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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (49 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—¿Sí?

Nicola Engel asomó la cabeza.

—¿Molesto?

—No. Pasa. —Se masajeó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice. Ella entró, cerró la puerta y se acercó.

—Me acaban de informar de que Lauterbach ya no goza de inmunidad. El juez ha confirmado las órdenes de detención para él y la señora Von Bredow. —Se detuvo ante la mesa y lo escudriñó—. Dios mío, qué mala cara tienes. ¿Tanto te está afectando el caso?

¿Qué podía responder a eso? Estaba demasiado cansado para dar una respuesta inteligente desde el punto de vista táctico. No terminaba de calar a Nicola. ¿Su interés era genuino o le preguntaba para utilizar sus errores y sus fallos con el objeto de ponerle la zancadilla y desposeerlo de su cargo en la K 11?

—Me están afectando las circunstancias —admitió—. Behnke, Hasse, todos esos rumores malévolos sobre Pia y yo.

—No hay nada de cierto en eso, ¿no?

—Por favor... —Bodenstein se retrepó en su asiento. Le dolía la nuca, y torció el gesto.

Engel reparó en el coñac.

—¿Tienes otra copa?

—En el armario. Abajo, a la izquierda.

Ella se volvió, abrió la puerta del armario, sacó una copa y se sentó en una de las sillas que había ante la mesa. Él le sirvió un dedo de coñac y se llenó su copa casi hasta el borde. Nicola Engel arqueó las cejas, pero no dijo nada. Bodenstein brindó con ella y se bebió el licor de un trago.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

Era buena observadora, y lo conocía. Desde hacía mucho tiempo. Antes de conocer a Cosima y casarse enseguida con ella, Nicola y él habían sido pareja durante dos años. ¿Por qué iba a engañarla ahora? De todas formas, pronto lo sabría todo el mundo, como muy tarde, cuando facilitara una dirección nueva.

—Cosima está con otro —dijo, e intentó que su voz sonara lo más estoica posible—. Yo me lo olía, pero hace unos días me lo reconoció.

—Ya.

No pareció decirlo con malicia, pero tampoco le salió un «Lo siento». A él le daba lo mismo. Cogió la botella y se llenó la copa de nuevo. Nicola lo observaba en silencio. Él bebió. Notó el efecto del alcohol en el estómago vacío y entendió por qué la gente se daba a la bebida en determinadas circunstancias. Cosima se esfumó en lo más profundo de su conciencia, y con ella dejó de pensar en Amelie, Thies y Daniela Lauterbach.

—No soy buen policía —afirmó él—. Ni tampoco buen jefe. Deberías buscarte a otro para hacer mi trabajo.

—De eso ni hablar —respondió ella con decisión—. Cuando entré aquí el año pasado, admito que esa era mi intención, pero he tenido un año para observar tu forma de trabajar y de tratar a los tuyos. Y no me vendrían mal unos cuantos más como tú.

Bodenstein no dijo nada; iba a servirse otro coñac, pero la botella estaba vacía. La tiró de cualquier forma a la papelera y a continuación hizo lo mismo con la foto de Cosima. Cuando alzó la cabeza, se topó con la mirada escrutadora de Nicola.

—Deberías dar por finalizada la jornada —aconsejó ella al consultar el reloj—. Son las doce. Vamos, te llevo a casa.

—Ya no tengo casa —le recordó—. He vuelto con mis padres. Raro, ¿eh?

—Siempre es mejor que un hotel. Venga, levanta.

Bodenstein no se movió. No apartaba la mirada del rostro de ella. De pronto se acordó de cómo la conoció, hacía más de veintisiete años, en la fiesta de un compañero de estudios. Se había pasado toda la noche con unos chicos en la minúscula cocina, bebiendo cerveza. Ni siquiera se fijó en las chicas, ya que el chasco que se había llevado con Inka, su primer amor, era demasiado reciente como para que le apeteciera empezar otra relación. La conoció a la puerta del cuarto de baño. Nicola lo miró de arriba abajo y, con esa forma suya de decir las cosas, directa, inimitable, le dijo algo que hizo que se fuera de la fiesta con ella en el acto, sin despedirse del anfitrión. Entonces él estaba más o menos igual de borracho y de dolido que ese día. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo de súbito y le arrasó el bajo vientre como si fuera lava al rojo.

