Benjamín (3 page)

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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Benjamín
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La pared trasera era la que Patterson destinaba para sus pósteres de mujeres.

La primera vez que los vio, Ben desvió la vista de inmediato, diciéndose que no era correcto meter las narices en asuntos ajenos. ¿Pero acaso Patterson no le pedía que permaneciera
específicamente
allí? Claro que sí. Aquella vez se permitió echar una segunda mirada, y la imagen se grabó a fuego en su cabeza.

Ben había visto en su vida apenas media docena de fotografías de mujeres desnudas, excluyendo las que aparecían en los textos educativos. Si además tenemos en cuenta que la mitad de ellas había sido gracias a los vestigios arrugados de una revista que Chad Davis, un niño que vivía a tres casas de distancia de la suya, había encontrado en la papelera de su hermano mayor, realmente no era mucho el historial al que podía echar mano a la hora de hacer valoraciones. Sin embargo, Ben sí sabía algunas cosas; y una de ellas era que las mujeres tenían vello en la entrepierna. Esto lo sabía además porque había visto a su madre desnuda una vez, y era un detalle que no había pasado por alto. No obstante, la muchacha del póster no tenía ni rastro de vello. Para Ben, que aún no estaba seguro de si los bebés se hacían por
detrás
o por
delante,
la visión de aquellas dos porciones de carne apretadas resultó una verdadera revelación.

El pecho de la muchacha era casi liso, y en esta materia no se necesitaba contar con un gran bagaje fotográfico para saber que no siempre era así. Tenía el cabello recogido a los lados en dos coletas y extendía una paleta en dirección a la cámara. Ben calculó que la muchacha no era mucho mayor que Andrea, su hermana.

En las siguientes visitas las cosas no cambiaron sustancialmente. Salvo el póster. Éste era diferente cada vez; y si bien aquél era en apariencia el sitio privado de Patterson, probablemente su oficina, Ben sabía que no era arbitrario que lo hiciera esperar precisamente allí. No había elegido el umbral de la puerta, o la sala, sino ese sitio, desde donde no hacía falta más que torcer la cabeza para ver el póster.

Que el señor Patterson se toma la molestia de cambiar en cada ocasión, no olvidemos ese detalle.

Pero esta vez no miraría. Tenía la vista fija en el panel divisorio de madera y allí la dejaría. Podía escuchar ruidos provenientes del otro lado, pero tampoco quería concentrarse en ellos. Había llegado a la conclusión hacía tiempo de que Patterson tenía el material para su madre preparado, y que era probable que estuviera justo del otro lado del panel, provocando sonidos a propósito y burlándose de él. Constituía la alternativa menos perversa respecto a las actividades secretas de Patterson, y lo cierto es que convenía aferrarse a ella.

No miraría.

Sigue las vetas de la madera. Hay formas ocultas. ¡Mira! Allí está Woody, de
Toy Story
.

¡Ése no es W
oody, por Dios!

Bueno, un hombre alto al menos.

Tampoco. No se parece a nada… salvo a un moco estirado.

Sigue las vetas. ¡Mira allí, en la unión de los paneles! Esa veta, ligera, luego esa mancha oscura. ¡Un globo!

O una paleta.

No debía mirar el póster… bajo ningún concepto.

Giró la cabeza imperceptiblemente.

El póster, en efecto, había cambiado.

Ben sintió un escalofrío y las piernas aflojarse bajo su peso. No se obligó a apartar los ojos porque sabía que no podría hacerlo. Esta vez se trataba de una niña de su edad. La niña no sonreía, su expresión era soñadora. Estaba sentada en un tronco caído, probablemente en un bosque, con las piernas abiertas y estrujando un oso de felpa bajo su brazo derecho. El motivo del póster hubiese sido bonito para un calendario, de no haber sido por dos cosas. La primera era que la niña estaba completamente desnuda. La segunda era el mensaje impreso en la parte superior en letras grotescas y coloridas.

4

En cierta ocasión, Ben había visto en la televisión una demostración con fichas de dominó. Un grupo de suecos se había propuesto batir la marca mundial de cantidad de fichas y había dispuesto miles de ellas, que formarían imágenes al caer, cruzarían pequeños puentes, etcétera. Tras la preparación y posterior ejecución de la prueba, Ben recordaba haber sido asaltado por una pregunta: ¿qué ocurriría si alguna de las fichas caía por accidente antes de que estuviera todo listo? ¿Podía un error minúsculo como éste echarlo todo a perder? Cuando le formuló la pregunta a Robert, él le respondió que seguramente los hombres a cargo de la demostración habrían colocado barreras protectoras, de manera que si ocurría un fallo de ese tipo, sólo deberían volver a colocar las fichas en un sector determinado. Para Ben la respuesta fue reveladora, y el concepto de
la barrera protectora,
más aún.

