Bitterblue (57 page)

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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Bitterblue
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—Sigue tan nauseabunda como siempre —respondió Bann.

Un rato después, Hava llamó con los nudillos en la puerta de dentro. Bitterblue la dejó entrar y la joven informó que, en efecto, Raposa había entrado en los aposentos de Leck.

—Tiene ganzúas nuevas, majestad. Se acercó a la escultura de la niña, la más pequeña de la habitación, e intentó levantarla. Consiguió moverla, aunque, por supuesto, no logró alzarla del todo. Entonces la soltó y se la quedó mirando durante un tiempo. Estaba pensando algo, majestad. Después se puso a fisgonear por el cuarto de baño y el vestidor, y a continuación subió corriendo la escalera y pegó la oreja a la puerta de su sala de estar. Por último, bajó y salió de la habitación.

—¿Es una ladrona o una espía o ambas cosas? —dijo Bitterblue—. Si es espía, ¿para quién trabaja? Helda, se dio la orden de que alguien la siguiera, ¿verdad?

—Sí, majestad. Pero pierde a su perseguidor todas las noches en los muelles mercantiles. Corre por ellos hacia el Puente Invernal, y luego repta por debajo. El perseguidor no se atreve a seguirla por debajo de los muelles, majestad, por miedo a que lo sorprendan con ella allí abajo.

—Yo la seguiré, majestad —se ofreció Hava—. Déjeme que la siga. Puedo meterme por debajo de los muelles sin que me vean.

—Parece peligroso, Hava —argumentó Bitterblue—. Debajo de los muelles hace frío y hay mucha humedad. ¡Estamos en diciembre!

—Pero puedo hacerlo, majestad —insistió Hava—. Nadie es capaz de ocultarse como yo. Por favor. Puso las manos en todas las esculturas de mi madre.

—Sí —dijo Bitterblue, que recordó esas mismas manos en los bordados de Cinérea—. Sí, de acuerdo, Hava, pero ten mucho cuidado, por favor.

Lo único que quiero es un lugar apacible de arte, arquitectura y medicina, pero las orillas de mi control se deshilachan. Hay demasiada gente y estoy exhausto. En la ciudad, la resistencia nunca cesa. Cada vez que capturo a un mentalista, surge otro. Es mucho, demasiado, lo que hay que borrar, y es demasiado lo que hay que crear. Quizá los techos de cristal me complacen, pero los puentes no son lo bastante grandes. Estoy seguro de que eran mayores los que salvaban el río Alígero, en los Vals. El Alígero es más regio que mi río. Odio mi río por ello.

He tenido que matar al jardinero. Siempre creaba monstruos para el patio, siempre los hacía como se lo ordenaba; tienen aspecto de estar vivos pero, después de todo, no lo están, ¿verdad? No son reales. Ya puesto, maté también a Gadd. ¿Lo habré matado demasiado pronto? Sus tapices son demasiado tristes y tampoco son reales, ni siquiera están hechos con piel de monstruo. No consigo hacerla como es debido. No consigo que sea perfecta, y detesto mis tentativas. Odio este criptograma. Es necesario, y tendría que parecerme fabuloso, pero empieza a darme dolor de cabeza. Mi hospital también me provoca jaquecas. Hay demasiada gente. Me cansa decidir qué han de pensar y sentir y hacer.

Debería ceñirme al trabajo con mis animales en sus jaulas. Su incapacidad para hablar los protege. Cuando les hago cortes, chillan porque no les puedo explicar que eso no duele. Saben siempre, siempre, lo que les hago. En su terror hay pureza, y para mí es un alivio inmenso. Es agradable estar a solas con ellos.

Hay pureza en contar los cuchillos. A veces también la hay en el hospital, cuando dejo que los pacientes sientan el dolor. Algunos lanzan unos gritos tan exquisitos… Casi suenan como si fuera la propia sangre la que grita. La humedad y el techo arqueado en forma de bóveda contribuyen a crear esa acústica. Las paredes brillan negras. Pero entonces los gritos perturban a los otros. La niebla empieza a despejarse en su mente y comienzan a captar lo que oyen y a ser conscientes de lo que hacen. Entonces tengo que castigarlos, atemorizarlos, avergonzarlos, hacer que me tengan pavor y que me necesiten hasta que todos ellos han olvidado, y conseguir eso supone mucho más trabajo que mantenerlos siempre ajenos a lo que pasa.

P
UENTE
I
NVERNAL

Están esos pocos, tan escasos, que reservo para mí y a los que no trato en el hospital. Siempre los ha habido. Belagavia es una de ellos, y Cinérea, otra. No dejo que nadie lo vea; a menos que obligue a alguien a observar, como castigo. Para Thiel es un correctivo verme con Cinérea. No le dejo que la toque, y a veces le corto a él. En esos momentos, cuando es una sesión privada en mis aposentos, lejos de los demás, y tengo los cuchillos en las manos, la perfección vuelve durante un instante. Y solo por un instante, la paz. Mis lecciones con mi hija serán así. Será perfecto con ella.

