Bitterblue (20 page)

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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Bitterblue
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Zaf jadeaba. Las lágrimas le brillaban en los ojos. Le había hecho más daño de lo que era su intención, pero tal vez era lo que necesitaba hacerle; de cualquier forma, tampoco importaba porque se marchaban abriéndose paso entre la gente a empujones. Salieron a trompicones bajo la lluvia.

Ya fuera, Zaf echó a correr, dobló en un callejón y se agazapó al resguardo que ofrecía un alpendre. Bitterblue fue tras él y se quedó a su lado, de pie, mientras él se sujetaba el brazo contra el pecho, con cuidado, y barbotaba maldiciones como si lo estuvieran matando.

—Lo siento —se disculpó Bitterblue cuando por fin pareció que Zaf pasaba de las palabras a hacer respiraciones profundas.

—Chispas… —Unas cuantas respiraciones más—. ¿Qué ha pasado ahí dentro? Te perdí, no oías ni una palabra de lo que te decía.

—Teddy tenía razón. Te ha ayudado tenerme al lado para cuidar de mí. Y yo también tenía razón. Necesitabas que alguien cuidara de ti. —Oyó sus palabras y sacudió la cabeza para aclarar las ideas—. Lo siento muchísimo, Zaf… Estaba en otra parte. Esa historia me transportó.

—Está bien. —Zaf se puso de pie con cuidado—. Te enseñaré algo que te traerá de vuelta.

—¿Te ha dado tiempo a robar algo?

—Solo hace falta un momento, Chispas.

Sacó un objeto redondo y dorado del bolsillo de la chaqueta y lo sostuvo debajo de la luz parpadeante de una farola. Cuando Zaf lo abrió con un movimiento rápido, lo sujetó por el canto de la mano para ajustar el ángulo a fin de poder ver lo que le parecía haber visto: un reloj de bolsillo grande, con una esfera que no tenía doce, sino quince horas, y en lugar de sesenta minutos, cincuenta.

—¿Quieres explicarme esto?

—Oh, era uno de los jueguecitos de Leck —le explicó Zaf—. Tenía una artesana que era brillante con los pequeños mecanismos y le gustaba arreglar relojes. Leck la obligó a crear relojes de bolsillo que dividían la mitad del día en quince horas, aunque eran horas que pasaban más deprisa para compensar la diferencia. Por lo visto le encantaba tener a todo el mundo que estaba a su alrededor soltando despropósitos sobre el tiempo y creyendo sus propias sandeces: «Son las catorce y media, majestad. ¿Le gustaría comer a su majestad?». Y cosas por el estilo.

Qué horripilante que aquello le sonara tan familiar. No era un recuerdo ni nada específico, solo la sensación de que ella conocía desde siempre los relojes de bolsillo así, pero que no había creído que mereciera la pena pensar en ellos durante los últimos ocho años.

—Tenía un sentido del humor retorcido, perverso —dijo.

—Ahora son populares en ciertos círculos. Valen una pequeña fortuna —comentó Zaf en voz baja—, pero se los considera una propiedad robada. Leck obligaba a la mujer a construirlos sin recibir compensación. Luego, se supone, la asesinó, como hizo con la mayoría de sus artesanos y artistas, y atesoró los relojes para sí. Tras su muerte, de algún modo encontraron los cauces para llegar al mercado negro, y los estoy recobrando para la familia de la mujer.

—¿Aún funcionan bien?

—Sí, pero hace falta aplicar la aritmética con maña para calcular la hora que es realmente.

—Sí, supongo que un modo de hacerlo es convertirlo todo en minutos —dijo Bitterblue—. Doce por sesenta son setecientos veinte, y quince por cincuenta son setecientos cincuenta. Así que nuestro medio día de setecientos veinte minutos es igual a su mediodía de setecientos cincuenta. Veamos… Ahora mismo, el reloj marca casi las dos y veinticinco. Eso hace ciento veinticinco minutos, que, divididos por setecientos cincuenta, deberían igualar a nuestra hora en minutos divididos por setecientos veinte… Así, setecientos veinte por ciento veinticinco son… Espera un momento… Noventa mil… Dividido entre setecientos cincuenta… Ciento veinte… Lo que significa… ¡Bien! Los números están bastante claros, ¿verdad? Son casi las dos en punto. Debería volver a casa.

Zaf había empezado a reír bajito a partir de algún momento de aquella letanía. Cuando en el momento justo, el reloj de una torre lejana dio las dos, Zaf prorrumpió en carcajadas.

—Personalmente, a mí me resultaría más fácil aprender de memoria qué hora significa cuál —añadió Bitterblue.

—Naturalmente —dijo Zaf sin dejar de reír.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—A estas alturas tendría que saber que no debería sorprenderme nada de lo que digas o hagas, ¿verdad, Chispas?

