Read Antídoto Online

Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (8 page)

BOOK: Antídoto
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—La verdad es que hacer que venga más gente es una idea estupenda —dijo Cam—. Vienen en un avión lleno de sus mejores hombres, les inoculamos la vacuna y así ellos la extienden por todas partes.

—¿Has estado hablando con ellos? —le preguntó Ruth a Newcombe.

Newcombe guardaba las tres radios. No pesaban mucho, pero ellos lo habían visto como otro gesto para ayudar al equipo. Pensaban que estaba compartiendo su fuerza. Ahora Cam sabía que la decisión del soldado había sido puramente egoísta.

—Sólo estará confirmando la recepción de los mensajes —dijo Cam—. Pulsando el botón de enviar de nuevo, como un código Morse, ¿verdad? Si emites demasiadas señales, Leadville podría detectarlas —continuó.

Entonces se dio cuenta de algo más.

—Por eso ayer querías alejarte de nosotros. Sabías que no debíamos poner más trampas de comida. Sólo querías utilizar la radio sin que te viéramos.

—Escuchad... —dijo Newcombe estirando los brazos hacia los lados.

Su postura era abierta y tranquila.

—¿Qué más nos estás ocultando? —preguntó Ruth interponiéndose entre ellos.

Cam se sintió orgulloso de ella, pero concentró su atención en las manos de Newcombe.

—La lucha se ha intensificado —reconoció Newcombe—. Es una guerra absoluta. Tenemos que salir de aquí en cuanto tengamos la oportunidad.

—Ese hombre... —dijo Ruth—. ¿Derribaron su avión?

—Los rebeldes y los canadienses están presionando a Leadville todo lo que pueden, es una ofensiva tras otra —explicó el joven—. Y está funcionando. Ahora mismo, la capital está centrando casi toda su atención en Colorado.

—Pero ese hombre... —dijo Ruth.

El corazón de Cam se aceleró al pensar en lo que estaba por venir y su mente empezó a imaginar aviones y helicópteros atravesando la Divisoria Continental, desde la Columbia Británica hasta Colorado. Otros se dirigirían al oeste a través del cielo gris que tenían sobre sus cabezas, enfrentándose entre ellos sobre los desiertos de Utah y de Nevada.

—Incluso si alguien lograse alcanzarnos —dijo—, ahora mismo sería una locura subirse a un avión.

—Es nuestra mejor opción —protestó Newcombe.

—No. Tú mismo lo has dicho —siguió Ruth—. Leadville está distraída. Es nuestra oportunidad para avanzar hacia las montañas.

—Pero así no conseguirás nada —dijo Newcombe—. Sigues siendo un blanco fácil.

«Tú lo eres. Tú». Cam advirtió que Newcombe ya se estaba alejando de ellos mentalmente. ¿Debería decírselo? «Vete tú». Ruth y él seguirían caminando mientras Newcombe iba a reunirse con ellos. Tal vez fuera lo mejor. Separarse era el único modo de doblar las posibilidades de que alguien lo lograse, y Newcombe se saldría con la suya, completando al menos algunos de los objetivos de su misión.

—Nuestra mayor prioridad es extender la vacuna —dijo Ruth con persistencia—. Eso es lo primero.

—Por el amor de Dios, eso es justo lo que estoy intentando hacer —dijo Newcombe apartando la vista de Cam hacia su mochila. Estaba buscando el registro de datos.

—Márchate tú si quieres —dijo Cam rápidamente.

—Mi misión es garantizar vuestra seguridad —respondió Newcombe.

«¿Qué le habrán dicho?» se preguntó Cam. «¿Qué clase de promesas escucharía si cogiese una de las radios esa noche?»

—Tenéis que volver a los laboratorios —dijo Newcombe.

Cam levantó la mano izquierda, la vendada, como cuando un niño hace una pregunta en el colegio. La malla se había soltado unos centímetros y le colgaba del guante, cubierta de barro y de óxido del guardabarros de un coche. Alzó la mano en un gesto de distracción y sacó su pistola con la otra.

Newcombe se estremeció. Estuvo a punto de agarrar su fusil, pero se detuvo con las palmas hacia delante.

—Dame las radios —le ordenó Cam.

5

El comandante Hernández avanzaba con cuidado para evitar que el peso que llevaba sobre sus hombros le arrastrase colina abajo. Podría romperse un tobillo con facilidad, sobre todo con las piernas y el cuerpo atrapados en aquel equipo.

En la Divisoria Continental, a unos cuatro mil metros de altura, incluso una soleada tarde de mayo era gélida, y las noches letales. Las armas se encasquillaban con el frío. Las ortodoncias, las gafas y los anillos quemaban. Como todos los soldados que se encontraban bajo su mando, Hernández vestía ropa de abrigo y llevaba más capas de las que cabían en su chaqueta verde oscuro. Preferían estar incómodos a muertos, pero aquello también les hacía torpes.