La idea resultaba apropiada para describir los acontecimientos de la tarde. Había sido él quien había insistido en asistir a la fiesta de Will. La ficha inicial. Y lo había hecho aun sabiendo que tal cosa acarrearía la caída de la ficha siguiente, y posteriormente de las restantes. ¿Por qué no había dispuesto él una barrera protectora?

La respuesta era simple: había sido estúpido.

Al volver de la casa de Patterson entró en la sala con la revista en una mano y el paquete con las pinturas en la otra. Encontró allí a Robert, al que saludó sin detenerse. Durante el viaje de regreso había decidido qué haría, y era conveniente que su padre estuviera en casa, pero primero debía entregar a Danna el envío de Patterson. Giró a la izquierda y recorrió el pasillo que servía de acceso a las habitaciones; la de su hermana y la suya a la izquierda, y el estudio de Danna a la derecha. Al final estaba el baño y, junto a éste, la habitación de sus padres.

Encontró a Danna en su habitación, de pie frente a la cama de dos plazas, doblando su vestido azul. Ben observó la operación sin decir nada; luego habló:

—Mamá, tengo el paquete del señor Patterson. —De pie en el umbral de la puerta, alzó el envoltorio.

—Déjalo en el estudio. Gracias —respondió Danna sin volverse.

Ben desanduvo el camino por el pasillo y abrió la puerta del estudio, que por lo general permanecía cerrada. Distribuidas en una serie de estanterías, estaban las pinturas y demás utensilios. En la pared opuesta a la entrada, bajo la ventana con vistas al jardín trasero, vio la mesa semicircular que constituía uno de los sitios de lectura predilectos de su madre. Fue allí donde depositó el paquete. Tras alejarse un par de pasos lo contempló y no pudo evitar sentirse irritado. Sus padres se irían de viaje al día siguiente y sabía que el maldito paquete permanecería allí durante días, tal como él lo acababa de dejar.

Resignado, dio media vuelta y regresó a la sala. Sabía que tenía algunas horas de luz para encargarse de su bate, pero antes tenía algo de que ocuparse. Robert advirtió su presencia y bajó el periódico para observarlo. Leía el
Carnival News
. Robert decía que, a pesar de que el periódico tenía sus propios correctores, él, como era el director, tenía la obligación de revisar todas las ediciones de principio a fin.

—¿Qué traes ahí?

Robert llevaba sus gafas de ver de cerca.

—Nada. Una revista.

—¿Quieres decirme algo?

Robert dejó el periódico sobre la mesa.

—Sí. Hoy es la fiesta en casa de Will Sbarge. ¿Recuerdas que os hablé de ella?

—Lo recuerdo. —La transformación en los ojos de Robert empezó en ese instante. Ben lo notó de inmediato—. También recuerdo que tu madre ya ha hablado de eso contigo.

—Sí, lo sé, pero es que… estarán todos mis amigos. He preparado mi mochila con algo de música para llevar… Ya conoces la casa de Will.

Los ojos de Robert permanecieron muy quietos, dilatándose mientras ese vacío característico se apoderaba de su mirada. Ben conocía la expresión de sobra, la había visto cuando su padre discutía con Danna y también en otras ocasiones. Claro que
discutir
quizás no era la palabra adecuada; uno esperaría cierto intercambio de opiniones en una discusión, y ése no era precisamente el
modus operandi
de Danna Green.

—¿Puedes hablar con ella? —suplicó.

—Ben, si tu madre ha dicho…

—¡Ya sé lo que ha dicho! Pero no tiene sentido. —A Ben no le importó que su madre pudiera oírlo desde la habitación—. No tenéis que preocuparos por mí. Los padres de algún niño pueden recogerme y traerme de regreso. Puedo arreglarlo.

—Ben… —Robert dejó la frase en suspenso. Luego negó con la cabeza y retomó la lectura del periódico local.

Ben sonrió. Su padre hablaría con Danna e intercedería por él. Sabía lo difícil que era para Robert hacer semejante cosa, pero su padre lo quería lo suficiente para enfrentarse con su esposa si esto era necesario. Ben no albergaba grandes esperanzas en cuanto a revertir la negativa de su madre, pero al menos lo habría intentado.

Regresó al jardín trasero, por primera (y única) vez en ese día y se sintió reconfortado. No encontró su bate, pero sí a Rosalía, la mujer que se encargaba de los quehaceres domésticos.

—Hola, Ben —le dijo la mujer mientras colgaba ropa en la cuerda.

—Hola. ¿Ha visto mi bate?

—Sí. Lo he puesto en el cobertizo. A tu madre no le gustaría encontrarlo por aquí.

—¡Gracias!

Dio media vuelta y se dirigió al pequeño cobertizo en el lateral de la casa, junto al garaje. Abrió la puerta de madera y allí vio su bicicleta, sus bates y sus guantes viejos.

Encontró el bate especial apoyado en una de las paredes. Lo recogió, y regresó al jardín trasero.

5

Las fichas de dominó caen unas sobre otras, sin interrupción. Cada una arrastra a la siguiente…, resulta inevitable.

