Assur (12 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

BOOK: Assur
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Y se hizo un silencio incómodo que solo rompía el picotear de un pájaro carpintero labrando algún árbol cercano.

Furco apareció después de una pequeña excursión por los alrededores y buscó a su amo, que, aunque distraído, le brindó al lobo las caricias que buscaba.

—Deberíamos hacerlo al revés… —dijo de pronto Assur con cierto aire dubitativo—. No podemos contar con que puedan nadar, es cierto, pero yo sí puedo hacerlo. Puedo nadar hasta el otro lado y ayudarlos a salir entre los maderos…

—Y después, ¿qué? —preguntó con su habitual laconismo irónico el infanzón.

Assur lo pensó por un momento.

—Pues ya que no podemos contar con que naden, bastaría con que se dejasen arrastrar por la corriente. Podríamos —continuó especulando el muchacho—, podríamos usar los propios maderos del redil…

—Ese, ese sí que es un tiro demasiado largo —dijo el infanzón entre resoplidos y poniéndose en pie.

Mientras Gutier se alejaba ya hacia el interior del pinar el niño lidiaba con su decepción acariciando el lomo de Furco.

—Pues más vale que a ti se te ocurra algo o de lo contrario —le dijo Assur al lobo mirándolo con ternura—, me da la impresión de que ese de ahí es muy capaz de comer lobo para cenar, no le caes bien —le aseguró el niño a Furco con un tono de complicidad—. ¿Qué? ¿Se te ocurre algo? ¿Eh? Bueno para nada.

Pero a Furco lo único que se le ocurrió fue tumbarse y ofrecer su panza, dispuesto a disfrutar de la atención de su amo.

Y, antes de que al lobo le diera tiempo a sentirse completamente a gusto, Gutier apareció de repente manteniendo el índice de su izquierda apretado contra sus labios y obligando con la derecha a Assur a tumbarse.

Al lobo le llegó un olor que le dijo mucho más que los gestos del infanzón. Olvidándose de las caricias que esperaba, se preparó para atacar encorvando el lomo y enseñando los dientes.

—Mantén a ese bicho en silencio o acabarás ahí abajo mucho antes de lo que pensabas —susurró Gutier al oído del niño.

Las voces les llegaron pronto, diluidas por el bosque, pero inconfundibles.

Assur, presionándole el lomo, obligaba a Furco a mantenerse echado y en silencio. Gutier había desenvainado su espada, y la empuñaba enterrándola entre las agujas de los pinos para evitar brillos que lo delatasen. Con el arco cruzado a su espalda se acomodó dejando la pierna derecha y el brazo izquierdo preparados para alzarse rápidamente si era necesario. Los tres, pecho a tierra, tensaban sus músculos aguantando la respiración, y esperando que la patrulla de los normandos pasase de largo. Incluso el lobo parecía darse cuenta de lo que estaba en juego.

Y si, como bien sabía el infanzón, la historia ya había dejado tras de sí batallas mucho más importantes que se decidieron por nimiedades fortuitas, aquel lance entre hispanos y nórdicos tuvo también que dilucidarse por una desagradable casualidad.

Tirados sobre la pinocha vieron horrorizados cómo entre expresiones jocosas se acercaba uno de aquellos demonios del norte. Caminaba distraído, mirando a sus espaldas y gritando palabras a un desconocido número de compañeros que se habían quedado más allá del campo de visión de los hispanos.

El nórdico, otro gigantón barbado de gesto hosco, miraba en derredor, buscando algo que ni Gutier ni Assur supieron adivinar hasta que vieron al normando acuclillarse al lado de una mata de brezo al tiempo que se afanaba deshaciendo las ataduras de sus ropajes y protecciones.

Assur miró al infanzón sin poder evitar que el miedo se reflejara en su rostro. Gutier, sereno y acostumbrado a las tensiones propias de los prolegómenos de la violencia, le devolvió el gesto al niño intentando que su expresión mostrase una relajación que estaba lejos de sentir. Cuando ambos miraron de nuevo hacia el nórdico, se encontraron con la sorpresa, los había visto. Y antes de que sucediese lo inevitable Gutier tuvo tiempo de arrepentirse una vez más por haberse involucrado en la historia del pequeño.

El normando, por encima de la mata de brezo, en una escena que tenía algo de incongruencia poética, miraba a los hispanos con una expresión de cómico asombro.

Furco, sin hacer un solo ruido, enseñó los dientes mientras el pelo del cogote se le erizaba y las ancas acumulaban la tensión necesaria para saltar. Sin embargo, los humanos no reaccionaron, por unos instantes eternos solo se miraron los unos a los otros; el primero en romper la falsa calma fue el normando.

—Gætið ykkar! Þar bak við trén! Tveir bláþursar!
—gritó advirtiendo a sus compatriotas e intentando erguirse y recobrar la compostura y sus armas, todo al mismo tiempo.

Gutier, que aun sin entender el idioma comprendió lo que sucedía, salió como un rayo y Furco, como si hubiera estado esperando la señal, se lanzó tras el infanzón gruñendo y soltando espumarajos por la boca.

