Blancanieves debe morir (22 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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—¡Madre mía, Thies! —exclamó asustada mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas con disimulo—. Maldita sea, ¿por qué me das estos sustos?

A veces le resultaba inquietante el sigilo con que podía aparecer y desaparecer. Solo entonces reparó en que su amigo parecía enfermo. Tenía los ojos hundidos y con un brillo febril. Le temblaba todo el cuerpo y se abrazaba con fuerza el torso. A Amelie se le pasó por la cabeza que sin duda parecía un loco. Se avergonzó en el acto por ello.

—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —le preguntó.

Él no reaccionó, miró con nerviosismo a su alrededor. Respiraba deprisa y entrecortadamente, como si hubiese estado corriendo. De repente, bajó los brazos y, para gran sorpresa de Amelie, le cogió la mano. Eso era algo que nunca había hecho. Ella sabía que rechazaba el contacto.

—No pude proteger a Blancanieves —afirmó con voz bronca y tensa—. Pero sabré cuidar de ti.

Sus ojos vagaban inquietos a un lado y a otro, no paraba de mirar hacia la linde del bosque, como si esperara algún peligro procedente de esa dirección. Amelie se estremeció. De pronto, las piezas del puzle encajaron como por sí solas en su cabeza.

—Viste lo que pasó, ¿no? —musitó.

Thies se volvió bruscamente y tiró de ella, la mano aún asida con firmeza. Amelie salvó tras él una zanja embarrada y una densa maleza a trompicones. Cuando llegaron al bosque protector, su acompañante aflojó un tanto el ritmo, si bien era demasiado rápido para ella, que fumaba mucho y hacía poco deporte. Thies le apretaba la mano con fuerza, y cuando Amelie tropezó y se cayó, él la levantó en un santiamén. Iban monte arriba. Bajo sus pies se quebraban ramas secas, las urracas chillaban en las copas de los pinos. De repente, Thies frenó en seco. La joven, jadeante, miró a su alrededor y distinguió entre los árboles, pendiente abajo, el tejado rojo vivo de la villa de los Terlinden. El sudor le corría por la cara y tosía. ¿Por qué había dado la vuelta Thies a la propiedad? Si hubieran atravesado el jardín, habría sido mucho más fácil. Él le soltó la mano y metió una llave en una puerta oxidada y estrecha que se abrió a regañadientes con un chirrido. Amelie entró tras él y vio que estaban justo detrás del invernadero. Intentó cogerle la mano de nuevo, pero ella se zafó.

—¿Por qué vas corriendo por aquí como un loco?

Amelie intentó disimular la incomodidad que sintió de pronto, pero había algo muy raro en Thies. La calma casi letárgica que solía mostrar había desaparecido, y cuando la miró en ese momento, directamente y sin rehuir su mirada, a Amelie le asustó la expresión de sus ojos.

—Si no se lo dices a nadie, te enseño mi secreto. Ven —dijo en voz baja.

Abrió la puerta del invernadero con la llave que había debajo del felpudo. Amelie se planteó salir corriendo, pero Thies era su amigo, confiaba en ella. De manera que decidió confiar en él y lo siguió hasta esa habitación que tan bien conocía. Él cerró concienzudamente por dentro y echó un vistazo.

—¿Me puedes decir qué te pasa? —inquirió ella—. ¿Ha ocurrido algo acaso?

Thies no respondió. Desplazó a un lado una gran palmera que había al fondo y puso contra la pared la tabla sobre la que estaba. Presa de la curiosidad, Amelie se acercó y se quedó sorprendida al ver una trampilla en el suelo. Thies la abrió y se volvió hacia ella.

—Ven —repitió.