La voz de Zaf había adquirido un timbre amable. Guasón. Estaban muy cerca, con las cabezas inclinadas sobre el reloj y ella sujetando aún la mano de él. Bitterblue comprendió algo de repente, no con la mente, sino por el aire que le acarició la garganta y la hizo estremecerse cuando alzó la cara hacia el rostro magullado de él.

—Eh… Buenas noches, Zaf —se despidió, y sin más se escabulló.

Capítulo 11

N
o había ocurrido nada. Aun así, al día siguiente fue incapaz de dejar de pensar en ello. Resultaba sorprendente que lo que no era nada pudiera generar tantas cavilaciones. El sonrojo le sobrevenía en el momento más inoportuno, por lo que estaba convencida de que todo el mundo que la mirase a los ojos sabría exactamente qué estaba pensando. A decir verdad, menos mal que la reunión del Consejo estaba prevista para esa noche. Necesitaba sosegarse antes de salir a la ciudad otra vez.

Katsa irrumpió en sus aposentos muy temprano.

—Po me ha dicho que tienes que practicar con la espada —anunció, y a continuación incurrió en el ultraje de retirar de un tirón las sábanas.

—Pero si ni siquiera tengo una —gimió Bitterblue, que intentó meterse otra vez entre las mantas—. La están forjando.

—Como si fuésemos a empezar con otra cosa que no fueran espadas de madera. ¡Vamos! ¡Arriba! Piensa en lo satisfactorio que será atacarme con una espada.

Katsa salió disparada otra vez. Bitterblue se quedó tumbada unos instantes quejándose de todo lo habido y por haber. Después se incorporó y hundió los dedos de los pies en la mullida alfombra roja. Las paredes de su dormitorio estaban tapizadas con tela tejida de forma que creaba dibujos exquisitos con colores escarlata, bermejo, plata y oro. El techo, muy alto, era de un tono azul oscuro e intenso, salpicado —como en la sala de estar— de estrellas doradas y escarlatas. Los azulejos del cuarto de baño brillaban dorados a través del umbral de una puerta que había enfrente. Era un cuarto como un amanecer.

Al quitarse la camisola se vio reflejada en el espejo alto. Se quedó parada y se contempló de hito en hito, pensando de repente en dos personas incongruentes: Danzhol, que la había besado, y Zaf.

«No me agrada este cuarto deslumbrante —pensó—. Tengo los ojos grandes y apagados. Mi cabello es espeso y la barbilla, afilada. Soy tan pequeña que mi esposo no conseguirá encontrarme en la cama. Y cuando lo haga, descubrirá que mis pechos son asimétricos y que tengo la figura de una berenjena».

Resopló riéndose de sí misma; entonces, de pronto, faltó poco para que se echara a llorar y se arrodilló en el suelo delante del espejo, desnuda.

«Mi madre era muy bonita… Pero ¿cómo puede ser bonita una berenjena?».

Del fondo de la mollera no le llegó nada que le sirviera de respuesta a esa pregunta.

Recordaba cada parte del cuerpo que Danzhol le había tocado. Qué poco tenía que ver su baboseo con lo que ella había imaginado que sería besar. Sabía que no era eso lo que debía sentirse al intercambiar un beso. Había visto a Katsa y a Po besarse, se había tropezado con ellos en los establos, uno de ellos empujando al otro contra un montón de heno, y otra vez al final de un corredor, ya avanzada la noche, donde habían sido poco más que sombras oscuras y brillos de oro que hacían ruidos apagados, sin apenas moverse, ajenos a cuanto los rodeaba. Saltaba a la vista que disfrutaban con ello.

«Pero Po y Katsa son muy hermosos —pensó—. Y por supuesto, saben cómo debe hacerse».

No era que ella no tuviera imaginación, y tampoco se avergonzaba de su cuerpo; había descubierto cosas, y sabía la mecánica entre dos personas. Helda se lo había explicado y estaba bastante segura de que su madre también lo había hecho, hacía mucho tiempo. Pero comprender el anhelo y entender la mecánica no aclaraban gran cosa sobre cómo podía una invitar a alguien a verla, a tocarla de esa manera.

Esperaba que todos los besos de su vida y todo lo que seguía no fueran con lores que solo deseaban su dinero. Qué sencillo sería si fuera en realidad una panadera. Las panaderas conocían a los mozos de cocina, y nadie era un noble a la caza del dinero de una reina, y a lo mejor tampoco importaba demasiado que fueras feúcha.

Se abrazó a sí misma.

Luego se puso de pie, avergonzada por pensar demasiado en esas cosas cuando había tanto por lo que preocuparse.

El príncipe Raffin, hijo del rey Randa y heredero del trono de Terramedia, así como su compañero Bann, también habían acudido a la práctica de esgrima a pesar de que por su aspecto no parecían estar muy despiertos.

—Majestad —saludó Raffin, que se inclinó desde las espectaculares alturas de su talla para besarle la mano a Bitterblue—. ¿Cómo está usted?

