
?—. ¿Se encuentra bien?
Marshal se puso rígido y me recosté en el asiento. Ford estaba negando con la cabeza con la vista puesta en el cercano río.
—Estaba fuera de servicio, investigando algo que, probablemente, no debía. Lo encontraron inconsciente. Ahora mismo voy al hospital para informarme del alcance de los golpes que ha recibido en la cabeza.
La cabeza. Ford se refería a posibles daños cerebrales. Era evidente que había recibido una brutal paliza.
—Yo también voy —dije desabrochándome el cinturón.
—Si quieres, te llevo —se ofreció Marshal, pero yo ya estaba enrollándome de nuevo la bufanda y cogiendo el bolso.
—No, gracias, Marshal —dije con el pulso acelerado mientras le apoyaba con suavidad la mano en el hombro—. Ford va para allá. Ummm…, te llamo luego, ¿de acuerdo?
Sus ojos castaños daban claras muestras de preocupación y, cuando asintió con la cabeza, sus cortísimos cabellos negros apenas se movieron. Hacía solo un par de meses que se los estaba dejando crecer, pero, al menos, volvía a tener cejas.
—De acuerdo —repitió, sin ningún asomo de reproche porque lo dejara plantado—. Cuídate.
Espiré y, tras echar un rápido vistazo a Ford, que me esperaba impaciente, volví a concentrarme en Marshal.
—Gracias —dije con dulzura y le di un impulsivo beso en la mejilla—. Eres un tío genial.
A continuación descendí y, a paso ligero, seguí a Ford en dirección a su coche, con las ideas y el estómago revueltos, temerosa de lo que podíamos encontrarnos al llegar al hospital. Alguien había hecho daño a Glenn. Obviamente, era un agente de la AFI y corría ese riesgo de continuo, pero tenía la sensación de que aquello tenía que ver conmigo. Tenía que ser así. Yo era como aquel albatros que acarreaba la desgracia.
Si no, que le preguntaran a Kisten.
—Tomaremos el próximo ascensor —dijo la mujer, pulcramente vestida, con una sonrisa demasiado radiante, tirando de su confusa amiga hacia el vestíbulo mientras las puertas plateadas se cerraban delante de Ford y de mí.
Desconcertada, eché un vistazo al amplio cubículo. Era lo bastante grande como para dar cabida a una cama de hospital, y en su interior solo estábamos Ford y yo. Sin embargo, justo en el preciso instante en que se juntaban las puertas, oí que la mujer susurraba con aspereza las palabras «bruja negra», lo que me reveló todo lo que tenía que saber.
—¡Que les den! —dije entre dientes, recolocándome el asa del bolso.
Estaba tan furiosa que Ford tuvo que apartarse de mí, molesto por mis emociones negativas. Yo no era una bruja negra. Tenía que reconocer que tenía el aura cubierta de mancha demoníaca y, sí, el año anterior me habían grabado mientras un demonio me arrastraba por el pelo en plena calle. Probablemente, tampoco ayudaba mucho que el mundo entero supiera que había invocado a uno en una de las salas de la SI para que testificara en contra de Piscary, el vampiro más poderoso de Cincinnati y antiguo maestro de mi compañera de piso. Pero, aun así, era una bruja blanca. ¿
O no
?
Desanimada, me quedé mirando los opacos paneles plateados del ascensor del hospital. A mi lado, Ford se había convertido en una oscura imagen desdibujada, con la cabeza gacha, mientras yo estaba que echaba humo. Aunque yo no era un demonio que se vería arrastrado a siempre jamás cuando saliera el sol, mis hijos sí lo serían, gracias a la manipulación genética del fallecido señor Kalamack padre. Sin saberlo, había roto las modificaciones realizadas por los elfos en el genoma de los demonios hacía miles de años, con lo que había conseguido que solo sobrevivieran los descendientes de los que habían sido atrofiados mágicamente. Los elfos denominaron a esta nueva especie «brujos», contándonos un montón de mentiras y convenciéndonos para que tomáramos parte en su guerra y lucháramos contra los demonios. Cuando averiguamos la verdad, abandonamos tanto a los elfos como a los demonios y, tras emigrar de siempre jamás, nos esforzamos al máximo para olvidar nuestros orígenes. Y lo habíamos hecho de forma admirable, hasta el punto de que yo era la única bruja que conocía la verdad.
Ceri había llenado las lagunas del señor Haston, mi profesor de historia de sexto, pues había sido el familiar de un demonio antes de que yo la rescatara. Había leído al respecto cuando no estaba modificando maldiciones o preparando orgías.
Nadie conocía la verdad excepto mis socios y yo. Y Al, el demonio con el que tenía una cita para recibir clases todos los sábados. Y Newt, la diablesa más poderosa de siempre jamás. También estaba Dali, el agente de la condicional de Al. Y no había que olvidar a Trent y a quienquiera que se lo hubiera contado, aunque lo más probable es que no se lo hubiera dicho a nadie, teniendo en cuenta que su padre había cometido una estupidez al romper la modificación genética. No me extrañaba que se hubieran cargado a todos los genetistas durante la Revelación. Por desgracia, se olvidaron del padre de Trent.
Ford agitó los pies y luego, con expresión avergonzada, sacó un frasco negro de metal de uno de los bolsillos de su abrigo, le quitó la tapa, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió un trago.
Observé cómo se le movía la nuez y miré a sus ojos inquisitivamente.
—Es medicinal —se justificó y, mientras intentaba volver a guardarlo con torpeza, sus mejillas adquirieron un rubor de lo más tierno.
