Asesinato en el Orient Express (15 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Orient Express
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—Ya veremos —dijo Poirot, recogiendo el último pasaporte—. Vamos ahora con el último nombre de nuestra lista: Hildegarde Schmidt, doncella.

Avisada por un empleado, Hildegarde Schmidt entró en el coche comedor y se quedó en pie, respetuosamente.

Poirot le indicó que se sentase.

La doncella lo hizo así, entrelazó las manos sobre el regazo y esperó plácidamente a que se le preguntase. Parecía una pacífica criatura, exageradamente respetuosa, quizá no muy inteligente.

El método que empleó Poirot con Hildegarde Schmidt estuvo en completo contraste con el que había empleado con Mary Debenham.

Sus palabras cordiales y bondadosas acabaron de tranquilizar a la mujer. Entonces le hizo escribir su nombre y dirección y procedió a interrogarla suavemente.

El interrogatorio tuvo lugar en alemán.

—Deseamos saber todo lo posible acerca de lo ocurrido la pasada noche —dijo—. Comprendemos que no nos podrá usted dar muchos detalles sobre el crimen en sí, pero puede haber visto u oído algo que, sin significar nada para usted, quizá sea valiosísimo para nosotros. ¿Comprende?

No parecía haber comprendido. Su ancho y bondadoso rostro siguió con expresión de plácida estupidez.

—Yo no sé nada, señor —contestó.

—Bien, ¿sabe usted, por ejemplo, que su ama la mandó llamar la noche pasada?

—Eso sí, señor.

—¿Recuerda usted la hora?

—No, señor. Estaba dormida cuando llegó el empleado a llamarme.

—Bien, bien. ¿Está usted acostumbrada a que la llamen de ese modo?

—Sí, señor. Mi señora necesita con frecuencia ayuda por la noche. No duerme bien.

—Quedamos, pues, en que recibió usted la llamada y se levantó. ¿Se puso usted una bata?

—No, señor. Me puse alguna ropa. No me gusta presentarme en bata ante Su Excelencia.

—Y, sin embargo, es una bata muy bonita…, escarlata, ¿no es cierto?

Ella le miró asombrada.

—Es una bata de franela, azul oscuro, señor.

—¡Ah, perdone! Ha sido una pequeña confusión por mi parte. Estábamos en que acudió usted a la llamada de madame la princesa. ¿Y qué hizo usted cuando llegó allá?

—Le di un masaje y luego leí un rato en voz alta. No leo muy bien, pero Su Excelencia dice que lo prefiere. Por eso me llama cuando quiere dormir. Y como me había dicho que me retirara cuando estuviese dormida, cerré el libro y regresé a mi cabina.

—¿Sabe usted qué hora era?

—No, señor.

—Bien, ¿cuánto tiempo estuvo usted con madame la princesa?

—Una media hora, señor.

—Bien, continúe.

—Primero llevé a Su Excelencia otra manta de mi compartimento. Hacía mucho frío a pesar de la calefacción. Le eché una manta encima y ella me dio las buenas noches. Puse a su lado un vaso de agua mineral, apagué la luz y me retiré.

—¿Y después?

—Nada más, señor. Regresé a mi cabina y me acosté.

—¿Y no encontró usted a nadie en el pasillo?

—No, señor.

—¿No vio usted, por ejemplo, a una señora con un quimono escarlata con dragones bordados?

Sus dulzones ojos se le quedaron mirando.

—No, por cierto, señor. No había nadie allí, excepto el empleado. Todo el mundo dormía.

—¿Pero vio usted al encargado?

—Sí, señor.

—¿Qué estaba haciendo?

—Salía de uno de los compartimentos, señor.

—¿Cómo? —Monsieur Bouc se inclinó hacia delante—. ¿De cuál?

Hildegarde Schmidt pareció asustarse y Poirot lanzó una mirada de reproche a su amigo.

—Naturalmente —dijo—. El encargado tiene que contestar a muchas llamadas durante la noche. ¿Recuerda usted de qué compartimento salía?

—De uno situado hacia la mitad del coche. Dos o tres puertas más allá del de madame la princesa.

—¡Ah! Tenga la bondad de contarnos exactamente cómo fue lo que sucedió.

—Casi tropezó conmigo, señor. Fue cuando yo regresaba de mi cabina a la de mi señora, llevando la manta.

—¿Y él salió de un compartimento y casi tropezó con usted? ¿En qué dirección marchaba?

—Hacia mí, señor. Murmuró unas palabras de disculpa y siguió por el pasillo hacia el coche comedor. Estaba sonando un timbre, pero no creo que lo contestase —hizo una pausa y añadió—. No comprendo. ¿Por qué me pregunta…?

Poirot se apresuró a tranquilizarla.

—Se trata de una mera comprobación de tiempo. Todo es cuestión de rutina. Ese pobre encargado parece haber tenido una noche muy ocupada. Primero tuvo que despertarla a usted, luego que atender a los timbres…

—No era el mismo encargado que me despertó, señor. Era otro.

—¡Ah, otro! ¿Y le había visto alguna otra vez?

—No, señor.

—¿Le reconocería si le volviera a ver?