—Me gustas —repitió las palabras que ella le dijera entonces con voz ronca—. ¿Tienes ganas de sexo?

Nicola lo miró con cara de sorpresa, y a su boca asomó una sonrisa.

—¿Por qué no? —Ella tampoco había olvidado esa primera conversación—. Solo tengo que entrar un momento al baño.

Lunes, 24 de noviembre

—Llevas la misma camisa y la misma corbata que ayer —comentó Pia con perspicacia cuando Bodenstein entró en la sala de reuniones, donde aún no había nadie—. Y no te has afeitado.

—Tu capacidad de observación es sensacional —contestó él con sequedad al tiempo que se dirigía a la cafetera—. Por desgracia, cuando me fui de casa deprisa y corriendo no me pude llevar todo el armario.

—¡Qué me dices! —Pia sonrió—. Te tenía por alguien que se cambia de ropa a diario incluso en las trincheras. ¿O acaso has seguido el buen consejo que te di?

—Por favor, no saques conclusiones descabelladas —contestó y, con rostro impenetrable, se echó algo de leche en el café. Pia iba a decir algo cuando Ostermann apareció en la puerta.

—¿Qué malas noticias nos trae, señor inspector? —preguntó Bodenstein.

Ostermann miró a su jefe y luego a Pia con perplejidad. Ella se limitó a encogerse de hombros.

—Ayer por la noche, Tobias Sartorius llamó a su padre. Está en un hospital de Suiza —contó el aludido—. De Amelie, Thies o la doctora Lauterbach seguimos sin saber nada.

Tras él entró Kathrin Fachinger, seguida de Nicola Engel y Sven Jansen.

—Buenos días —saludó la comisaria jefe—. Traigo los refuerzos prometidos. El inspector Jansen formará parte del equipo de la K 11 provisionalmente, Bodenstein. Si está usted de acuerdo.

—Lo estoy, sí. —Bodenstein saludó con un gesto al compañero de la sección de robos y atracos, que el día anterior había acompañado a Pia a casa de los Terlinden, y se sentó a la mesa. Los demás siguieron su ejemplo a excepción de Nicola Engel, que se disculpó y se dirigió a la salida. Una vez allí, se volvió.

—¿Puedo hablar un momento con usted a solas?

Bodenstein se levantó, salió tras ella al pasillo y cerró la puerta.

—Behnke ha conseguido un auto provisional contra la suspensión y ha presentado la baja por enfermedad a la vez —contó Nicola Engel en voz baja—. Lo representa un abogado del bufete de Anders. ¿Cómo se lo puede permitir?

—Anders hace esas cosas por gusto, aunque sea sin dinero —replicó Bodenstein—. A él lo que le importan son los titulares.

—Bueno, vamos a esperar hasta ver qué pasa. —Nicola Engel escrutó a Bodenstein—. Acabo de enterarme de otra cosa. La verdad es que quería decírtelo en un momento más adecuado, pero antes de que la noticia se filtre y te enteres por otro…

Bodenstein la miró con atención. Podía pasar cualquier cosa, desde su suspensión hasta la novedad de que ella asumiría la dirección de la Comisaría General de Policía Judicial. Uno de los rasgos característicos de Nicola era que nunca dejaba ver sus cartas.

—Enhorabuena por el ascenso —anunció para su sorpresa—. Jefe de la Brigada de Homicidios Oliver von Bodenstein. Con el correspondiente aumento de sueldo. ¿Qué me dices?

Le sonrió, expectante.