¡Y aquí no colocamos barreras protectoras!

Cuando Danna se aproximó a Ben, sentado en el patio trasero con su bate en el regazo, él supo lo que ocurriría: alzaría su rostro y ella le tendería tres billetes. Doce dólares, le diría, y luego agregaría que Patterson sabía lo que debía entregarle. Ben tomaría el dinero sin decir nada e iría en busca de una revista. Un ejemplar de
Spiderman
. Luego caminaría las siete manzanas que separaban la casa de Patterson de la suya, agobiado por el calor de la tarde. Patterson lo recibiría con un cigarrillo envuelto en sus gruesos labios y lo conduciría hasta su almacén. Allí lo esperaría, evitando en todo momento mirar hacia la
oficina
de Patterson…

¿Acaso no sabía lo que vería?

¿Quieres ser mi osito?

Regresaría a casa y hablaría con su padre. Le pediría que intercediera con Danna respecto a la fiesta de Will Sbarge, aunque sabía que nunca asistiría. No lo haría porque más tarde, en el jardín trasero, aún con los recuerdos de la visita a Patterson en su mente, la sombra de Danna se proyectaría sobre él y le tendería otra vez los doce dólares cerrando así un ciclo infinito del que no podría salir jamás.

Danna se acercó.

¿Cuántas veces había pasado ya por eso?

Alzó la vista y fue un alivio descubrir que su madre no le tendía los doce dólares. De hecho tenía los brazos en jarras. En cierto sentido fue un alivio descubrir que su fantasía cíclica no había sido más que eso.

—He hablado con tu padre —dijo Danna.

Ben la observó sin decir nada. Lo que ella añadió a continuación lo dejó atónito. De las mil frases que su cerebro había ensayado en esos segundos, ninguna se aproximaba a la que escuchó de boca de Danna.

—Veo que tienes mucho interés en acudir a la dichosa fiesta de tu amigo… Tu padre te llevará.

Ben se sintió aturdido.

—Gracias —respondió sin ser demasiado consciente.

¿Eso era todo? ¿Robert había hablado con Danna y ella aceptaba las cosas así, sin más? Si tal cosa era posible, entonces cabría esperar que en ese preciso instante el cielo se abriera y surgiera un culo gigante lanzando ventosidades entonando la Quinta sinfonía de Beethoven. Algo no iba bien.

—¿Vas a llevar a casa de Will la mochila que he visto en tu habitación? —continuó Danna.

¿Qué diablos tenía que ver la mochila?

—Sí. Andrea me ha prestado algunos discos.

—Supongo que Will no tiene suficientes.

Ben se sentía caminando desnudo en medio de un desierto sin límites. Un desierto minado, presto a explotar en cuanto su pie se apoyara en el lugar equivocado. Conocía a su madre, y sabía que no existía la posibilidad de que accediera con semejante facilidad a que asistiera a la fiesta de Will. De hecho, no era posible que accediera con esa facilidad a
NADA
.

—Me ha pedido que lleve algo de música —explicó Ben, y como si lo siguiente constituyera una explicación, agregó—: Él no tiene hermanos de la edad de Andrea.

—Pon atención en traer todo lo que llevas.

Ben encontró súbitamente la explicación al asunto: ésa no era su madre. Unos extraterrestres habían aterrizado delante de la casa, capturado a la verdadera y enviado a una réplica. Sólo que por error habían enviado a una versión benévola, que le permitía ir a la fiesta de Will Sbarge e incluso llevar la mochila con los discos de Andrea. Seguramente la alienígena le diría a continuación que le entregaría también un talismán interplanetario para que Amy Kite lo besara esa noche. ¡Grandioso!

—Sólo aférralo fuerte. Ella simplemente se acercará y hará lo que tú quieras…

—¿
De veras?

—Claro que sí.

—¡
Gracias, señora cósmica!

Ben supo que debía decir algo, aunque su cabeza estaba ocupada con fantasías espaciales y no fue gran cosa lo que logró articular. Habló despacio, dudando de cada palabra a medida que la pronunciaba.

—Puedo dejar la mochila en casa —dijo—. No es tan necesaria.

—No hace falta —replicó el alienígena—. Ya la has preparado, ¿no?

La has preparado como si dieras por sentado que irías.

—Sí —dijo Ben en un tono apenas audible.

Danna hizo otra pausa premeditada y sonrió. Luego dijo:

—Pues que te diviertas en la fiesta…

Su sonrisa se ensanchó. Ben sintió un creciente terror por lo que su madre diría a continuación. La conocía. Conocía esa pausa… y también la sonrisa.

—Sabes que nosotros no podremos ir a recogerte —dijo Danna—. Tus abuelos lo harán.

Ben sintió que su corazón se detenía y luego se encogía al tamaño de una aceituna. Allí estaba, señoras y señores, la dichosa explicación. Nada de seres de otros planetas, no señor, para qué irse al espacio estelar a buscar una razón que estaba en la tierra misma.

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