—Creo que sí, señor.

Poirot murmuró algo al oído de monsieur Bouc. Éste se levantó y se dirigió hacia la puerta para dar una orden.

Poirot continuó su interrogatorio empleando sus maneras más amables.

—¿Ha estado usted alguna vez en Estados Unidos, frau Schmidt?

—Nunca, señor. Debe ser un hermoso país.

—¿Se ha enterado usted de quién era realmente el hombre asesinado? Es el responsable de la muerte de una chiquilla.

—Sí, algo he oído, señor. Fue un hecho abominable…, monstruoso. El buen Dios no debía permitir tales cosas. En Alemania no somos tan malvados.

Asomaban lágrimas a los ojos de la mujer. Sus sentimientos maternales se revelaban impetuosos.

—Fue un crimen abominable —dijo gravemente Poirot—. ¿Es suyo este pañuelo, frau Schmidt? —añadió, sacando del bolsillo un cuadradito de batista.

Hubo un momento de silencio mientras la mujer lo examinaba.

—No es mío, señor —dijo al fin, ligeramente arrebolado el rostro.

—Observe usted que tiene bordada la inicial «H». Por eso creí que sería suyo.

—¡Ah, señor!, éste es un pañuelo de gran señora. Un pañuelo muy caro. Está bordado a mano. Seguramente, hecho en París.

—¿No sabe usted de quién es?

—¿Yo? ¡Oh, no, señor!

De los tres hombres que escuchaban, solamente Poirot percibió un ligero titubeo en la contestación de la mujer.

Monsieur Bouc musitó algo en su oído, Poirot asintió y dijo, dirigiéndose a la alemana:

—Van a venir los tres empleados de los coches cama. ¿Tendrá usted la bondad de decirme cuál es el que vio usted la noche pasada cuando volvía con la manta para la princesa?

Entraron los tres hombres. Pierre Michel, el rubio y corpulento encargado del coche Atenas-París, y el no menos corpulento del de Bucarest.

Hildegarde Schmidt los miró e inmediatamente movió la cabeza.

—No, señor —dijo—. Ninguno de estos hombres es el que vi anoche.

—Pues éstos son los únicos encargados del tren. Tiene usted que estar equivocada.

—Estoy completamente segura, señor. Éstos son todos altos y corpulentos. El que yo vi era bajo y moreno. Tenía un pequeño bigote. Y cuando me dijo «
Pardon
», noté que su voz era como de mujer. Lo recuerdo perfectamente, señor.

13
 
RESUMEN DE LAS DECLARACIONES DE LOS VIAJEROS

U
N individuo bajo y moreno, con voz de mujer —repitió monsieur Bouc.

Los tres encargados, así como Hildegarde Schmidt, se habían retirado.

Monsieur Bouc hizo un gesto de desesperación.

—¡No comprendo nada…, nada en absoluto! ¡Resulta que el enemigo de que habló Ratchett estuvo en el tren! Pero, ¿dónde está ahora? ¿Cómo puede haberse desvanecido en el aire? Me da vueltas la cabeza. Dígame algo, amigo mío, se lo suplico. ¡Explíqueme cómo puede ser posible lo imposible!

—He aquí una buena frase —dijo Poirot—. Lo imposible no puede haber sucedido; luego lo imposible tiene que ser posible, a pesar de las apariencias.

—Explíqueme entonces brevemente qué sucedió en realidad en el tren.

—No soy brujo,
mon cher
. Soy, como usted, un hombre desconcertado. Este asunto progresa de una manera muy extraña.

—No progresa en absoluto. Permanece donde estaba.

Poirot hizo un gesto negativo.

—No, eso no es cierto. Hemos avanzado. Sabemos ciertas cosas. Hemos escuchado las declaraciones de los viajeros.

—¿Y qué hemos sacado en limpio? Nada en absoluto.

—Yo no diría eso, amigo mío.

—Exagero, quizás. El norteamericano Hardman y la doncella alemana…, ésos sí que han añadido algo a lo que sabíamos. Es decir, han hecho el asunto más ininteligible de lo que era.

—No, no, no —negó Poirot con energía.

Monsieur Bouc se revolvió contra el optimista Poirot.

—Explíquese, entonces. Oigamos la sabiduría de Hércules Poirot.

—¿No le he dicho que soy, como usted, un hombre desconcertado? Pero al menos podemos enfrentarnos con nuestro problema. Podemos disponer los hechos con orden y método.

—Continúe, señor —dijo Constantine.

Poirot se aclaró la garganta y alisó un pedazo de papel secante.

—Revisemos el caso tal como se encuentra en este momento. En primer lugar, hay ciertos hechos indiscutibles. El individuo llamado Ratchett, o Cassetti, recibió doce puñaladas y murió anoche. Éste es uno de los hechos.

—Se lo concedo, se lo concedo,
mon vieux
—dijo monsieur Bouc, con un gesto de ironía.

Hércules Poirot no se alteró y continuó tranquilamente:

—Pasaré un momento por alto ciertas peculiaridades que el doctor Constantine y yo hemos discutido ya. Luego me ocuparé de ellas. El segundo hecho de importancia, a mi parecer, es la hora del crimen.