—Bueno, no sé si sabes que estamos en un hospital —respondí secamente, arrebatándoselo. Ford protestó, mientras yo lo olfateaba y, a continuación, me mojaba los labios. Entonces abrí mucho los ojos—. ¿Vodka?
Con una expresión incluso más avergonzada, lo tapó y lo guardó. Entonces sonó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron. Ante nosotros se extendía un pasillo, idéntico a los del resto del edificio, con su moqueta de pelo corto, sus paredes blancas y su pasamanos.
La preocupación por Glenn me invadió de nuevo, y salí disparada. Ford y yo nos chocamos al salir, y sentí un cierto malestar. Sabía que no le gustaba que le tocaran.
—¿Te importa que me agarre a ti? —me preguntó, y eché un vistazo al bolsillo en el que se había guardado el frasco.
—Si no te apoyas demasiado… —respondí alargando el brazo, con cuidado de tocarlo solo por encima del abrigo.
—No estoy borracho —respondió con acritud, entrelazando su brazo con el mío en un modo que no mostraba ni el más mínimo atisbo de romance, sino más bien de desesperación—. Las emociones de este lugar son muy intensas, y el alcohol me ayuda a soportarlas. Estoy sobrecargado y prefiero sentir tus emociones que las de cualquier otro.
—¡Oh! —exclamé, sintiéndome halagada. Eché a andar y pasé junto a dos celadores que empujaban un cesto de la ropa. Mi buen humor se desvaneció cuando oí a uno de ellos susurrar:
—¿Deberíamos llamar a seguridad?
Ford se agarró con más fuerza y, cuando me giré para expresarles mi opinión, ambos salieron pitando como si hubieran visto al hombre del saco.
—Solo están asustados —explicó Ford, clavándome los dedos en el brazo.
Continuamos por el pasillo y me pregunté si podían echarme de allí a patadas. Los primeros síntomas del que acabaría siendo un intenso dolor de cabeza empezaron a manifestarse.
—¡Maldita sea! ¡Soy una bruja blanca! —dije sin dirigirme a nadie en concreto, y el tipo con la bata blanca que venía hacia nosotros nos miró de reojo.
Ford estaba cada vez más pálido, de modo que intenté calmarme antes de que alguien decidiera ingresarlo. Debía concentrar todos mis esfuerzos en encontrar algo que lo calmara. Aparte del alcohol, claro está.
—Gracias —susurró cuando captó mi preocupación. A continuación, con voz más fuerte, añadió—: Rachel, tú invocas demonios, y se te da muy bien. Tienes que aceptarlo de una vez por todas y encontrar la manera de usarlo en tu propio beneficio. No va a desaparecer.
Me molesté, dispuesta a decirle que no tenía ningún derecho a hablarme con ese tono de superioridad, pero convertir un defecto en una ventaja era precisamente lo que había hecho él con su «don», así que le di un apretón en el brazo. De pronto di un respingo. Delante de nosotros, inclinada sobre el mostrador de las enfermeras, se encontraba Ivy, mi compañera de piso, sin importarle que un celador acabara de chocarse contra la pared por quedarse mirándola. Llevaba unos vaqueros negros, estrechos y de cintura baja, pero tenía el cuerpo de una modelo, y podía permitírselo. Se esforzaba por ver lo que había en la pantalla del ordenador y, como el jersey de algodón a juego era algo corto, dejaba entrever la parte baja de la espalda. Por deferencia al frío, su largo abrigo de cuero reposaba sobre el mostrador. Ivy era una vampiresa viva, y su aspecto sofisticado, sombrío y meditabundo, daba buena cuenta de ello. Esto hacía algo difícil la convivencia con ella, pero tampoco es que yo tuviera una conducta intachable, y ambas conocíamos bien las rarezas respectivas.
—¡Ivy! —exclamé y, tras girar la cabeza, se dirigió hacia mí sacudiendo sus negros y lisos cabellos con las puntas rubias—. ¿Cómo te has enterado de lo de Glenn?
Ford dejó caer los hombros y, sin soltarme el brazo, se liberó de golpe de toda la tensión. Parecía feliz, lo que no era de extrañar, pues estaba captando mis emociones, y me alegraba de ver a Ivy. Tal vez debía emplear algo de tiempo en hablarle de mi compañera de piso cuando volviéramos a reunirnos. Podría usar sus conocimientos para intentar sanear nuestra tormentosa relación.
Yo no era el vínculo de sangre de Ivy, sino su amiga. Era algo poco común que un vampiro pudiera tener una relación de amistad con alguien con quien no compartía su sangre, pero teníamos una complicación adicional. A Ivy le gustaban tanto los hombres como las mujeres, y tenía problemas para distinguir entre el deseo sexual y las ansias de sangre. Además, había dejado bien claro que me deseaba, no solo por mi sangre sino también como mujer, pero me había negado en redondo, aparte de un año bastante confuso en el que habíamos intentado separar las ansias de sangre de las preferencias sexuales. Que me hubiera mordido más de una vez no había ayudado mucho, aunque en aquel momento a ambas nos hubiera parecido una buena idea. La sensación de ser mordida por un vampiro era demasiado parecida al éxtasis sexual como para desecharla, y hasta que no creí estar atada al asesino de Kisten no había abierto los ojos. El riesgo de convertirme en su sombra era demasiado alto. Confiaba ciegamente en Ivy. Eran sus ansias de sangre las que me preocupaban.