Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (9 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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Poco después vieron aparecer a Mokoum, que cabalgaba en su peculiar cebra a toda velocidad. El bushman se había adelantado a la caravana y se aproximaba rápidamente a los blancos.

—¡Al fin llegas, amigo mío! —le gritó Sir Murray con alegra—. ¡Ya empezábamos a recelar ante tu tardanza!

Mokoum no respondió. Bajó de su cebra y miró a los extranjeros uno a uno. Tras contarlos mentalmente, exclamó:

—¿No está con ustedes el señor Palander?

—¿El señor Palander? —preguntó extrañado el coronel—. ¿Cómo iba a estar con nosotros si iba con ustedes en la caravana?

—Así es —respondió Mokoum—. Venía con nosotros, pero ya no está.

—¡Que no está! —exclamó el señor Strux—. ¿Qué quieres decir?

—No está en la caravana. Confiaba encontrarle en su campamento, pero parece que se ha extraviado.

Los presentes se miraron con el estupor reflejado en sus rostros. Matthew Strux, que se sentía responsable directo de la suerte de los científicos rusos, dijo:

—¿Cómo es posible que se haya extraviado? ¡Un sabio confiado a tu custodia! ¡Un astrónomo eminente del que debías responder! ¿Entiendes bien lo que estoy diciendo? ¡Eres responsable de su persona! ¡No te basta con decir que se ha extraviado! ¡Te pediré cuentas por ello!

Estas palabras de Strux excitaron la cólera de Mokoum, quien, dando muestras de esa natural impaciencia que sólo le abandonaba cuando iba de caza, exclamó:

—¡Escúcheme bien, señor astrólogo de todas las Rusias! ¿Cómo me pide usted que guarde a un hombre hecho y derecho? ¿No es él quien ha de guardarse a sí mismo? No me haga responsable de nada, ¿me ha entendido bien? Si el señor Palander se ha perdido, suya es la culpa. Veinte veces le he sorprendido completamente absorto en sus números y separándose de la caravana sin darse cuenta. Y veinte veces he tenido que hacerle volver. Pero anteayer, a la caída de la tarde, desapareció.

William Emery preguntó entonces:

—¿Desapareció? ¿Qué quieres decir, amigo?

—Quiero decir lo que he dicho —respondió el bushman aún irritado, pero más amable al dirigirse a su compañero—. Desapareció al caer la tarde y todavía no he podido encontrarle. Le he buscado por todas partes sin resultado alguno.

Después, mirando a Strux con renovada cólera, añadió:

—Pruebe usted, a ver si es más hábil que yo. Puesto que sabe manejar un anteojo, clave en él su ojo y búsquele.

Strux le miraba boquiabierto, de puro asombro, sin atreverse a replicar. Mas pronto se le pasó el susto y, volviéndose de improviso contra el coronel Everest, exclamó:

—No he de abandonar a mi desgraciado compañero en este desierto. Si se hubieran extraviado el señor Emery o el señor Murray, a buen seguro que usted no habría vacilado en interrumpir las operaciones para acudir en su ayuda. Y no veo motivo alguno para que no se haga lo mismo por un sabio ruso que por un inglés.

Everest se sintió profundamente afectado por esta interpelación fuera de lugar y dijo con una furia que no cuadraba bien con su flema habitual:

—Señor Matthew Strux, ¿se propone usted insultarme por cualquier motivo? ¿Por quién ha tomado a los ingleses? No tiene ningún derecho a dudar de nuestros sentimientos de humanidad, y me gustaría saber qué es lo que le hace suponer que no iremos en auxilio de ese sabio imbécil.

—¡Caballero! —gritó el ruso, al oír el calificativo aplicado a Nicholas Palander.

—¡Sí, imbécil! —Everest subrayó la palabra, como si quisiera dejar muy clara su opinión—. Y he de añadir además que, en el caso de que las operaciones fallaran por culpa de ese cretino de Palander, la responsabilidad sería de ustedes los rusos, no de los ingleses.

—¡Coronel! —los ojos de Matthew Strux echaban llamas—. ¡Le ruego que mida sus palabras!

—¡No sólo no voy a medir mis palabras, sino que además no pienso medir nada en absoluto! Hasta que el señor Palander no aparezca, quedan suspendidas las operaciones.

Y, dicho esto, los dos hombres se dieron la espalda, introduciéndose cada uno en su carromato, pues la caravana acababa de llegar.

Sir Murray le dijo a William Emery:

—Tendremos suerte si Palander no ha perdido también el doble registro de las mediciones.

—Sí, eso sería verdaderamente terrible.

Los dos ingleses interrogaron luego a Mokoum. Éste les hizo saber que Palander había desaparecido dos días antes, siendo visto por última vez en el flanco de la caravana, a unos veinte kilómetros del campamento. Al ser consciente de su ausencia, el bushman había salido a buscarle, hecho éste que había provocado el retraso de la expedición.

Al no encontrarle, quiso ver si el ruso se había reunido con sus compañeros al norte del Nosub.

—¿Qué crees que podemos hacer? —le preguntó Emery.