—Ésa es una de las pocas cosas que sabemos —dijo monsieur Bouc—. El crimen se cometió a la una y cuarto de la madrugada. Todo demuestra que fue así.

—No todo. Exagera usted. Hay ciertamente bastantes indicios que apoyan ese parecer.

—Celebro que admita usted eso, al menos.

Poirot prosiguió tranquilamente, sin hacer caso a la interrupción.

—Tenemos ante nosotros tres posibilidades. Una: que el crimen fue cometido, como usted dice, a la una y cuarto. Eso está apoyado por el testimonio del reloj, por la declaración de mistress Hubbard y por la de la alemana Hildegarde Schmidt. Y también está de acuerdo con la opinión del doctor Constantine.

»Posibilidad número dos: el crimen fue cometido más tarde y falseado el testimonio del reloj por la misma razón que antes.

»Posibilidad número tres: el crimen fue cometido más temprano y falseado el testimonio del reloj por la misma razón que antes.

»Ahora, si aceptamos la posibilidad número uno como la más probable y mejor apoyada por los indicios, tenemos que aceptar también ciertos hechos que se desprenden de ella, como por ejemplo, si el crimen fue cometido a la una y cuarto, el asesino no pudo abandonar el tren, y surgen estas preguntas: ¿Dónde está? ¿Y quién es?

»Examinemos los hechos cuidadosamente. Nos hemos enterado por primera vez de la existencia del hombre bajo y moreno con voz de mujer por la declaración de Hardman. No hay pruebas que apoyen esto…, tenemos solamente la palabra de Hardman. Examinemos esta cuestión: ¿Es Hardman la persona que dice ser… un miembro de una agencia de detectives de Nueva York?

»Lo que a mí me parece hace más interesante este caso es que carecemos de las facilidades de que suele disponer la policía. No podemos investigar la
bona fide
de ninguna de estas personas. Tenemos que confiar solamente en la deducción. Eso, como digo, para mí hace el asunto muchísimo más interesante. No es un trabajo rutinario. Todo es cuestión de intelecto. Yo me pregunto: “¿Podemos aceptar lo que dijo Hardman de él mismo?”. Sí. Soy de la opinión que podemos aceptar el relato de Hardman.

—¿Usted confía en la intuición…, en lo que los norteamericanos llaman la corazonada? —preguntó el doctor Constantine.

—Nada de eso. Yo tengo en cuenta las probabilidades. Hardman viaja con pasaporte falso… y eso le hace enseguida sospechoso. Lo primero que hará la policía, cuando se presente en escena, es detener a Hardman y cablegrafiar para averiguar lo que hay de cierto en lo que cuenta. En el caso de muchos viajeros será difícil establecer su
bona fide
; en la mayoría de los casos no se intentará probablemente, ya que no habrá nada que los haga sospechosos. Pero el de Hardman es diferente. O es la persona que él dice, o no lo es. Opino, sin embargo, que resulta lo primero.

—¿Le descarga usted entonces de toda sospecha?

—Nada de eso. No me comprende usted. Cualquier detective norteamericano puede tener sus razones particulares para desear asesinar a Ratchett. Pero lo que yo digo es que creo que podemos aceptar lo que Hardman cuenta de sí mismo. Lo que dice de que Ratchett le buscó y le contrató no tiene nada de inverosímil, y será probablemente verdadero. Y si vamos a aceptarlo como cierto, tenemos que ver si hay algo que lo confirme. Este algo lo encontraremos en un lugar un poco raro… en la declaración de Hildegarde Schmidt. Su descripción del individuo que vio con el uniforme de la Compañía se acomoda perfectamente. ¿Hay alguna otra confirmación de los dos relatos? Las hay. Ahí está el botón encontrado por mistress Hubbard en su compartimento. Y hay también otro detalle que lo corrobora y en el que quizá no hayan reparado ustedes.

—¿A qué se refiere usted?

—Al hecho de que tanto el coronel Arbuthnot como Héctor MacQueen mencionaron que el encargado pasó por delante de su cabina. Ellos no le concedieron importancia al detalle; pero señores,
Pierre Michel ha declarado que no abandonó su asiento, excepto en determinadas ocasiones
, ninguna de las cuales le obligó a dirigirse al otro extremo del coche pasando por delante del compartimento en que Arbuthnot y MacQueen estaban sentados.

»Por lo tanto, esta historia, la historia de un individuo bajo y moreno, con voz afeminada, vestido con el uniforme, descansa en el testimonio, directo o indirecto, de cuatro personas.

—Una pequeña objeción —dijo el doctor Constantine—. Si lo que ha dicho Hildegarde Schmidt es cierto, ¿cómo es que el verdadero encargado no mencionó haberla visto cuando fue a contestar la llamada de mistress Hubbard?

—Eso está explicado. Cuando el encargado acudió a la llamada de mistress Hubbard, la doncella estaba con su señora. Y cuando la doncella regresaba a su cabina, el encargado estaba dentro con mistress Hubbard.

Monsieur Bouc guardó silencio con dificultad hasta que Poirot hubo terminado.

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