Al nórdico no le dio tiempo de recomponerse, la espada de Gutier, tras describir un arco que a Assur le pareció interminable, se trabó en el cuello del pagano salpicando sangre y cortando, en un gorgoteo sibilante, el grito que el normando había empezado y no pudo acabar. Antes de que el cuerpo cayese, ya sin vida, Furco había trabado sus dientes en la nuca del hombre y movía la cabeza furiosamente, intentando romper el pescuezo del normando como tantas veces había hecho con las liebres. Y, por primera vez, Gutier se alegró de que el lobo estuviera de su parte.

El infanzón se rehízo rápidamente y, mientras el lobo se ensañaba con el cadáver del nórdico, corrió de regreso hasta Assur.

—¡Corre! ¡Llévate al lobo! ¡Escondeos en el castaño donde acampamos ayer! —urgió Gutier—. No te pares, no mires atrás y corre como si el mismísimo demonio te persiguiese. Espérame allí… —El infanzón calló un segundo, dudando—. Y si no he regresado mañana al alba, vete a… al monasterio de Samos, sí, a Samos. Pregunta por el hermano Malaquías y cuéntale lo sucedido. Y dile también que envíe recado a los hombres del conde Gonzalo, ¡no te olvides de eso!

El niño no reaccionó. Gutier temió que su límite hubiese llegado y que el muchacho se rompiese como un cabo demasiado tenso. Sin embargo, tras mirar fijamente el cadáver del nórdico e inclinar la cabeza para escuchar las voces airadas de los otros normandos, claramente más próximas, el niño reaccionó.

—En el castaño, y si no volvéis, al este, a Samos… —Y salió corriendo una vez más—. Furco, aquí, ¡ven!

Y el niño y su lobo desfilaron a toda prisa por el borde del risco mientras Gutier disponía sus armas y su mente para el combate.

Clavó la espada en el suelo, ante sí, y preparó una flecha con el arco a medio tensar, listo para hacer al menos un disparo antes de tener que trabarse en combates cuerpo a cuerpo. No sabía cuántos vendrían, pero intentaría abatir a todos los posibles antes de verse obligado a usar la espada.

Assur no podía sentirse más abrumado. Había perdido todo en unos instantes y, ahora, cuando había llegado a pensar que renacía la esperanza, volvía de nuevo a perderlo todo. Le hubiera gustado que Sebastián estuviese allí, con él. Se sintió más solo de lo que jamás se había sentido, y se sintió culpable, por Ilduara. Y por Gutier, él había insistido en ir al campamento normando. Incluso se sintió culpable por el destino de Berrondo. Y de un instante a otro, como si de una revelación divina se tratase, se sintió, también, incapaz de seguir corriendo.

Se detuvo resollando, con el rostro encendido y una resolución clara en su mente. Furco, inquieto, esperaba una señal para saber qué hacer.

—¡Vamos! No nos quedaremos solos de nuevo, ¡tenemos que ayudarlo! ¡No pienso volver a huir jamás!

Y echó a correr, en esta ocasión, en sentido contrario. Intentando cubrir la distancia recorrida en menos tiempo del que le había llevado llegar hasta allí.

Cuando estuvo cerca aminoró el ritmo, se agachó y puso todos sus sentidos alerta, intentando captar cualquier indicio que le permitiese hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo antes de llegar hasta el lugar donde se había quedado el infanzón.

A cubierto, tras el tronco envejecido de uno de los pinos, se asomó lo justo para poder ver mientras obligaba a Furco a quedarse tras él.

Uno de los cuerpos ya lo conocía, el destrozo que Furco había hecho en su nuca era fácilmente reconocible. En los alrededores había otros dos, medio hundidos entre las agujas viejas y demasiado lejos como para que Assur estuviese seguro de lo que veía. Uno de ellos parecía agarrarse a un último resquicio de vida con sordos estertores que burbujeaban en la garganta seccionada. El otro estaba inmóvil, quizá inconsciente o quizá muerto, Assur no podía saberlo. Y, un poco más allá, Gutier.

El infanzón estaba en evidentes apuros, rodaba por el suelo enzarzado en una sucia pelea con el que debía de ser el último de los normandos de la patrulla. Y, a juzgar por la diferencia en tamaño y corpulencia, Assur estuvo seguro de que no le quedaba mucho tiempo antes de que el nórdico clavase en el cuello de Gutier la daga que llevaba en su puño cerrado. El hispano, con las manos cruzadas, intentaba detener el alcance de la hoja a la vez que, con una de sus piernas dobladas, protegía la ingle de posibles golpes bajos.

Los dos hombres gruñían y rodaban cambiando de posiciones, sin embargo, el infanzón seguía desarmado y el nórdico continuaba empleando toda su destreza y fuerza para hundir el puñal en el cuerpo de Gutier. Assur vio que el infanzón tenía un corte en uno de sus muslos, la sangre manaba ensuciando sus ropas y pegoteando agujas de pino en sus calzones y tabardo. El pequeño, indeciso, no sabía qué hacer. Furco parecía tenerlo mucho más claro, y, de no ser por la mano de su amo, que lo retenía, ya se habría lanzado al ataque.