¿Será posible que Belagavia me haya estado mintiendo durante ocho años?

Bitterblue empezó a pasar las traducciones a sus amigos antes para que las leyeran y que le advirtieran respecto a las menciones sobre su madre o sobre sí misma. Todas las noches, Deceso le entregaba páginas nuevas. Algunas veces Bitterblue no se sentía con fuerzas para leerlas todas. Esas noches le pedía a Giddon que se las resumiera, cosa que él hacía en voz baja, sentado a su lado en el sofá. Elegía a Giddon para esa tarea porque Helda y Bann no quisieron comprometerse a leerlas sin saltarse los peores fragmentos, a diferencia de Giddon. Y él hablaba con un tono sosegado y quedo, como si pensara que así aminoraría el impacto de las palabras. No lo hacía, a decir verdad, aunque, si hubiese hablado en voz más alta, Bitterblue estaba de acuerdo en que habría sido peor. Escuchaba sentada, rodeándose con los brazos, temblorosa.

Quien la preocupaba era Deceso, que veía lo que estaba escrito el primero, sin nada ni nadie que atenuara el impacto emocional, que trabajaba con esas páginas horas y horas a diario.

—Quizás, hasta cierto punto, nos basta saber que era un hombre brutal que cometía atrocidades —le dijo al bibliotecario, sin acabar de creer que tales palabras salieran de su boca—. Tal vez es mejor no entrar en detalles.

—Pero es historia, majestad —arguyó Deceso.

—Opino que no —lo contradijo—. En realidad, aún no es historia de verdad. Dentro de un siglo lo será. Ahora son crónicas contemporáneas.

—Conocer nuestra historia contemporánea es incluso más importante para nosotros que saber la historia del pasado, majestad. ¿Su intención no es hallar respuestas en estos libros para asuntos actuales?

—Sí —admitió con un suspiro—. Sí. ¿De verdad puedes soportar leerlo?

—Majestad. —Deceso dejó la pluma y la miró con fijeza a los ojos—. Lo viví desde fuera durante treinta y cinco años. Treinta y cinco años en los que intenté averiguar qué hacía y por qué. Para mí, esto llena lagunas.

A Bitterblue le estaba creando vacíos; vacíos en su capacidad de sentir. Vacíos enormes, inconmensurables, donde a veces existía algo que ella era incapaz de determinar, porque precisarlo haría que supiera demasiado o la convencería de que se estaba volviendo loca. Cuando ahora se quedaba en las oficinas de abajo y observaba el ajetreo de escribientes y guardias de mirada vacía, o a Darby, Thiel y Rood, comprendía aquello que Runnemood había dicho una vez, cuando ella los presionó demasiado con exigencias: ¿Valía la pena perder la razón por descubrir la verdad?

—No quiero seguir haciendo esto —le dijo Bitterblue a Giddon una noche, todavía sacudida por los temblores—. Tiene usted una hermosa voz, ¿lo sabe? Si seguimos con esta rutina, su voz acabará perdiendo el encanto para mí. O leo yo lo que escribió Leck o dejo que me lo lea alguien que no sea amigo mío.

—Yo lo hago porque soy su amigo, majestad —respondió él, vacilante.

—Lo sé. Pero lo detesto. Y usted también, lo sé. No me gusta que estemos desarrollando una rutina nocturna de hacer juntos algo detestable.

—Pues no estoy conforme con que lo haga usted sola —reiteró Giddon con tenacidad.

—En ese caso, es una suerte que no necesite su permiso.

—Dese un descanso de esto, majestad —sugirió Bann, que se acercó al sofá y se sentó junto a ella, al otro lado—. Por favor. Lea un buen montón de páginas una vez a la semana, en lugar de pequeños fragmentos angustiosos cada noche. Seguiremos leyéndolos con usted.

Parecía una idea prometedora… Hasta que pasó la semana y llegó el día de leer las páginas traducidas que se habían amontonado durante siete días. Después de dos páginas, Bitterblue se sintió incapaz de continuar.

—Pare —dijo Giddon—. Deje de leer. La está haciendo enfermar.

—Creo que prefería víctimas femeninas porque, además de otros experimentos descabellados que las obligaba a soportar, también las sometía a otros relacionados con la gestación y los bebés —dijo Bitterblue.

—Esto no debería leerlo usted —manifestó Giddon—. Es para que lo lea una persona que no haya sido parte de esta historia, y que después le diga las cosas que una reina necesita saber. Deceso puede hacerlo mientras lo traduce.

—Creo que las violaba a todas en su hospital —musitó Bitterblue, sola, helada, sin oír nada—. Creo que violó a mi madre.