—Deberíamos buscarle en el Nordeste, que es la parte más boscosa del país. Pero habrá que emprender la búsqueda cuanto antes, si es que queremos encontrarle con vida.

En efecto, era preciso apresurarse. Hacía ya dos días que el ruso vagaba a la aventura por una región frecuentemente recorrida por fieras y desconocida por completo para él.

Aparte de esto, Palander era incapaz de salir del apuro, ya que siempre había vivido en el mundo de las cifras más que en el mundo real. De este modo, allí donde otro hubiera hallado cualquier alimento, el pobre hombre moriría irremisiblemente de inanición. Se imponía, por tanto, socorrerle cuanto antes.

El coronel Strux, Sir Murray y los dos jóvenes astrónomos emprendieron la marcha a la una de la tarde, guiados por Mokoum. Todos montaban caballos ligeros, lo que favorecía su rápido avance. También les acompañaba un perro, elegido por el bushman especialmente a causa de su fino olfato.

Mokoum hizo que el perro olfateara una prenda de Palander, y el animal salió escapado en dirección al Nordeste. La comitiva siguió su rastro y al poco se internaron en un bosque.

El resto del día se pasó persiguiendo los rastros que, en diferentes sentidos, iba abriendo el perro de Mokoum, pues parecía como si no le fuera posible hallar la pista del sabio perdido, limitándose a olfatear el camino sin dar con una pista segura.

Los hombres, por su parte, no dejaban de hacer lo que estaba en su mano para colaborar en la búsqueda, disparando sus armas al aire y gritando de trecho en trecho, con la esperanza de que el sabio distraído les oyese.

Se recorrieron los alrededores del campamento en un radio de ocho kilómetros y sólo se suspendieron las pesquisas a la llegada de la noche, durante la cual los hombres permanecieron al abrigo del bosquecillo, junto a una improvisada hoguera.

La presencia de los animales feroces, que llenaban la noche con sus aullidos, no contribuía a tranquilizar a la comitiva, que se agitaba temerosa de la suerte que había podido correr el pobre ruso.

Se recuperó la solidaridad perdida y todo el mundo se preocupó por atender a Matthew Strux, que daba muestras de visible y honda preocupación por su compañero. Los ingleses, para confortarle, le dijeron que harían todo lo posible por localizar a Palander, vivo o muerto, sin considerar el éxito o el fracaso de la expedición, pues en aquellos momentos nadie pensaba en las operaciones geodésicas.

El día hizo su aparición tras una noche interminable. Los caballos fueron ensillados rápidamente y se emprendieron de nuevo las investigaciones en un radio más extenso de terreno. El perro seguía siendo su fiel guía.

A medida que avanzaban hacia el Nordeste, el coronel Everest y sus compañeros recorrían una región muy húmeda. Los riachuelos eran pequeños, pero muy numerosos, y estaban habitados por peligrosos cocodrilos.

El grupo se convirtió en un solo hombre y todos, sin excepción, reconocieron el terreno examinando los vestigios más insignificantes. Mas nada, al parecer, podía ponerles sobre la pista del desventurado Palander.

Se hallaban ya a unos veinte kilómetros del campamento y estaban a punto de regresar hacia el Sudoeste, siguiendo el consejo de Mokoum, cuando el perro dio muestras de gran agitación.

El animal ladraba y movía la cola frenéticamente, se alejaba algunos pasos con las narices pegadas al suelo y tornaba después al lugar de partida, atraído por alguna particular emanación.

—¡Coronel! —exclamó el bushman—. El perro ha olfateado algo.

—Eso parece —confirmó Sir Murray—. Sus movimientos son muy característicos.

Todos observaron al animal. Al cabo de unos instantes, dio un sonoro ladrido y saltó por encima de un jaral, desapareciendo en medio de una espesa arboleda.

Aquel camino era imposible de seguir para los caballos. Los jinetes decidieron seguirle bordeando el bosque, guiándose por sus ladridos, siempre según las indicaciones de Mokoum.

En los corazones de los científicos latió una ligera esperanza. Era indudable que el animal había dado con una pista y, si no la perdía, pronto lograrían encontrar lo que buscaban.

Una sola incógnita amenazaba la esperanza: ¿estaría vivo o muerto Nicholas Palander?

Durante veinte minutos se hizo un silencio de muerte y dejaron de escucharse los ladridos del perro. Mokoum y Sir Murray, que avanzaban a la cabeza, se mostraron inquietos. No sabían ya en qué dirección encaminarse, mas pronto los ladridos sonaron de nuevo, aproximadamente a un kilómetro de los jinetes y en dirección Sudoeste, pero fuera del bosque.

Los hombres espolearon los caballos y se adelantaron hacia aquel lugar.

Llegaron en pocos momentos a una porción de tierra pantanosa. Se oían los ladridos del perro, pero no se le podía ver, pues los cañaverales, de hasta cinco metros de altura, cubrían la zona impidiendo cualquier visibilidad.

Los jinetes se apearon, ataron sus monturas a un árbol, se metieron entre los cañaverales y avanzaron hasta llegar a una laguna de un kilómetro cuadrado de extensión. El perro, detenido al borde de la fangosa laguna, ladraba con furia.

