Armand el vampiro (49 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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Pero lo peor, lo más trágico, era que le habían arrancado un ojo, y la cuenca de sus vampíricos párpados se contraía y agitaba al tratar de cerrarse, negándose a aceptar esa horrenda deformidad en un cuerpo que en el momento de transformarse en inmortal era perfecto.

Yo deseaba abrazarlo, consolarle, decirle que no importa dónde hubiera estado ni lo que había ocurrido, que ahora estaba a salvo con nosotros, pero era imposible calmarlo.

Un profundo agotamiento nos salvó a todos del inevitable relato. Tuvimos que buscar unos rincones oscuros para protegernos del insidioso sol. Teníamos que esperar a la noche siguiente para que Lestat nos contara lo ocurrido.

Sin soltar el paquete, rechazando toda ayuda, Lestat se encerró en su herida. Yo no tuve más remedio que dejarlo.

Aquella mañana, cuando me tumbé en mi lugar de reposo, a salvo en aquella oscuridad pulcra y moderna, me eché a llorar como un niño al pensar en el aspecto que ofrecía Lestat. ¿Por qué no había acudido en su ayuda? ¿Por qué tenía que verlo en aquel lamentable estado cuando me había llevado tantas dolorosas décadas cimentar mi amor eterno hacia él?

En una ocasión, hace cien años, Lestat se había presentado en el Théátre des Vampires tras la pista de sus pupilos renegados, el dulce y gentil Louis y la desdichada niña. Yo no me había compadecido de él al ver su piel cubierta de cicatrices debidas a los inútiles y torpes intentos de Claudia de matarlo.

Yo le amaba, sí, pero lo que Lestat había sufrido era un mero accidente físico que su pérfida sangre no tardaría en curar, y sabía por nuestras tradiciones que, al curarse, Lestat adquiriría una fuerza mayor de la que le proporcionaría el sereno discurrir del tiempo.

No obstante, yo veía ahora en su rostro la destrucción del alma, y el espectáculo de su único ojo azul, reluciendo en su cara manchada y deforme, era insoportable.

No recuerdo si hablamos o no, David. Sólo recuerdo que la mañana transcurrió rápidamente. Tampoco recuerdo si lloraste, pues yo estaba demasiado conmocionado para fijarme en eso. En cuanto al paquete que portaba Lestat en sus brazos, no tengo ni remota idea de lo que podía ser. Ni siquiera pensé en ello. Lestat entró en la salita del apartamento al caer la noche siguiente, una noche estrellada durante unos breves instantes antes de que comenzara a nevar. Se había lavado y vestido, y supuse que las heridas de su pie ya se habían curado. Lucía unos zapatos nuevos.

Sin embargo, nada podía suavizar la grotesca imagen de su rostro, los rasguños producidos por unas uñas o un instrumento afilado que rodeaban la cuenca vacía del ojo que había perdido. Lestat se sentó.

Me miró y esbozó una sonrisa encantadora que iluminó su rostro.

—No temas por mí, mi pequeño Armand —dijo—. Es por todos nosotros por quienes debemos temer. Yo ya no soy nada. Nada.

Yo le expuse mi plan en voz baja.

—Deja que baje a la calle y le robe un ojo a un mortal, a un ser malvado que haya desperdiciado todos los atributos físicos que le concedió Dios. Deja que lo coloque en tu cuenca vacía. Tu sangre lo bañará y recuperarás la vista. Lo sabes tan bien como yo. En cierta ocasión presenciaste ese milagro en la persona de la vieja Maharet, cuando ésta le robó los ojos a un mortal y recobró la vista. Estoy dispuesto a hacerlo. No tardaré nada, y en cuanto me haya apoderado del ojo, yo mismo haré de doctor y te lo colocaré en la cuenca. Te lo ruego.

Pero Lestat meneó la cabeza y me besó en la mejilla.

—¿Por qué me amas después de todo lo que te he hecho? —preguntó. Su piel tostada por el sol poseía una belleza innegable, y la cuenca del ojo que había perdido parecía observarme a través de la estrecha rendija con un misterioso poder capaz de transmitir su visión a su corazón. Era un ser extraordinariamente atractivo, radiante; su rostro emitía un resplandor rojizo como si hubiera contemplado un poderoso misterio.

»Es cierto, lo he visto —prosiguió él, rompiendo a llorar—. Lo he visto, y debo contaros toda la historia. Creedme, como creéis en lo que visteis anoche, las flores silvestres adheridas a mi cabello, los cortes... Fijaos en mis manos, las heridas aún no han cicatrizado del todo. Os suplico que me creáis.

En aquel momento interviniste tú, David.

—Cuéntanoslo todo, Lestat. Estamos impacientes por oír la historia. ¿Dónde se apoderó de ti ese demonio llamado Memnoch?

Qué tono tan reconfortante y razonable tenía tu voz, David, al igual que ahora. Creo que fuiste creado para esto, para razonar, para obligarnos, si se me permite esa conjetura, a contemplar nuestras catástrofes a la luz de la conciencia moderna. Pero podemos hablar de estas cosas muchas otras noches.