Giddon le quitó las páginas de las manos de un tirón y las lanzó al otro lado de la habitación. Con un brinco de sobresalto ante lo inesperado de esa acción, Bitterblue lo vio con claridad, como no lo había visto antes, lo vio erguido ante ella, el gesto de la boca duro, los ojos centelleantes, y comprendió que estaba furioso. La vista se le enfocó y la habitación cobró solidez a su alrededor. Oyó crepitar el fuego, oyó el silencio de Bann y de Helda, que, sentados a la mesa, observaban en tensión, entristecidos. La habitación olía como a lumbre en el campo. Se arrebujó en una manta. No estaba sola.

—Llámeme por mi nombre —le pidió en voz queda a Giddon.

—Bitterblue —musitó él, en el mismo tono quedo—. Se lo suplico. Por favor, deje de leer esos desvaríos psicóticos de su padre. Le están haciendo mucho daño.

Bitterblue miró hacia la mesa otra vez, donde Bann y Helda los observaban con serenidad.

—No está comiendo suficiente, majestad —comentó Helda—. Ha perdido el apetito y, si se me permite decirlo, a lord Giddon le ocurre igual.

—¿Qué? Giddon, ¿por qué no me lo dijo?

—También me ha pedido remedios para el dolor de cabeza —dijo Bann.

—Parad vosotros dos —exigió Giddon, enfadado—. Majestad, ha estado yendo de aquí para allá con esa horrible expresión en los ojos de quien se siente atrapado. Se encoge por lo más mínimo.

—Ahora lo entiendo. Ahora los comprendo a todos. Y los he estado presionando. Los he estado forzando a recordar.

—No es culpa suya —dijo Giddon—. Una reina necesita gente a su alrededor que no tenga miedo de sus necesarias preguntas.

—No sé qué hacer —reconoció Bitterblue—. No sé qué hacer.

—Tiene que plantearse unos criterios selectivos por los que Deceso deberá guiarse para continuar. Los hechos concretos que necesita saber ahora a fin de abordar las necesidades inmediatas de su reino, y solo esos hechos.

—¿Me ayudarán todos?

—Por supuesto que sí.

—Ya hemos esbozado como deberían ser esos criterios —manifestó Helda a la par que subrayaba sus palabras con un enérgico cabeceo.

Por su parte, Giddon se dejó caer en el sofá, aliviado.

Resultó ser un proceso que conllevó bastante argumentación por la diferencia de opiniones, lo cual fue reconfortante para Bitterblue porque era lógico y volvió a hacer del mundo que la rodeaba algo sólido. Después, se dirigieron a la biblioteca a buscar a Deceso. La nevada invernal proseguía, silenciosa, lenta, interminable. En el patio mayor, Bitterblue echó la cabeza hacia atrás para mirar los techos de cristal. La nieve caía. Empezó a sentir un ligero asomo de pesar. Los márgenes de la pena; una pena demasiado grande para poder aceptarla toda, de golpe, en ese momento.

Imaginaría que se hallaba allá arriba, en el cielo, por encima de las nubes y la nieve, contemplando Monmar como hacían la luna y las estrellas. Imaginaría que contemplaba el manto de nieve cubriendo Monmar como vendas aplicadas por las manos amables de Madlen, y que así, debajo de ese vendaje cálido y suave, Monmar empezaría a sanar.

Capítulo 36

A
la mañana siguiente, Thiel se encontraba ante su escribanía, erguido y eficiente, hojeando documentos.

—No volveré a hacerte más preguntas sobre el reinado de Leck —le informó Bitterblue.

Thiel se volvió hacia ella y la miró con desconcierto.

—¿No lo…? ¿No lo hará, majestad?

—Lamento mucho todas y cada una de las veces que te he obligado a recordar algo que deseabas olvidar. Siempre que me sea posible, trataré de no volverlo a hacer.

—Gracias, majestad. —El consejero aún estaba desconcertado—. ¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?

—Les preguntaré a otros —contestó—. Voy a buscar gente nueva, Thiel, para que me ayude con asuntos que son demasiado dolorosos de abordar para quienes, como tú, trabajaron con Leck. Y quizás algunas personas del burgo para que me informen sobre asuntos que atañen de forma específica a la ciudad y que me ayuden a resolver algunos de esos misterios.

Thiel la miraba con fijeza y aferraba la pluma con las dos manos. De algún modo parecía sentirse tan solo, tan triste…

—Thiel, seguirás siendo mi colaborador principal, mi preferido, por supuesto —se apresuró a añadir—. Pero he descubierto que deseo ampliar el abanico de ideas y consejos, ¿entiendes?

—Claro que lo entiendo, majestad.

—Voy a reunirme con unos cuantos de ellos ahora, en la biblioteca. —Se levantó del sillón—. Les he pedido que vengan. Oh, por favor, Thiel —añadió, con ganas de tocarlo—. No pongas esa cara. No puedo pasar sin tu ayuda y tu compañía, te lo prometo, y me estás partiendo el corazón.

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