—¿Debería tener ahora la sensación de que se trata de un favor sexual? —contestó.

La comisaria jefe sonrió, pero después se puso seria.

—¿Te arrepientes de lo de esta noche? —quiso saber.

Bodenstein ladeó la cabeza.

—Ahora mismo, cualquiera dice que sí —repuso—. ¿Y tú?

—Yo tampoco. Aunque por regla general no me gusta repetir.

Él sonrió, y ella dio media vuelta, dispuesta a irse.

—Por cierto, comisaria jefe…

Ella se detuvo.

—Podríamos…, no sé, repetirlo de vez en cuando.

Nicola Engel sonrió.

—Me lo pensaré, jefe de brigada. Hasta luego.

La siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido y a continuación apoyó la mano en el pomo de la puerta. De repente y cuando menos se lo esperaba lo invadió una sensación de dicha casi dolorosa. No por haberse vengado y haber engañado a Cosima —y para colmo con su jefa, por quien ella sentía un profundo desprecio—, sino porque en ese segundo se sintió más libre que nunca antes en su vida. Esa noche había visto su futuro con una claridad meridiana, había visto posibilidades insospechadas después de pasarse semanas mortificándose y compadeciéndose, vegetando en un valle de lágrimas. No es que junto a Cosima se hubiese sentido como si le hubieran cortado las alas, pero ahora intuía que el fracaso de su matrimonio no significaba el final de todo. Al contrario. No a todo el mundo se le presentaba una nueva oportunidad con casi cincuenta años.

Amelie tenía las piernas congeladas, y pese a todo le sudaba el cuerpo entero. Intentaba con todas sus fuerzas mantener la cabeza de Thies por encima del agua. Ya solo la fuerza del agua, que para entonces había subido más de cuarenta centímetros por encima de la última balda, le había permitido sentar a su amigo. Por suerte, la estantería estaba firmemente afianzada al muro, de lo contrario lo más probable es que ya se hubiera ido abajo. Amelie respiró hondo, jadeante, y trató de relajar los contraídos músculos. Sostenía a Thies con el brazo derecho, y con la mano izquierda intentaba tocar el techo. Quedaba como medio metro de aire, no más.

—Thies —musitó, sacudiéndolo con suavidad—. Despierta, Thies.

No reaccionó. Amelie no podía tirar más de él, no tenía fuerzas, pero dentro de unas horas su cabeza estaría bajo el agua. Amelie estaba a punto de darse por vencida. ¡Hacía tanto frío! Y le daba tanto miedo ahogarse... A su mente acudían una y otra vez imágenes de Titanic. Había visto la película media docena de veces y llorado a moco tendido cuando Leonardo DiCaprio resbalaba de la tabla e iba a parar a las profundidades del mar. Seguro que las aguas del Atlántico Norte no estaban mucho más frías que el agua apestosa de aquel sitio.

Hablaba sin cesar a Thies con labios temblorosos, le suplicaba, lo zarandeaba, le pellizcaba el brazo. ¡Tenía que despertar, despertar como fuera!

—No quiero morir —sollozó, apoyando la cabeza en la pared, agotada—. No quiero morir, maldita sea.

El frío le paralizaba los movimientos y el cerebro. Haciendo un gran esfuerzo movía las piernas a un lado y otro en el agua, pero llegaría un momento en que ya no sería capaz. ¡No podía quedarse dormida! Si soltaba a Thies, se ahogaría, y ella con él.

Claudius Terlinden levantó la vista de mala gana de los expedientes que tenía delante, en la mesa, cuando su secretaria hizo pasar a su despacho a Bodenstein y Pia.

—¿Han encontrado a mi hijo?

No se levantó de la silla ni tampoco se esforzó en disimular su antipatía. De cerca, Pia reparó en que los acontecimientos de los últimos días habían dejado huella en Terlinden, aunque por fuera se mostrara impasible. Estaba pálido y tenía ojeras. ¿Se refugiaba en la rutina para olvidar sus preocupaciones?

