Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Hoy podemos leer casi todo. No sólo lo que aparece en las paredes, sino también lo escrito en los libros. Sin embargo, los signos de los libros no son ni con mucho igual de claros. Los antiguos egipcios tenían, realmente, libros. Pero no de papel, sino de una especie de juncos del Nilo llamados en griego papyros, de donde viene nuestra palabra «papel».
Se escribía en largas tiras que, luego, se enrollaban. Se ha conservado una buena cantidad de esos libros en rollo; en ellos se leen actualmente muchas cosas y cada vez se ve mejor lo sabios y avispados que eran los antiguos egipcios. ¿Quieres oír un refrán escrito por uno de ellos hace 5.000 años? Tendrás que prestar un poco de atención y reflexionar bien acerca de él: «Las palabras sabias son más raras que el jade; y, sin embargo, las oímos de boca de pobres muchachas que dan vueltas a la piedra de moler».
Como los egipcios fueron tan sabios y tan poderosos, su reino duró largo tiempo. Más que cualquier otro hasta entonces. Casi 3.000 años. Y, así como conservaron cuidadosamente los cadáveres para que no se descompusieran, así también guardaron rigurosamente durante milenios sus antiguos hábitos y costumbres. Sus sacerdotes procuraban con toda exactitud que los hijos no hicieran nada que sus padres no hubieran hecho ya. Todo lo antiguo era sagrado para ellos.
Durante aquel largo periodo, la gente sólo se opuso en dos ocasiones a esta estricta unanimidad. Una vez, poco después del rey Keops, alrededor del año 2100 a.C., fueron los propios súbditos quienes intentaron cambiarlo todo. Se lanzaron contra el faraón, mataron a sus vigilantes y extrajeron las momias de las sepulturas. «Quienes antes no tenían siquiera sandalias son ahora dueños de tesoros; y quienes antes poseían bellas vestiduras, van ahora vestidos de harapos», cuenta un antiguo rollo de papiro. «El país gira como el torno de un alfarero». Pero aquello no duró mucho, y las cosas volvieron pronto a ser como antes. Quizá, más rigurosas que en la época anterior.
En una segunda ocasión fue el propio faraón quien intentó un cambio total. Aquel faraón, llamado Eknatón, que vivió en el 1370 a.C., era un hombre extraño. La fe egipcia, con sus numerosos dioses y costumbres misteriosas, le parecía inverosímil. «Sólo hay un dios», enseñó a su pueblo, «que es el Sol, cuyos rayos crean y mantienen todo. Sólo a él debéis rezarle».
Se cerraron los antiguos templos y el rey Eknatón se mudó a un nuevo palacio. Como se oponía absolutamente a todo lo antiguo y estaba a favor de bellas ideas nuevas, hizo pintar también las imágenes de su palacio de una manera completamente novedosa. Las pinturas no fueron ya tan serias, rígidas y solemnes como antes, sino de una total naturalidad y desenvoltura. Pero todo aquello no le pareció bien a la gente, que quería ver las cosas como las había visto durante milenios. Así, tras la muerte de Eknatón, volvieron muy pronto a sus antiguas costumbres y al arte antiguo, y todo continuó como antes mientras subsistió el imperio egipcio. Durante casi tres mil quinientos años se sepultó a las personas en forma de momias, se escribió en jeroglíficos y se rezó a los mismos dioses, tal como se había hecho en tiempos del rey Menes. También se siguió venerando a los gatos como animales sagrados. Y si me lo preguntas, te diré que, en mi opinión, los antiguos egipcios tenían razón, al menos en esto.
La semana tiene siete días. Se llaman..., ¡bueno, eso ya lo sabes! Pero, probablemente, no sabrás desde cuándo los días no van pasando uno tras otro, sin nombre ni orden, como pasaban para los hombres primitivos. Ni quién los reunió en semanas y les dio su nombre a cada uno. Eso no ocurrió en Egipto, sino en otro país donde también hacía calor. Y, en vez de un río, el Nilo, había incluso dos: el Éufrates y el Tigris. Por eso, aquel país se llama el país de los dos ríos. Y, como la tierra que merece la pena se extiende
entre
las dos corrientes, se le llama también país entre ríos, o con una palabra griega, Mesopotamia. Esta Mesopotamia no se halla en África, sino en Asia, pero no demasiado lejos de nuestra zona. Está situada en el Próximo Oriente. Los dos ríos, el Éufrates y el Tigris, desembocan en el golfo Pérsico.
Tienes que imaginar una amplísima llanura a través de la cual corren esos dos ríos. Es cálida y pantanosa y, a veces, las aguas inundan también el país. En esa llanura se ven en la actualidad de vez en cuando grandes colinas, aunque no son colinas de verdad: si comenzamos a excavar en ellas, encontraremos en primer lugar una gran cantidad de ladrillos y escombros. Poco a poco, nos iremos topando con altas y sólidas murallas, pues estas colinas son, en realidad, ciudades en ruinas, grandes ciudades con calles largas tiradas a cordel, casas altas, palacios y templos. Al no estar construidas en piedra, como en Egipto, sino con ladrillos, se han desmoronado con el paso del tiempo por la acción del Sol y, finalmente, se han hundido formando grandes montones de escombros.