Amelie empezó a bajar por la escalera de hierro, estrecha y herrumbrosa, que se adentraba en la oscuridad. Thies cerró la trampilla, y segundos después se distinguió el débil resplandor de una bombilla. Thies pasó por delante de la luz a través del angosto espacio y abrió una sólida puerta de hierro. Los recibió una bocanada de aire seco y caliente, y Amelie se quedó de piedra al ver el gran sótano. Moqueta clara, paredes de un alegre color naranja. Una estantería llena de libros en un lado, un sofá con pinta de cómodo en el otro. La mitad posterior del espacio estaba separada mediante una especie de biombo. A la joven el corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Thies nunca le había dado a entender que quisiera algo de ella, y ni siquiera en ese instante pensó que se abalanzaría sobre ella y la violaría. Además, en caso necesario, se plantaría de dos pasos en la escalera y en el jardín.

—Ven —repitió de nuevo. Apartó el biombo y Amelie vio una cama antigua con un alto cabecero de madera. En la pared había fotografías, perfectamente alineadas, como era propio de Thies—. Vamos. Le he hablado mucho de ti a Blancanieves.

Se aproximó y se le cortó la respiración. Entre horrorizada y fascinada, vio el rostro de una momia.

—¿Qué te pasa?

Se agachó delante de él y le puso las manos con cuidado en los muslos, pero la apartó con impaciencia y se levantó. Anduvo cojeando unos metros y se detuvo. La sospecha era monstruosa.

—El cuerpo de Laura estaba en un depósito del viejo aeródromo militar de Eschborn —dijo Tobias con voz ronca—. Seguro que te acuerdas de que solíamos hacer fiestas allí. El padre de Jörg seguía teniendo las llaves de la puerta.

—¿Qué quieres decir con eso? —Nadja fue tras él y lo miró sin entender nada.

—Yo no tiré a Laura al depósito —afirmó con vehemencia, y apretó los dientes con tal fuerza que le rechinaron—. Mierda, mierda y mierda. —Apretó los puños—. Quiero saber qué pasó. Mis padres se han arruinado, yo me he pasado diez años en el trullo y, para colmo, el padre de Laura empuja a mi madre desde una pasarela. ¡No lo soporto más! —gritó, mientras Nadja guardaba silencio delante de él.

—Vente conmigo, Tobi, por favor.

—¡No! —exclamó él con aspereza—. ¿Es que no lo entiendes? Eso es precisamente lo que quieren esos cabrones.

—Ayer solo te golpearon. ¿Y si vuelven por ti y cumplen sus amenazas?

—¿Matarme, te refieres? —Tobias la miró. A Nadja le temblaba levemente el labio inferior, sus grandes ojos verdes estaban llenos de lágrimas. La verdad es que no se merecía que él le chillara. Era la única que había permanecido siempre a su lado. Incluso habría ido a verlo a la cárcel, si él lo hubiera permitido. De pronto su ira se disipó y sintió remordimientos—. Perdóname, por favor —pidió con voz queda mientras extendía los brazos—. No quería gritarte. Ven conmigo. —Ella se apoyó en él, el rostro contra su pecho, y Tobias la estrechó con fuerza entre sus brazos—. Probablemente tengas razón —musitó contra su cabello—. De todas formas, no es posible dar marcha atrás en el tiempo.

Ella levantó la cabeza y lo miró preocupada.

—Tengo miedo por ti, Tobi. —La voz le temblaba de manera ostensible—. No quiero volver a perderte, ahora que por fin te he recuperado.

Tobias torció el gesto, cerró los ojos y pegó su mejilla a la de ella. Ojalá supiera que podía irles bien. No quería volver a llevarse un chasco. Prefería estar solo hasta el fin de sus días.

Manfred Wagner, sentado hecho unos zorros a la mesa de la sala de interrogatorios, alzó a duras penas la cabeza cuando entraron Pia y Bodenstein y clavó en ellos sus ojos de borracho, enrojecidos, acuosos.

—Es usted culpable de varios delitos graves —comenzó Bodenstein con gravedad después de poner en marcha la grabadora e introducir los datos necesarios para la toma de declaración—. Lesiones, delito contra la seguridad vial y (según sea el dictamen del fiscal) homicidio involuntario o incluso homicidio.

