Antología de novelas de anticipación III (37 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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Upton se quedó con la boca abierta.

—Un fren... ¿Se refiere usted a un verdadero frente en posición perpendicular a la superficie de la Tierra?

Anna asintió, y se llevó un dedo a la boca. Lejos de reírse, Upton se quedó mirando al suelo unos instantes, y luego se dirigió a la oficina de Greenberg.

Entró sin llamar y dijo:

—Hay un cuarenta y seis por ciento de posibilidades de atender a la petición de Andrews mediante técnicas corrientes. Y, a propósito, ¿qué mosca le ha picado al Consejo? Hasta ahora, nunca se les había ocurrido pedir una estupidez semejante. ¿Qué es lo que tratan de hacer?

Greenberg sacudió la cabeza y dijo:

—No lo sé. Hace poco me ha llamado Wilburn, interesándose por este asunto. Tengo la desagradable impresión de que tratan de comprobar lo que podemos hacer, una especie de prueba antes de someternos un problema realmente importante. Ayer votaron una sequía para la Australia septentrional, y tal vez desean asegurarse de nuestra capacidad técnica.

Upton dijo:

—¿Sequía en Australia? Bueno, se están mostrando un poco duros, ¿no le parece? Son métodos demasiado radicales... ¿Alguna dificultad con la sequía australiana?

—No. Se trata de un problema tan sencillo, que ni siquiera se lo he presentado a usted para que lo informara. Se lo he pasado directamente a Hiromaka. Pero detrás de este asunto de Andrews hay algo raro, y no me gusta. Será mejor que encontremos el modo de resolverlo.

Upton dijo:

—Bueno, Brackney tiene una idea lo suficientemente descabellada como para que dé resultado. Podemos dejar que la desarrolle, y veremos si es más aplicable que cualquiera de las técnicas corrientes.

Anna Brackney estaba cerca de la puerta. Entró en la oficina y dijo, en tono furioso:

—¿Por qué es descabellada mi idea? Es completamente lógica. Digan que no desean que sea yo la que resuelva el caso. Digan...

—No, no, Anna —dijo Greenberg—, no es eso. Se encargará usted del asunto, de modo que no...

—De acuerdo, empezaré ahora mismo —dijo Anna, y salió rápidamente de la oficina.

Los dos hombres se miraron. Upton se encogió de hombros, y Greenberg alzó los ojos al techo, sacudió la cabeza y suspiró.

Anna Brackney se sentó en su rincón y se quedó contemplando la pared. Eso ocurrió diez minutos antes de que se llevara un dedo a la boca, y veinte minutos antes de que cogiera un bloc y un lápiz y empezara a hacer anotaciones. A continuación, su trabajo avanzó con rapidez. Con su primera ecuación anotada en una cuartilla, salió de su oficina para ir en busca de un ayudante de matemetereólogo; no quiso utilizar el altavoz de su oficina para llamar a uno de ellos.

Los ayudantes estaban sentados ante sus pupitres en una amplia habitación, y cuando entró Anna inclinaron la cabeza sobre su trabajo, como si estuvieran muy ocupados. Ignorando su actitud, Anna se acercó al pupitre de Betty Jepson y colocó la cuartilla encima de él. Sin más preliminares, dijo:

—Hágame un análisis regresivo de esto —y su dedo recorrió la ecuación, cuya fórmula era y =a1 x i + a2 x 2 +.. x n + n—, teniendo en cuenta que, en este caso, u equivale a 46. Tome los datos de observación del calculador Número Ochenta y Tres. Necesito una aproximación superior al noventa por ciento.

Y Anna dio media vuelta y regresó a su oficina.

Media hora más tarde se presentó de nuevo con otra ecuación para Charles Bankgead, y luego con otra para Joseph Pechio. Una vez obtenidos los análisis-tipo, pidió la ayuda de un matemeteorólogo, y Greenberg le asignó a Mbert Kropa. Kropa escuchó de labios de Anna una explicación algo incoherente de lo que trataba de hacer, y luego se dio una vuelta por la habitación, mirando por encima del hombro de los ayudantes lo que estaban haciendo. Paulatinamente, comprendió el asunto y se dirigió a su propia oficina para empezar a trabajar en las relaciones polinómicas.

Cada una de las ecuaciones exigía la utilización de un calculador 16 x 50 y del personal a su cargo, bajo la dirección de un ayudante, más seis horas de tiempo para llegar a una aproximación preliminar. A medida que Anna y Kropa elaboraban las necesarias ecuaciones básicas, se hacía evidente que iba a emplearse demasiado tiempo para desarrollarlas de un modo individual. Anna invirtió dos horas en encontrar un sistema que permitiera a un calculador 22 x 30 explorar los factores necesarios en cada uno de los análisis regresivos. El calculador empezó a producir las ecuaciones requeridas a un promedio de una cada diez minutos, de modo que Anna y Kropa dirigieron su atención a un sistema de correlacionar el alud de datos que caería sobre ellos cuando cada uno de los análisis quedara completado. Al cabo de media hora se hizo evidente que no podrían terminar acuella fase del problema antes de que los datos empezaran a llegar. Solicitaron y obtuvieron la ayuda de otros dos matemeteorólogos.