—¡Aaah! —gritó un hombre a sus espaldas.

Hernández oyó un sonido metálico. El pulso se le aceleró, pero se controló. Levantó la lona y se la quitó de la espalda antes de soltar la roca. La piedra de veinte kilos se derrumbó mientras Hernández se apartaba de ella para buscar a su compañero.

El soldado Kotowych estaba de rodillas contra la pared del desfiladero apretándose un brazo. Hernández vio manchas oscuras salpicadas en el suelo y una palanca sobre la que se habían solidificado sangre y piel.

—¡Eh! —gritó a Powers y a Tunis, que también habían acudido a toda prisa.

Sólo había ocho de ellos en el desfiladero y Hernández miró a Powers.

—Tú serás mi mensajero —le dijo—. Ve a avisar al médico. Pero ve despacio, no queremos tener que recogerte a ti también. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondió Powers.

—La puta barra me ha atravesado la mano —gruñó Kotowych.

Susan Tunis levantó su propia palanca como si fuera un palo de golf.

—No puede seguir haciéndonos trabajar así —dijo.

Su aliento salía en bocanadas cortas y pesadas y la barra de acero se mecía con su cuerpo.

De rodillas junto a Kotowych, Hernández alzó la vista sin moverse y le dijo:

—¿Por qué no me ayudas?

—¡Deberíamos usar explosivos en lugar de cavar así! —exclamó Tunis.

Hernández miró más allá para buscar ayuda, pero apenas conocía a aquellos soldados y ninguno de sus suboficiales estaba presente. Aquello era un desastre. Su cuadro de mando carecía de oficiales de rango. Sólo se tenía a sí mismo, a tres sargentos y a un cabo, y quería ascender de rango al menos a seis de sus hombres, si lograba identificar a las personas adecuadas.

No podía tolerar la insubordinación. Se puso en pie y miró a Tunis a los ojos.

—La cabeza erguida, marine —dijo.

La cara de la mujer palideció con la tensión.

—Ayúdame.

El comandante intentó que no pareciese una orden. Si ella se negaba tendría que imponerse, de modo que intentaba distraerla. Entonces se despojó de su chaqueta y se quitó una de las camisas. Kotowych ya casi había dejado de sangrar, y alrededor del puño se le había formado una capa hielo vitrea y roja, pero era importante presionar. De no hacerlo, la hemorragia continuaría dentro del brazo.

Hernández volvió a ponerse la chaqueta antes de palpar los dedos y la muñeca de Kotowych en busca de fracturas. No había ninguna, pero tenía la mano hecha un desastre. Cortó la camisa en tres trozos con su navaja. Formó un cuadrado con una de las tiras, la puso contra la palma del herido y después la vendó con las otras dos y las apretó todo lo que pudo. —Esto servirá de momento —dijo—. ¿Puedes andar? Te bajaremos a la ciudad.

—Sí, señor —dijo Kotowych apretando los dientes. De repente, Tunis intervino.

—Señor. Lo siento, señor. Es que... Nosotros...

—Estabas enfadada —dijo Hernández con autoridad.

Tunis asintió. Durante un instante el comandante dejó que siguiera sintiéndose incómoda bajo su mirada. Después apartó los ojos de ella y dijo:

—Los demás volved al trabajo. Pero por el amor de Dios, tened más cuidado.

Los hombres dudaron. Hernández estuvo a punto de reprenderles, pero ocultó su frustración. Se dio cuenta de que no debía dejar a Tunis con ellos. Causaría problemas.

—Cógele por el otro lado —dijo.

Sujetando a Kotowych, el comandante y la marine se abrieron paso por el desfiladero hacia un sombrío campo de rocas musgosas. Nada crecía más alto que la espesa hierba y unas minúsculas flores. Predominaba la alfombra de musgo marrón entre las pálidas rocas oscurecidas por los líquenes. Miles de rocas. Rocas y nieve. De hecho, en muchas zonas la nieve nunca llegaba a derretirse del todo.

Allí arriba, el aire era gélido y seco. Los supervivientes se habían adaptado a la altitud o habían perecido, pero los dolores de cabeza y las náuseas estaban a la orden del día entre la población de Leadville, que estaba tres mil metros más abajo. Ochocientos metros más arriba, cualquier esfuerzo físico requería jadear para obtener el oxígeno suficiente y respirar demasiado rápido como para que el aire absorbiera el calor de los senos nasales. No era difícil dañarse los pulmones o congelarse de dentro hacia fuera, sufriendo un descenso de temperatura corporal antes de que uno se diera cuenta. La ansiedad era también un efecto secundario muy común de la hipoxia. Al no recibir el oxígeno suficiente, el cerebro generaba una sensación de pánico que no ayudaba en nada a aquellos que ya estaban bastante tensos. En catorce meses, Hernández había visto caer a muchos soldados, ya que las avanzadillas y las patrullas mandaban a sus bajas devuelta a Leadville.