—Qué alegría verlos aquí. A los dos —dijo Bitterblue.

—También es una alegría para nosotros —respondió Raffin—. Aunque me temo que no teníamos alternativa, majestad. Nos atacaron norgandos, enemigos del Consejo, y Katsa nos convenció de que estaríamos más seguros acompañándola dondequiera que fuese.

Acto seguido, el príncipe de cabello rubio sonrió a Bitterblue como si no tuviera la más mínima preocupación. Bann, que tomó la otra mano de la reina, era, como Raffin, un cabecilla del Consejo además de farmacólogo. Irradiaba sosiego; un hombretón con los ojos de un color que recordaba el gris del mar.

—Majestad, es una alegría volver a verla —saludó—. Me temo que han pulverizado nuestro laboratorio.

—Habíamos dedicado casi un año en esa infusión para náuseas —explicó Raffin de mal humor—. Meses de trabajo y de aguantar vomitonas para nada, todo perdido.

—No sé, pero a mí me suena como si hubieseis tenido mucho éxito —dijo Katsa.

—¡La intención era hacer una infusión contra las náuseas, no inducirlas! —rezongó Raffin—. Nos faltaba poco para lograrlo, estoy seguro.

—Sí, el último lote apenas te provocó vómitos —convino Bann.

—Eh, un momento. ¿Es eso por lo que los dos me vomitasteis encima cuando os rescataba? —inquirió Katsa con aire de sospecha—. ¿Os habéis estado tragando vuestra infusión? ¿Y por qué diantres se molesta nadie en mataros? —continuó alzando las manos al aire—. ¿Por qué no limitarse a dejar que os matéis vosotros mismos? Anda, toma esto —le dijo a su primo, empujando una espada de madera contra el pecho de Raffin con tanta fuerza que le hizo toser—. Si depende de mí, la próxima vez que alguien cruce medio mundo para matarte, te encontrará preparado para que se quede con las ganas.

Bitterblue había olvidado lo estupendo que era participar en estas prácticas: un proyecto con objetivos directos, identificables y, sobre todo, físicos. Una instructora cuya confianza en la habilidad de una era absoluta, incluso cuando te enganchabas la espada en la falda, tropezabas y te ibas de bruces al suelo.

—La falda es un invento estúpido —opinó Katsa, que siempre vestía pantalón y llevaba el cabello corto. Luego la ayudó a incorporarse y a ponerse de pie con tal rapidez que Bitterblue empezó a dudar de haber estado despatarrada en el suelo, para empezar—. Es de suponer que fue idea de un hombre. ¿No tienes ningún pantalón para practicar?

El único par de pantalones que tenía Bitterblue era el que utilizaba por la noche para escabullirse de palacio y, como tal, estaba embarrado y empapado de agua; lo había puesto a secar lo mejor que había podido en el suelo del vestidor, donde esperaba que Helda no lo encontrara. Quizás ahora podría pedirle a Helda más pantalones con la disculpa de las lecciones de esgrima.

—Pensé que debería practicar con la ropa que seguramente llevaré puesta cuando alguien me ataque —improvisó.

—Tienes razón, bien pensado. ¿Te has golpeado la cabeza? —preguntó Katsa mientras le echaba el pelo hacia atrás.

—Sí —mintió, para que Katsa siguiera acariciándola.

—Lo haces bien —la animó Katsa—. Reaccionas con rapidez, pero eso es algo que siempre has hecho. No como ese zoquete —añadió, poniendo los ojos en blanco al mirar a Raffin, que se entrenaba torpemente con Bann al otro extremo de la sala de prácticas.

Raffin y Bann distaban mucho de estar al mismo nivel. Bann no solo era más corpulento, sino también más rápido y más fuerte. El acobardado príncipe, que manejaba la espada con movimientos lentos y pesados, como si le estorbara, nunca parecía ver llegar un ataque, aunque le hubieran dicho cuándo debía esperar que ocurriera.

—Raff, tu problema es que no pones interés —le regañó Katsa—. Hemos de encontrar el modo de incrementar tu disposición defensiva. ¿Y si actúas como si él intentara destrozar tu planta medicinal favorita?

—El poco común alazor azul —sugirió Bann.

—Sí, imagina que quiere cargarse tu alazor —animó Katsa de buena gana.

—Bann jamás intentaría destrozar mi extraordinario alazor azul —dijo Raffin con firmeza—. La mera idea es absurda.

—Pues imagina que no es Bann. Piensa que es tu padre —sugirió Katsa.

Aquello pareció surtir cierto efecto, si no en la rapidez del príncipe, sí al menos en el entusiasmo. Calmada por los ruidos de una ocupación productiva llevándose a cabo cerca de ella, Bitterblue se centró en sus ejercicios y se permitió el lujo de dejar la mente en blanco. Ni recuerdos, ni interrogantes, ni Zaf; solo la espada, la vaina, la velocidad y el aire.

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