Los cuatro se trasladaron a la Sala del Tiempo, de modo que pudieran estar juntos mientras trabajaban. Las ecuaciones correlacionadas empezaron a desdoblarse, y fueron llamados todos los ayudantes para trabajar en ellas. Al cabo de una hora todos los calculadores 16 x 50 estaban ocupados, y Greenberg llamó a la Universidad de Estocolmo para que le permitieran utilizar los suyos. Al cabo de veinte minutos, extendió la llamada a media docena de fabricantes de calculadores de la ciudad. Pero esto no fue suficiente. La red de calculadores empezó a ampliarse por todo el Continente, y dos horas más tarde alcanzó a las ciudades de la costa oriental de los Estados Unidos. La autoridad de los Asesores cuando se trataba de resolver un problema relacionado con el tiempo era absoluta.

Fue necesario que Upton se uniera al grupo, y cuando el propio Greenberg Ocupó una silla en el amplio círculo de la Sala del Tiempo, se produjo una breve interrupción en el trabajo para dar paso a algunas cuchufletas y observaciones afectuosamente sarcásticas. El encierro de los Asesores era total.

Anna Brackney no pareció darse cuenta. Sus ojos brillaban y hablaba con frases breves y cortantes, en contraste con su habitual languidez. Parecía adivinar cuándo iba a producirse una interrupción en la corriente de datos, y se adelantaba a establecer la necesaria continuidad. Dieron las tres antes de que Hiromaka observara que ninguno de ellos había almorzado Greenberg pidió que les enviaran comida. A las once de la noche lo volvió a pedir y otra vez a las tres de la madrugada.

Todo el mundo tenía un aspecto terrible, con las mejillas hundidas, las ropas arrugadas y unos profundos semicírculos morados debajo de los ojos. Pero todas las miradas ardían, incluso las de los ayudantes más novatos, con un fuego nacido de la participación en el problema más complicado con que se habían enfrentado los Asesores hasta entonces.

Upton se encargó de la tarea de reunir las pautas matemáticas relativas al planeta Tierra. Mantuvo bajo su control los análisis regresivos acerca de variables tales como las diversas distancias posibles de la Tierra al Sol; las posiciones rotatorias de la Tierra en relación con el Sol; la forma, posición, densidad, variación y carga de los cinturones de radiación Van Allen; la velocidad, temperatura, dirección, anchura y masa de mil cuatrocientas corrientes; el calor generado por las más importantes corrientes oceánicas; el efecto Coriolis; y sobrepuso a todos esos factores, y muchos más, el efecto del clima existente y previsto sobre la superficie de toda la Tierra.

Greenberg se ocupó del Sol y trabajó con los resultados acerca del movimiento de cada mancha solar; las rotaciones del Sol: las temperaturas fluctuantes y presiones en la fotosfera, cromosfera y corona; variaciones del espectro, y la potencia relativa del ciclo carbónico y de la cadena protón-protón.

Anna iba de un lado para otro, ora mirando por encima del hombro de Upton, ora consultando los resultados que llegaban de los calculadores de Washington, ora guiando a un ayudante en su tarea, ora inventando un nuevo sistema de anotaciones para simplificar la alimentación de los calculadores con pautas matemáticas derivadas. Andaba como una sonámbula, pero cuando le formulaban una pregunta sus respuestas eran vivaces y agudas. Más de un ayudante, varios de los encargados de manejar los calculadores y el propio Upton se sintieron mordidos por alguna de las cortantes frases de Anna, señalando lo que podía haber sido un evidente error. A medida que transcurría el tiempo y que el trabajo se hacía más frenético, los rasgos del rostro de Anna, habitualmente duros, fueron suavizándose; asimismo, andaba muy erguida, en vez de caminar ligeramente encorvada, como tenía por costumbre. Varios de la matemetereólogos, que hasta entonces no le habían dirigido la palabra a menos que fuera absolutamente necesario, se encontraron dirigiéndose a ella en busca de ayuda o de consejo.

La primera solución parcial quedó terminada a las once de la mañana siguiente. Tenía solamente un ochenta y uno por cierto de aproximación, pero tratándose de la primera no estaba mal. Sin embargo, Upton le encontró un fallo.

—No sirve.

—Esta solución aumentaría también la proyectada sequía australiana en una proporción de doce. ¡Todo un éxito! Pongámosla en práctica, y nos enviarán a todos a la escuela elemental.

La observación provocó una carcajada general. Las risas se hicieron más y más agudas, como si la prolongada tensión encontrara finalmente una válvula de escape en aquella histérica hilaridad. Transcurrieron varios minutos antes de que las personas reunidas en la Sala del Tiempo recobraran la compostura y se dedicaran de nuevo a su trabajo.

Greenberg dijo:

—Bueno, ése es el peligro que corremos. No necesariamente en Australia, sino en cualquier otra parte. Tenemos que asegurarnos de que no vamos a provocar una desastrosa reacción en alguna parte.