Manfred Wagner palideció un poco más. Su mirada descansó en Pia y volvió a Bodenstein. Luego, tragó saliva.

—Pero… pero… Rita sigue viva —balbució.

—Cierto —admitió Bodenstein—. Pero el hombre sobre cuyo coche cayó falleció de un infarto en el acto. Eso por no mencionar los daños materiales de los vehículos que se vieron implicados en el accidente. Este particular tendrá graves repercusiones para usted, y no fue una buena idea que no acudiera a la Policía.

—Quería hacerlo —aseguró Wagner con voz llorosa—. Pero… pero todos me aconsejaron que no lo hiciera.

—¿A quiénes se refiere? —quiso saber Pia, a quien el hombre no le inspiraba ninguna compasión. Había sufrido una gran pérdida, sí, pero eso no justificaba el ataque a la madre de Tobias.

Wagner se encogió de hombros y no la miró.

—A todos —repuso, igual de vago que Hartmut Sartorius escasas horas antes, cuando Pia le preguntó quién podía estar detrás del anónimo y la agresión a su hijo.

—Ya. ¿Siempre hace usted lo que dicen todos? —Su tono sonó más duro de lo que pretendía, pero surtió efecto.

—¡Usted no tiene ni idea! —espetó—. Mi Laura era muy especial. Habría llegado lejos. Y era preciosa. A veces no me podía creer que de verdad fuera mi hija. Y murió. Se deshicieron de ella como si fuera basura. Éramos una familia feliz, acabábamos de hacernos una casa fuera, en la nueva zona industrial, y la carpintería iba bien. En el pueblo formábamos una buena comunidad, todos amigos de todos. Y entonces… desaparecieron Laura y su amiga. Las mató Tobias, ese cerdo insensible. Le supliqué que me dijera por qué la había matado y qué había hecho con su cuerpo, pero nunca lo dijo.

Se encorvó y se desmoronó, sollozando. Bodenstein iba a desconectar la grabadora, pero Pia se lo impidió. ¿Lloraba Wagner de dolor por la hija perdida o por pura autocompasión?

—Déjese de tanto teatro —soltó.

Manfred Wagner levantó la cabeza y la miró tan perplejo como si le hubiese dado una patada en el culo.

—He perdido a mi hija... —empezó con voz temblorosa.

—Lo sé —lo interrumpió Pia—. Y lo siento mucho. Pero tiene otros dos hijos y una mujer que lo necesitan. ¿Es que no se le ocurrió pensar lo que sería de su familia si atentaba contra la vida de Rita Cramer?

Wagner no dijo nada, pero de pronto se le demudó el rostro.

—¡No tiene usted ni idea de lo que he sufrido estos once años! —gritó furioso.

—Pero sí de lo que ha sufrido su esposa —contestó Pia con frialdad—. No solo ha perdido a una hija, sino también a su marido, que se emborracha todas las noches por pura autocompasión y la deja completamente sola. Su mujer lucha por sobrevivir, y usted, ¿qué hace?

Los ojos de Wagner empezaron a echar chispas. Era evidente que Pia había puesto el dedo en la llaga.

—Y eso a usted, ¿qué demonios le importa?

—¿Quién le aconsejó que no acudiera a la Policía?

—Mis amigos.

—¿No serán esos mismos amigos que se quedan mirando cómo se emborracha usted cada noche en el Zum Schwarzen Ross y pone en peligro su vida y no hacen nada?

Wagner abrió la boca para replicar, pero calló. Su mirada hostil se volvió insegura y se centró en Bodenstein.

—No voy a permitir que me sermoneen —espetó con voz vacilante—. No diré más si no es en presencia de un abogado.

Cruzó los brazos y apoyó la barbilla en el pecho, como un niño porfiado. Pia miró a su jefe y enarcó las cejas. Bodenstein apagó la grabadora.