Permite que me remita a la escena anterior, cuando los tres estábamos sentados en unas sillas chinas lacadas en negro en torno a una gruesa mesa de cristal. Al entrar, Dora se quedó impresionada por el aspecto que ofrecía Lestat, sobre cuya presencia sus sentidos mortales no le habían advertido. Qué guapa estaba con su pelo negro cortado a lo chico, dejando su nuca al descubierto y realzando su cuello de cisne. Su largo y esbelto cuerpo estaba enfundado en una túnica amplia color púrpura, sin cinturón, que se adhería exquisitamente a sus pequeños pechos y sus bien torneados muslos. «Parece un ángel del Señor —pensé— esta heredera de la cabeza decapitada del narcotraficante de su padre. Con cada paso que da nos enseña unas doctrinas que harían que los dioses paganos de la lujuria se apresuraran entusiásticamente.» En torno a su pálido y delicado cuello lucía un crucifijo tan diminuto que parecía un insecto dorado colgado de una cadena ingrávida formada por minúsculos eslabones confeccionados por las hadas. «¿Qué representan ahora esos objetos sagrados, suspendidos sobre senos suaves y lechosos, sino unos cachivaches baratos?», pensé con amargura, observando fría y desapasionadamente su belleza. Sus voluminosos pechos, el canalillo que asomaba por el escote de su sencillo vestido, hablaban elocuentemente sobre Dios y la divinidad. No obstante, el mayor adorno que lucía Dora en aquellos momentos era el conmovedor y profundo amor que sentía hacia él, la ausencia de temor al contemplar su rostro mutilado, la gracia de sus pálidos brazos al estrechar contra sí a Lestat, tan segura de sí misma y agradecida de poder abrazar su cuerpo dúctil. Me alegré de que Dora le amara.

—¿De modo que el príncipe de las mentiras te contó una historia fantástica? —preguntó Dora sin poder reprimir el temblor de su voz—. ¿De modo que te llevó a su infierno y te envió de regreso a la Tierra? Cuéntanos cómo es el infierno, explícanos por qué debemos temerlo. Dinos por qué estás asustado, aunque en estos momentos veo en tu rostro algo mucho peor que el temor.

Lestat asintió como dándole la razón. Luego se levantó, apartó la silla china y comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación estrujándose las manos, el inevitable preludio a la narración de su historia.

—Escuchad todo cuanto voy a deciros antes de juzgarme —declaró, observándonos a los tres, quienes permanecíamos sentados alrededor de la mesa, un reducido público impaciente por oír su relato y dispuesto a hacer lo que él nos pidiera. Luego clavó su ojo en ti, David, el intelectual inglés vestido con un traje de mezclilla que realzaba tu aspecto viril. A pesar del evidente amor que le profesabas le observabas con mirada crítica, dispuesto a evaluar sus palabras con tu natural sabiduría.

Lestat empezó a hablar. Pasó varias horas hablando sin parar. Las palabras brotaban de sus labios con vehemencia y a borbotones, en ocasiones atropelladamente, obligándole a detenerse para recuperar el resuello; pero nunca interrumpió su relato, sino que continuó contándonos la historia de su aventura durante aquella larga noche.

Sí, Memnoch el Diablo le había conducido al infierno, pero era un infierno concebido por Memnoch, un purgatorio en el que las almas de todos los individuos que habían vivido acudían voluntariamente para refugiarse del caos en el que los había sumido la muerte. En ese infernal purgatorio, al enfrentarse a todos sus actos, aprendían una lección insoportable, las infinitas consecuencias de cada acto que habían cometido. Asesino y madre, golfillos vagabundos asesinados en su presunta inocencia y soldados bañados en la sangre que empapaba el campo de batalla, todos eran admitidos en este horripilante lugar invadido de humo y fuego sulfúreo, pero sólo para contemplar las terribles heridas que sus manos coléricas o torpes habían causado a otros, para asomarse al interior de las almas y los corazones de otros seres a quienes habían lastimado.

Todo horror constituía un espejismo en ese lugar, pero el peor horror era la persona de Dios Encarnado, que había permitido la existencia de esta Escuela Final para aquellos dignos de entrar en su Paraíso. Eso también lo había contemplado Lestat, el cielo vislumbrado un millón de veces por santos y moribundos, repleto de árboles y flores eternamente fragantes e infinitas torres de cristal ocupadas por seres felices, desprovistos de su carne mortal, e innumerables coros de ángeles que cantaban.

Era una vieja historia, demasiado vieja. Había sido relatada numerosas veces, esa historia del cielo y sus puertas abiertas, de Dios nuestro Creador derramando su luz infinita sobre aquellos que lograban ascender por la mítica escalera para incorporarse a su corte celestial.

¿Cuántos mortales que despiertan de una experiencia cercana a la muerte han tratado de explicar esos mismos prodigios?

¿Cuántos santos han declarado haber visto este indescriptible y eterno Edén?