Anna Brackney le oyó y dijo:

—DePinza está trabajando en un análisis definitivo para asegurarse de que no se producirá ninguna reacción indeseable. Lo tendrá listo dentro de una hora.

Cuando la serie final de ecuaciones quedó terminada eran las tres de la tarde. La aproximación alcanzaba un noventa y cuatro por ciento, y la comprobación contra el análisis de DePinza fue de un ciento dos por ciento. Los ayudantes y los matemeteorólogos se reunieron alrededor de la amplia mesa mientras Greenberg estudiaba los resultados. Finalmente, Greenberg se frotó las barbudas mejillas y dijo:

—No sé si continuar con esto o no. Podemos informar que el procedimiento no puede aplicarse sin una previa experimentación.

Los ojos de todos los presentes se volvieron hacia Anna Brackney, la cual permaneció absolutamente impasible, como si el asunto no la afectara para nada. Upton expresó lo que estaba en la mente de todos.

—Ahí —dijo, señalando las ecuaciones— hay un trocito del corazón de cada uno de nosotros. Puesto que representan lo mejor que podemos hacer, no veo el motivo de que informemos que no pueden ser utilizadas. Esas ecuaciones representan lo mejor que los Asesores pueden hacer; y en este sentido son los Asesores. Nosotros y la gente que nos puso aquí tenemos que confiar en nuestro esfuerzo, en los éxitos y en los fracasos.

Greenberg hizo un gesto de asentimiento, entregó los dos folios a un ayudante y dijo:

—Encárguese de hacer llegar esto a la Oficina del Tiempo. Espero que no sudaran como hemos sudado nosotros. —Se frotó las mejillas—. Bueno, a fin de cuentas, para eso nos pagan.

El ayudante cogió los folios y se marchó. Los demás fueron saliendo también de la Sala, hasta que quedaron únicamente en ella Greenberg y Upton.

Upton dijo:

—Anna Brackney se apuntará un tanto. No sé dónde ha encontrado la inspiración.

—Ni yo tampoco —dijo Greenberg—. Pero, si vuelve a meterse el dedo en la boca, presento la dimisión.

Upton sonrió.

Si consigue resolver este problema, creo que los que tendremos que aprender a ponernos el dedo en la boca seremos nosotros.

James Eden saltó de su camastro y tendió el oído. Sí, en cubierta había conciliábulo, en voz baja, apenas audible. Eden sacudió la cabeza; el sol tenía un aspecto borrascoso y el día se presentaba malo. Si la Base sostenía un conciliábulo, las naves sesiles serían difíciles de manejar. Lo de siempre: una tarea ardua, y había que trabajar en las peores condiciones posibles; una tarea rutinaria, y las condiciones eran perfectas. Pero esto era lo que cabía esperar de la Oficina.

Eden se afeitó y se vistió, preguntándose cómo sería el trabajo que le esperaba. Siempre eran los últimos en enterarse a pesar de que tenían a su cargo la parte más dura de la tarea. Todo el Congreso del Tiempo dependía de la Oficina. El Consejo no era más que un montón de orondos políticos que se rascaban la espalda el uno al otro y pasaban el tiempo cocinando Grandes Negocios. Los Asesores eran un montón de chiflados que se dedicaban a leer en voz alta las tonterías que elaboraban sus cerebros electrónicos. Pero la Oficina era algo distinto, un organismo en cuyas filas formaban hombres de capacidad de sacrificio, que realizaban un trabajo para que la Tierra pudiera prosperar.

Eden no podía apartar de su pensamiento el problema que le había estado torturando durante todo el viaje. Se pasó una mano por la barbilla, maravillándose de nuevo de la perversidad de las mujeres. Rebecca, de cabellera negra y ojos negros, con una cálida piel blanca, le esperaba al final de aquel viaje, pero sólo si abandonaba la Oficina. A Eden le parecía verla de nuevo, muy cerca de él, mirándose profundamente en sus ojos, la suave palma de su mano apretada contra su mejilla, diciéndole: "No quiero compartirte con ninguna persona ni con ninguna cosa, ni siquiera con tu amada Oficina. Quiero un marido completo. Escoge: la Oficina o yo." Con tras mujeres, Eden se hubiera echado a reír, tomando el asunto a broma. Pero Rebecca, la Rebecca de la larga cabellera negra, era distinta. ¡Todo un problema!

Eden salió de su camarote y se dirigió al comedor. Cuando entró había ya media docena de hombres, charlando y riendo. Pero se interrumpieron al verle llegar y le saludaron.

—Hola, Jim...

—Parece que se te han pegado las sábanas...

—Me alegro de verte, muchacho...

Eden reconoció los síntomas. Estaban tensos, y hablaban y reían en voz demasiado alta. Se sentían aliviados al verle.

Necesitaban apoyarse en alguien y Eden les compadeció un poco por ello. Ahora no tendrían que realizar ningún esfuerzo para aparecer normales. También ellos habían oído el conciliábulo en la cubierta.

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