En el forcejeo los hombres se bambolearon una vez más y el nórdico perdió su casco gracias a un manotazo de Gutier y, de pronto, se le ocurrió. Nervioso ahora por la idea que había tenido y por poder llevarla a cabo lo antes posible, Assur metió la mano en la pinocha y rebuscó levantando tierra y viejas agujas enrojecidas.

Tardó lo que le pareció una eternidad, pero consiguió encontrar una piedra irregular de colores apagados. No volaría tan bien como los cantos que tantas veces había cogido del río, sin embargo, como cualquier otro niño de su edad, como cualquier otro pastor, Assur sabía bien cómo lanzar una piedra, fuera del tipo que fuera; incluso sin su honda.

Esperó a que el normando rodara hasta ponerse encima del infanzón y, cuando el nórdico se alzó para tomar impulso e intentar una vez más apuñalar a Gutier, el niño apuntó cuidadosamente. Respiró y soltó el brazo como un resorte, dejando la mano recta, que siguiera el lanzamiento, tal y como le había enseñado Sebastián.

El tiro fue bueno, pero el normando se había movido y solo consiguió rozarle la frente. Sin embargo, fue suficiente.

Furco había salido a por el normando casi con la misma velocidad de la piedra y, entre el golpe y el lobo, el nórdico se distrajo lo bastante como para que Gutier se hiciera con el puñal tras retorcerle las muñecas.

Buscando la axila, allá donde se unían las piezas de la cota de malla, el infanzón consiguió clavar la hoja hasta el mango y luego, revolverla con fuerza, para terminar sacándola con una trayectoria distinta a la que había empleado para clavarla.

Lleno de sorpresa y terror, el normando se derrumbó casi al instante, sin más gesto que el de intentar contener la vida que se le escapaba a borbotones por la herida abierta. Antes de que terminase en el suelo Furco ya le había saltado encima.

Assur se acercó intentando contener los temblores que lo amenazaban. Gutier se incorporaba sofocado y lo miraba con una severidad palpable.

El infanzón dudó, deseaba reñir al muchacho por haberlo desobedecido, sin embargo, tenía que reconocer que la ayuda de Assur había sido crucial para poder sacarse al normando de encima.

—¡Me has desobedecido! ¡Tenías que…!

Dudaba qué decir a continuación, cuando se dio cuenta de que faltaba uno de los cuerpos.

A uno de los normandos no lo había herido de gravedad, solo le había hecho perder el sentido al golpearlo con el pomo del arriaz de la espada. Antes de rematarlo, el último de ellos, con el que había terminado enzarzado, lo había atacado por la espalda y había tenido que reaccionar dejando el trabajo sin terminar.

El corte de la cara exterior del muslo le dolía y tuvo que arrastrar la pierna herida mientras caminaba hasta el borde de la cumbre: ya era tarde, el normando perdía el alma corriendo cuesta abajo hacia la orilla del río.

—Debemos irnos, en cuanto ese hideputa consiga ponerse en contacto con sus amigos, se nos van a echar encima, saben que no soy un pastor ni un campesino; me buscarán para que no pueda dar aviso a otros hombres de armas. Debemos irnos, ¡cuanto antes!

Y sacó del zurrón un retal de paño en el que había estado guardando los últimos mendrugos de pan para atárselo con fuerza en el muslo; una vez satisfecho con el improvisado vendaje, increpó al muchacho de nuevo.

—¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder! ¡En marcha!

La herida de Gutier los retrasaba, sin embargo, imprimieron a su caminar el ritmo más rápido del que fueron capaces.

—Quizá podríamos buscar ayuda en algún pueblo, es probable que hacia el este queden lugares por los que los normandos no hayan pasado —sugirió el muchacho en un momento de descanso en el que se habían detenido junto a un arroyo.

La noche ya amenazaba y Gutier aprovechaba para lavarse la herida y rellenar el pellejo con agua fresca.

—Puede ser —contestó con voz cansada—, puede ser. Sin embargo, yo debo cumplir con mi obligación, tengo que avisar al conde. —Y Gutier no pudo evitar recordarse que, de no haberse metido donde no debía, ya hubiera podido dar por concluida su misión—. Además, si lo hiciéramos pondríamos en peligro a personas inocentes…

Y, aunque no le dio más explicaciones al pequeño, Gutier también consideraba cuál podría ser la reacción de los nórdicos al enterarse de que andaba tras ellos un hombre de armas. Por lo que él sabía, desde la batalla de Fornelos, en la que el antiguo obispo Sisnando perdiera la vida, no habían vuelto a vérselas con gentes de las mesnadas o combatientes serios. Tanto podían darle importancia como no. Pero sí estaba seguro de que no les permitiría adelantarse a la posible reacción de su señor o del resto de los nobles. Teniendo en cuenta la caótica situación del reino, si los nórdicos se decidían a lanzar un ataque masivo a las tres o cuatro poblaciones más importantes, todo podía perderse si no se forjaban las alianzas necesarias.

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