—No —se lamentó Bodenstein—. Por desgracia, no. Pero sabemos quién lo sacó del psiquiátrico.

Claudius Terlinden le dirigió una mirada inquisitiva.

—Gregor Lauterbach ha confesado que asesinó a Stefanie Schneeberger —prosiguió Bodenstein—. Su mujer lo encubrió para protegerlo y salvaguardar su carrera. Sabía que Thies había visto el crimen, así que amenazó a su hijo y estuvo durante años administrándole psicofármacos que no le hacían ninguna falta. Cuando le entró miedo de que Amelie Fröhlich y su hijo pudieran ser peligrosos para su marido y para ella misma, se vio obligada a actuar. Tememos que les haya hecho algo a ambos.

Terlinden lo miró fijamente, con semblante pétreo.

—¿Quién creía usted que había asesinado a Stefanie? —quiso saber Pia. Claudius Terlinden se quitó las gafas y se pasó la mano por el rostro. Después respiró hondo.

—Creía que había sido Tobias, la verdad —admitió al cabo de un rato—. Supuse que vio a Gregor con la chica y se volvió loco de celos. Tenía claro que mi hijo Thies debía de haber visto algo, pero como no habla, nunca supe de qué se trataba. Ahora entiendo algunas cosas, claro. Por eso Daniela siempre se preocupaba tanto por él. Y por eso Thies le tenía tanto miedo.

—Lo amenazaba con meterlo en un manicomio si decía algo —añadió Pia—. Pero probablemente ni siquiera ella supiera que Thies tenía oculto el cuerpo de Stefanie en el sótano del invernadero. Eso debió de averiguarlo por Amelie. Por eso la doctora Lauterbach le prendió fuego. No quería destruir los cuadros, sino la momia de Blancanieves.

—¡Dios mío! —exclamó Terlinden.

Se levantó de la silla y se acercó a mirar por el ventanal. ¿Se olía lo fina que era la capa de hielo sobre la que se movía? Bodenstein y Pia se miraron tras él. Tendría que rendir cuentas por un sinfín de delitos, entre otros, por la magnitud del soborno que había destapado Gregor Lauterbach en su cobarde tentativa de justificarse. De eso, Claudius Terlinden aún no sabía nada, pero sin duda poco a poco se iría dando cuenta de la enorme deuda que había contraído con su política de silencio y encubrimiento.

—Lutz Richter intentó quitarse la vida ayer cuando nuestros compañeros detuvieron a su hijo —comentó Bodenstein en el silencio reinante—. Hace once años fundó una especie de milicia para encubrir los verdaderos acontecimientos. Laura Wagner todavía estaba viva cuando el hijo de Richter y sus amigos la arrojaron al depósito vacío del aeródromo de Eschborn. Richter lo sabía y cegó el depósito.

—Y cuando Tobias salió de la cárcel, Richter volvió a hacerse cargo de la situación y organizó el ataque —añadió Pia—. ¿Fue usted quien lo dispuso?

Terlinden se volvió.

—No. Incluso lo prohibí terminantemente —respondió con voz ronca.

—Manfred Wagner empujó a la madre de Tobias desde el puente —continuó ella—. Si no hubiese obligado usted a su hijo Lars a callar la verdad, nada de esto habría sucedido. Es posible que su hijo siguiera vivo, la familia Sartorius no estaría arruinada, los Wagner habrían podido zanjar este asunto. ¿Es usted consciente de que es el único culpable del dolor que han sufrido estas familias? Eso, por no hablar ya de su propia familia, que por su cobardía está pasando por un infierno.

—¿Yo? —Terlinden sacudió la cabeza confuso—. Yo solo he procurado minimizar los daños.

Pia no daba crédito a lo que oía. A todas luces, Claudius Terlinden había encontrado la manera de justificar lo que había hecho y lo que había dejado de hacer y se engañaba a sí mismo desde hacía años.

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