Una de esas escombreras de un paraje desértico es hoy Babilonia, que fue en otros tiempos la mayor ciudad del mundo, con un increíble pulular de personas llegadas de todos los rincones que llevaban allí sus mercancías para intercambiarlas. Otra de esas escombreras, al pie de la montaña, aguas arriba, es también la segunda ciudad mayor del país: Nínive. Babilonia fue la capital de los babilonios. Eso es fácil de recordar. Nínive, sin embargo, fue la capital de los asirios.
Este país no estuvo casi nunca gobernado en su totalidad por un único rey, como Egipto. Tampoco fue un imperio de duración tan larga y que se mantuviera con fronteras fijas. En él habitaron múltiples pueblos y numerosos reyes que gobernaron sucesivamente; los pueblos más importantes fueron los sumerios, los babilonios y los asirios. Hasta hace poco se creía que los egipcios eran el pueblo más antiguo en poseer todo cuanto denominamos cultura: ciudades con artesanos, príncipes y reyes, templos y sacerdotes, funcionarios y artistas, una escritura y una técnica.
Desde hace algunos años sabemos que los sumerios se hallaban por delante de los egipcios en varios de estos asuntos. Excavaciones realizadas en las escombreras que surgen del llano en las proximidades del golfo Pérsico nos han mostrado que a los habitantes de aquellos lugares se les había ocurrido la idea de modelar ladrillos con barro para construir con ellos casas y templos más de 3.100 años a.C. Bajo uno de los mayores montones de escombros se hallaron ruinas de la ciudad de Ur, donde, según la Biblia, vivieron los antepasados de Abraham. Allí se encontró un gran número de tumbas que debían de remontarse, aproximadamente, al mismo tiempo que la pirámide de Keops en Egipto. Pero, mientras la pirámide se halla vacía, en este otro lugar se descubrieron objetos magníficos y sorprendentes. Maravillosas alhajas de oro para mujeres y recipientes también de oro para ofrendas sepulcrales. Cascos de oro y puñales cubiertos de ese metal y piedras preciosas. Arpas suntuosas decoradas con cabezas de toros e —imagínatelo— un tablero de juego con cuadrados como los del ajedrez hecho de preciosas incrustaciones.
En estas escombreras se encontraron también piedras redondas con sellos, y tablillas cerámicas con inscripciones. Pero no en jeroglíficos, sino en otro tipo de escritura casi más difícil aún de descifrar. Precisamente porque ya no emplea imágenes, sino trazos aislados acabados en punta y con aspecto de triángulos o cuñas. Se llama escritura cuneiforme. En Mesopotamia no se conocieron los libros de papiro. Todos los signos se escribían en arcilla blanda que, luego, se cocía en hornos, formándose así tablillas de cerámica duras. Se han hallado grandes cantidades de esa clase de tablillas de época antigua. Contienen largas y hermosísimas leyendas y relatos fabulosos que hablan del héroe Gilgamesh y de su lucha con monstruos y dragones. Y también numerosas inscripciones en las que ciertos reyes informan sobre sus hazañas y se enorgullecen de los templos erigidos por ellos para la eternidad y de cuántos pueblos han subyugado.
Se han encontrado tablillas antiquísimas con informes de comerciantes, contratos, certificaciones, listas de mercancías, etcétera. Por eso sabemos que los antiguos sumerios fueron ya, como lo serían más tarde los babilonios y los asirios, un gran pueblo de comerciantes capaz de llevar muy bien las cuentas y distinguir con claridad lo justo de lo injusto.
De uno de los primeros reyes babilonios que dominaron todo el país conocemos una de esas grandes inscripciones grabada en una piedra. Es el código legal más antiguo del mundo: las leyes del rey Hammurabi. El nombre suena como salido de un libro de cuentos, pero las leyes son muy razonables, rigurosas y justas. Por eso podrás guardar en la memoria cuándo vivió Hammurabi, aproximadamente: unos 1.700 años a.C., es decir, hace 3.700 años.
Los babilonios eran rigurosos y diligentes, como lo fueron también más tarde los asirios. Pero no pintaban figuras tan coloristas como los egipcios. En sus esculturas y representaciones sólo suele verse, en la mayoría de los casos, al rey de caza o a sus enemigos presos y atados de pies y manos arrodillados ante él, además de carros de guerra que ponen en fuga a pueblos extranjeros, y a guerreros que asaltan fortalezas. Los reyes tienen una mirada sombría, llevan barbas largas negras y rizadas y pelo largo y en bucles. A veces los vemos ofreciendo sacrificios a los dioses; al dios del Sol, Baal, y la diosa de la Luna, Ishtar o Astarté.