—Puede irse a casa —anunció.

—¿No estoy… no estoy… detenido? —preguntó el hombre, extrañado.

—No. —Bodenstein se levantó—. Sabemos dónde encontrarlo. El fiscal formulará la acusación contra usted. En cualquier caso, necesita un abogado.

Abrió la puerta, y Wagner pasó ante él titubeando, acompañado por el agente que había estado presente en la sala durante el interrogatorio. Bodenstein lo siguió con la mirada.

—Con ese estado tan lamentable, casi podría dar pena —comentó Pia a su lado—. Pero solo casi.

—¿Por qué lo has atacado así? —quiso saber Bodenstein.

—Porque tengo la sensación de que detrás de todo este asunto hay mucho más de lo que vemos ahora. En ese pueblo se cuece algo. Y desde hace tiempo. Estoy completamente segura.

Domingo, 16 de noviembre

Bodenstein no estaba de humor para otra fiesta familiar, pero dado que esta se celebraría en casa y el círculo sería reducido, se avino a ello y se prestó a ejercer de sumiller. Lorenz cumplía veinticinco años. La noche anterior lo había estado festejando hasta la madrugada con su nutrida pandilla de amigos en una discoteca a cuyo dueño conocía de su época de DJ, y el domingo quería celebrar su cuarto de siglo con la familia en un ambiente más tranquilo. La madre de Cosima —que se había desplazado desde Bad Homburg—, los padres de Bodenstein y Quentin con sus tres hijas —MarieLouise no había podido ausentarse del restaurante—, así como la madre de Thordis, la novia de Lorenz, la veterinaria Inka Hansen, completaban el grupo que se había reunido en torno a la mesa del comedor, decorada únicamente en tonos blancos y con exquisitos motivos otoñales. El maître St. Clair le había dado el día libre a su mejor empleada, de manera que Rosalie, con las mejillas rojas y al borde de un ataque de nervios, llevaba desde primera hora de la mañana encerrada en la cocina, que había declarado zona prohibida. El resultado fue fantástico. Al foie dorado con crema de almendras y limón siguió una espuma de berros con crustáceos marinados y huevo de codorniz. Y en el plato principal, Rosalie se superó a sí misma: el solomillo de corzo con guisantes, canelones crujientes rellenos y puré de zanahorias y jengibre no le habría salido mejor ni a su jefe. Los comensales tributaron un aplauso entusiasta a la cocinera y Bodenstein le dio un abrazo a su primogénita, completamente agotada a consecuencia del trabajo y la carga de la responsabilidad.

—Creo que nos quedamos contigo —bromeó, y le estampó un beso en la coronilla—. Ha sido estupendo, de veras, cariño.

—Gracias, papá —repuso ella débilmente—. Ahora necesito un aguardiente.

—Lo tendrás, para celebrar el día —sonrió su padre—. ¿Quién más quiere un…?

—Nosotros preferiríamos otra botella de champán —terció Lorenz, al tiempo que guiñaba un ojo a su hermana, que probablemente recordara algo que habían acordado y desapareció de nuevo en la cocina a la velocidad del rayo, seguida de Lorenz y Thordis.

Bodenstein se sentó y miró a Cosima. La había estado observando discretamente toda la mañana. Rosalie los echó de casa sobre las diez, de forma que fueron al Taunus a dar un paseo por el monte Glaskopf aprovechando las bondades del veranillo de San Martín. Cosima se había comportado con normalidad absoluta, exactamente a lo que él estaba acostumbrado, incluso le dio la mano mientras paseaban. Sus sospechas iban perdiendo terreno, y sin embargo no se había atrevido a hablarle del tema.

Rosalie, Lorenz y Thordis volvieron al comedor con una bandeja de copas de champán que repartieron entre los invitados, incluidas las tres sobrinas adolescentes, que soltaron una risita nerviosa. En ausencia de su estricta madre, Quentin hizo la vista gorda.

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