Qué astutamente había expuesto Memnoch su caso para reclamar la compasión mortal por su pecado, alegando que él y sólo él se había enfrentado a un Dios indiferente y cruel, rogándole que contemplara con ojos misericordiosos a la raza de seres humanos que, por medio de su generoso amor, había logrado engendrar unas almas dignas de suscitar el interés del Todopoderoso.

Esa había sido la caída de Lucifer, como la estrella matutina, del cielo: un ángel implorando misericordia para los hijos y las hijas de los hombres que presentaban ahora los semblantes y los corazones de ángeles.

—Dadles el paraíso, Señor, concedédselo cuando hayan aprendido en mi escuela a amar todo cuanto habéis creado.

Esta aventura ha llenado un libro entero. La historia de Memnoch el Diablo no puede condensarse en unos pocos e injustos párrafos.

Este fue el resumen que escuché mientras me hallaba sentado en aquella fría salita en Nueva York, contemplando de vez en cuando, más allá de Lestat, que no paraba de caminar arriba y abajo, el cielo cubierto por un manto blanco de nieve que mitigaba, bajo el incesante parloteo de Lestat, el rumor de la ciudad que se extendía a nuestros pies, al tiempo que trataba de aplacar el angustioso temor que me invadía: el temor de provocarle una decepción al recordarle que no había hecho más que dar forma al místico viaje de un millar de santos utilizando un sistema más novedoso y ameno.

Así pues, que una escuela ha venido a suplantar esos círculos de fuego eterno que el poeta Dante describió de una forma que sobrecoge al lector, e incluso el tierno Fra Angélico pintó el infierno en el que unos mortales desnudos se bañan en las llamas que padecerán eternamente.

Una escuela, un lugar de esperanza, una promesa de redención lo suficientemente noble para acogernos incluso a nosotros, los hijos de la noche, entre cuyos pecados se cuentan tantos asesinatos como los cometidos por los antiguos hunos o mongoles.

¡Qué imagen tan dulce la de este singular más allá, donde los horrores del mundo natural se achacan a un Dios sabio pero distante, y la caprichosa obra del diablo aparece plasmada con pasmosa inteligencia!

¡Ojalá que todos los poemas y las pinturas del mundo fueran un espejo que reflejaran esta espléndida y esperanzadora imagen!

Pudo haberme entristecido; pudo haberme deprimido hasta el extremo de hacerme agachar la cabeza, incapaz de mirarle.

Sin embargo, uno de los episodios de su relato, que para él no había representado sino un encuentro fugaz, me impactó más que el resto de la historia y quedó grabado en mi mente, de forma que mientras él continuaba hablando, no logré apartarlo de mi pensamiento: el hecho de que él, Lestat, hubiera bebido la sangre de Jesucristo cuando se dirigía al Calvario. Que él, Lestat, hubiera hablado con ese Dios Encarnado, quien por voluntad propia había ido al encuentro de esa muerte tan atroz en el Gólgota. Que él, Lestat, un temeroso y tembloroso testigo presencial hubiera sido obligado a detenerse en las estrechas y polvorientas callejuelas del antiguo Jerusalén para ver pasar a Nuestro Señor, y que ese Señor, nuestro Señor Viviente, con la cruz sujeta mediante unas correas a sus hombros, hubiera ofrecido su cuello a Lestat, el discípulo elegido.

¡Ah, qué fantasía, qué locura de fantasía! No esperaba sentirme tan dolido por un episodio de la historia narrada por Lestat. No esperaba sentir esa sensación abrasadora en el pecho, esa crispación en la garganta de la que no podían brotar las palabras. Yo no deseaba eso. La única salvación de mi corazón herido era pensar en lo extraño y absurdo que resultaba que esa imagen (Jerusalén, la calle polvorienta, la airada multitud, Dios sangrando, azotado y cojeando bajo el peso de la cruz) incluyera la vieja y dulce leyenda de una mujer extendiendo un velo para enjugar el rostro ensangrentado de Cristo, recibiendo su imagen para toda la eternidad.

No es preciso ser un erudito, David, para saber que esos santos fueron creados por otros santos a lo largo de los siglos para presentarse como actores y actrices elegidos para representar la Pasión en una aldea. ¡Verónica! Verónica, cuyo nombre significa «icono verdadero».

A todo esto nuestro héroe, nuestro Lestat, nuestro Prometeo, con el velo que le había entregado el mismo Dios, había huido del vasto y terrible reino del cielo y el infierno y de las estaciones de la Cruz gritando «¡no, me niego!», y había regresado, jadeando, corriendo como un loco a través de las calles nevadas de Nueva York, para reunirse con nosotros y dejar atrás aquella espantosa aventura.

La cabeza me daba vueltas. En mi interior se libraba una guerra feroz. No podía mirarle.

Lestat continuó con su relato, recreándose en los pormenores, refiriéndose por enésima vez al cielo zafirino y al canto de los ángeles, discutiendo consigo mismo, contigo y con Dora. La conversación asumió un tono estridente, semejante a cuando se quiebra un objeto de cristal. Yo no podía soportarlo.

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