En efecto, los babilonios y los asirios rezaban al Sol, la Luna y las estrellas, considerándolos sus dioses. En las noches claras y cálidas observaron durante años y siglos el curso de los astros. Y como eran personas de mente clara e inteligente, se dieron cuenta de la regularidad del recorrido de las estrellas. Pronto reconocieron las que parecen estar fijas en la bóveda del cielo y que vuelven a encontrarse cada noche en el mismo lugar. Y dieron nombres a las figuras formadas en el firmamento, tal como hoy hablamos de la «Osa Mayor». Pero aún se interesaron más por las estrellas que se mueven en la bóveda celeste y tan pronto se sitúan en la proximidad de la «Osa Mayor», como, por ejemplo, cerca de «Libra». Por aquel entonces se creía que la Tierra era un disco fijo, y el firmamento una especie de esfera hueca tendida como una concha sobre la Tierra y que giraba una vez al día. Seguro que les extrañaba de manera especial que las estrellas no estuviesen todas fijas en aquella concha celeste y que algunas pudieran ser móviles, por así decirlo, y desplazarse de un lado a otro.
Hoy sabemos qué son los astros los que se mueven a una con la Tierra en torno al Sol. Los llamamos planetas. Pero era imposible que los antiguos babilonios y asirios lo supieran; por eso creían que detrás de aquello se escondía alguna magia misteriosa. Dieron a esos astros nombres propios y los observaron siempre con atención, pues creían que se trataba de seres poderosos y que su posición significaba algo para el destino de los seres humanos. Por eso deseaban predecir el futuro según la posición de dichos astros. Esta creencia se llama adivinación por los astros, o, con una palabra griega, astrología.
Se creía que algunos planetas proporcionaban suerte; y otros, desgracia. Marte significaba guerra; Venus, amor. A cada dios de un planeta se le consagró un día. Y, como con el Sol y la Luna sumaban exactamente siete, dieron origen a nuestra semana. Todavía seguimos diciendo lunes (por la Luna) y martes (por Marte). Los cinco planetas conocidos entonces se llamaban Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno. En los nombres castellanos de la semana se reconocen estos nombres de los planetas, al igual que en muchas otras lenguas que se siguen hablando en la actualidad. Fíjate en los nombres franceses de la semana. Se llaman
mar-di
(de Marte),
mercre-di
(de Mercurio),
jeu-di
(de Júpiter),
vendre-di
(de Venus). Para el sábado, observa el inglés. En esta lengua, el día de Saturno se llama Satur-day. En alemán es algo más complicado porque los nombres grecorromanos de los dioses han sido sustituidos dentro de lo posible por sus correspondientes dioses antiguos germánicos. Así el miércoles, Dienstag (
mar-tes
) deriva, quizá, de Zius-Tag [día de Ziu], pues Ziu era el antiguo dios alemán de la guerra; de la misma manera, Donnerstag (
juev-es
) proviene de Donar, el antiguo dios alemán al que se veneraba de la misma manera que a Júpiter. ¿Podías creer que nuestros días de la semana tienen una historia tan honorable y curiosa y con tantos milenios de antigüedad?
Para hallarse más cerca de las estrellas y poderlas ver también mejor en su país brumoso, los babilonios, y todavía antes los sumerios, levantaron extraños edificios. Grandes y amplias torres superpuestas e imponentes formando varias terrazas, con enormes contrafuertes y altas escalinatas. El templo para la Luna o los planetas se alzaba justo en lo más alto. La gente acudía de lejos llevando consigo valiosas ofrendas para que los sacerdotes les pronosticaran el destino a partir de los astros. Estas torres escalonadas surgen aún hoy en ruinas por encima de los montones de escombros, y se pueden hallar inscripciones en que los reyes cuentan cómo las erigieron o repararon. Tienes que pensar que los primeros reyes de esta región vivieron hace alrededor de 3.000 años a.C.; y los últimos, hace unos 550, también a.C.
El último rey babilonio verdaderamente poderoso fue Nabucodonosor. Vivió hacia el 600 a.C. Sus campañas de guerra le hicieron famoso. Luchó contra Egipto y deportó a muchos pueblos a Babilonia como esclavos. Pero sus mayores hazañas no fueron en realidad sus campañas bélicas sino los imponentes canales y depósitos de agua que ordenó construir para hacer fértil la tierra. Desde que esos canales se cegaron y los depósitos de agua se cubrieron de lodo, el país se ha convertido en esa llanura desértica y pantanosa donde se ven surgir a veces colinas de escombros.
Y cuando nos alegremos porque acaba la semana y llega de nuevo el domingo (en alemán Sonn-Tag, el «día del Sol»), pensemos alguna vez en esas escombreras de aquella cálida región pantanosa y en los severos reyes con barbas largas y negras, pues ahora sabemos la relación existente entre todo ello.
Entre Egipto y Mesopotamia se extiende un país con valles profundos y extensos pastizales. Pueblos de pastores cuidaron allí durante muchos milenios sus rebaños, plantaron viñas y cereal y cantaron al anochecer, tal como lo hace la gente del campo. Aquel país se extendía entre Egipto y Babilonia, y, precisamente por eso, fue conquistado y dominado en otros tiempos por los egipcios y, luego, por los babilonios; y los pueblos que vivían allí fueron llevados de un lado para otro. También ellos se construyeron ciudades y fortalezas, pero no eran lo bastante fuertes como para oponerse a los imponentes ejércitos de sus vecinos.