—¡Allí está! —exclamó Mokoum.

En el extremo de una especie de islote, sentado en el tronco de un árbol, a unos noventa metros de distancia, estaba Nicholas Palander.

Sus compañeros no pudieron reprimir un grito de terror. El sabio ruso estaba sentado a unos veinte pasos de distancia de una manada de cocodrilos.

Los voraces animales acechaban al hombre con la cabeza fuera del agua. Se iban acercando muy despacio a él y podían atraparle en un abrir y cerrar de ojos. Aunque lo más extraño del caso es que Palander no parecía advertir su presencia.

—¡Aprisa! —murmuró el bushman—. No disponemos de mucho tiempo antes de que inicien el ataque.

—¿Cree usted que le atacarán? —preguntó Strux con un cierto aire de incredulidad, muy propio de un hombre no acostumbrado a tratar con animales salvajes.

—Naturalmente que le atacarán. Lo raro es que no lo hayan hecho aún.

Mokoum ordenó a sus compañeros que le esperaran allí, diciendo después a Sir Murray que le acompañara. Los dos cazadores dieron la vuelta a la laguna, pretendiendo ganar el estrecho istmo que debía conducirles hasta Palander.

Al poco tiempo, los cocodrilos salieron del agua y comenzaron a arrastrarse por el suelo, encaminándose hacia su presa. El sabio, ajeno al peligro, permanecía con la vista fija en su cuaderno de notas.

Mokoum hizo una seña a Sir Murray y ambos hincaron una rodilla en el suelo. Luego, apuntando con sus armas lo más certeramente posible, apretaron el gatillo, dejándose oír una doble detonación.

Dos cocodrilos cayeron al agua y el resto de la manada huyó despavorida.

Al ruido de los disparos, Nicholas Palander levantó al fin la cabeza, reconoció a sus compañeros v agitó su cuaderno en el aire, al tiempo que exclamaba con alegría:

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo!

Sir Murray y el bushman fueron a su encuentro. Cuando los tres hombres se encontraron frente a frente, el aristócrata, profundamente intrigado por el sentido de las exclamaciones de su colega, preguntó:

—¿Qué es lo que tiene?

—¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —repitió

Palander, como llevado por un loco frenesí.

—¿Qué ha encontrado usted? —insistió el inglés—. ¡En nombre del cielo, hable claro, se lo ruego!

—He encontrado un error de un decimal en el logaritmo centesimotercero de James Wolston.

Sir Murray y Mokoum le contemplaron boquiabiertos. ¿A esto había dedicado su tiempo el sabio ruso durante aquellos cuatro días? ¿A encontrar un error en un logaritmo? Cierto es que James Wolston ofrecía una prima de cien libras a quien lo descubriera, pero ni siquiera el importe del premio logró disipar el estupor que sentían los dos hombres frente a aquel sabio distraído.

CAPITULO XII

Le llevaron de regreso al campamento y, una vez allí, intentaron averiguar cómo había pasado esos cuatro días, pero el ruso no les supo responder con precisión. No había advertido los peligros que le acechaban y le costó mucho trabajo creer lo que le contaron acerca de los cocodrilos de la laguna. Tampoco había pasado hambre, alimentándose exclusivamente de logaritmos.

Matthew Strux no quiso hacer reproches a Palander en presencia de sus colegas, pero hubo motivos para creer que, en la intimidad, el sabio sufrió una fuerte reprimenda de su jefe.

Recuperado de nuevo el ritmo normal de vida, se reanudaron los trabajos geodésicos en el punto en que habían sido interrumpidos. Un tiempo sereno y claro favorecía las operaciones. Se añadieron nuevos triángulos a la red y sus ángulos fueron severamente determinados por las habituales comprobaciones.

El 28 de junio los astrónomos habían logrado establecer la base de su decimoquinto triángulo, el cual, según los cálculos estimados, debía extenderse entre el segundo y el tercer grados. Faltaba, para terminar, medir los dos ángulos adyacentes, observando una estación situada en su vértice.

En este punto se presentaba una dificultad física. El terreno estaba cubierto de bosquecillos, y este hecho no favorecía precisamente el establecimiento de señales, pues la visibilidad se hacía difícil.

Tan sólo había un punto que podía servir para este propósito, pero se encontraba a enorme distancia. Era la cumbre de un monte de unos cuatrocientos metros, que se elevaba a unos sesenta kilómetros hacia el Noroeste. En estas circunstancias, los lados del triángulo tendrían unas longitudes que sobrepasarían los treinta y ocho mil metros.

Tras muchas y duras reflexiones, los astrónomos decidieron establecer un farol eléctrico en dicha altura. El coronel Everest, Zorn y William Emery, acompañados de tres marineros y dos indígenas, fueron designados para ir a la nueva estación. Su objetivo era poner un farol luminoso en el lugar elegido, de cara a realizar una operación nocturna, pues la distancia era demasiado grande como para aventurarse a observar de día con la precisión necesaria.

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