Aquellas cumbres eran lugares vacíos y milenarios que no estaban destinados para el ser humano. Las rocas de color gris anaranjado se habían alisado y cuarteado una y otra vez. Los elementos podían hacer lo mismo con ellos en mucho menos tiempo. Hernández había dado órdenes de cavar y construir sólo en las escasas horas del mediodía y haciendo turnos escalonados. Nadie trabajaba todos los días, por muy desesperada que fuese su situación. Su grupo había llegado a aquella ladera hacía tan sólo cuarenta y ocho horas y ya habían sufrido tres bajas, además de Kotowych, y no tenía ningún sentido cavar trincheras si nadie iba a poder luchar desde ellas.

«Y eso va también por ti», pensó. Tenía la espalda, las manos y las piernas doloridas. Frank Hernández apenas pasaba de los cuarenta y cinco años, pero el frío hacía que todo el mundo padeciese artritis.

Se había comprometido a participar en el trabajo duro en lugar de sentarse y dejar que los demás lo hiciesen todo. Le preocupaba demasiado la moral de sus hombres. Muchos de sus marines no se conocían entre ellos y se habían visto obligados a trabajar juntos. Eran lo que quedaba de cinco secciones. Había demasiados rumores y miedos. —Ya casi hemos llegado —le dijo a Kotowych. Sus pasos se perdieron en el cielo azul. Hernández estaba concentrado en mantener el equilibrio, pero la ladera de la montaña era tan empinada que era imposible no ver el inmenso horizonte, un contraste de picos oscuros, nieve y lejanos espacios abiertos. Era una distracción. Jadeando, Hernández miró al oeste. No había nada que ver, aparte de más montañas, claro, pero se imaginó a sí mismo atravesando las cuencas de Utah y de Nevada hasta la costa urbana, donde toda su vida se había visto truncada en un momento.

Por necesidad, la guerra civil estadounidense era principalmente una guerra aérea. La urgente lucha por reclamar y saquear las antiguas ciudades que se encontraban por debajo de la barrera dependía de su capacidad de mantener los helicópteros y los aviones. La infantería y los blindados sólo podían atravesar las zonas de la plaga por vía aérea, y el territorio que le habían asignado era una tarea de primera línea, cuando hacía tan sólo una semana había sido el jefe de seguridad de los laboratorios de nanotecnología de Leadville y el enlace entre los científicos y los círculos más elevados del gobierno estadounidense. Hernández había sido elegido para dirigir la expedición en Sacramento porque confiaban en él, y porque la confianza era más valiosa que el alimento o las municiones. Ahora estaba en el exterior. Y lo peor de todo es que lo entendía.

Su misión no había fracasado totalmente. Volvieron a Leadville con varios ordenadores, archivos en papel y un montón de piezas de maquinaria. El coste oculto era la conspiración en sí. De los quince traidores, seis estaban muertos y cuatro habían sido capturados, pero su traición implicaba problemas más graves.

¿En quién se podía confiar? La rebelión había alcanzado los círculos internos de Leadville, aunque nadie se lo había dicho de una forma tan directa. Había visto la duda en sus ojos. El hecho de que no le hubiesen citado para encontrarse con el general Schraeder o con cualquiera de los líderes civiles también era muy revelador. Sus superiores se habían distanciado de él. No podían evitar sospechar que pudiese estar implicado. Además, todos conocían su amistad con James Hollister. Como encargado de los laboratorios, James había tenido un papel decisivo a la hora de reemplazar a los científicos que subieron al avión. Y, lo que es peor, los marines de Hernández fracasaron en su intento de frustrar el ataque de las Fuerzas Especiales.

Ninguno de los líderes había esperado esa traición. Les cogió por sorpresa. Hernández era el responsable y si se hubiese quedado la vacuna, probablemente los rebeldes no habrían lanzado nuevas ofensivas contra Leadville.

Él había sido el eje. Pero las cosas no estaban como para perder a un oficial, y menos con el repentino estallido de la guerra. Lo irónico del asunto le indignaba. La lucha le había salvado. No hubo consejos de guerra. Ni siguiera le degradaron. En vez de eso, le adjudicaron casi el doble de los soldados que tenía antes, un destacamento mixto de infantería y artillería de ochenta y un marines, una especialista en telecomunicaciones de la Marina y un médico inestimable, un recluta que había sido bombero en otra vida.

Se suponía que los rebeldes de Nuevo México estaban planeando una invasión en helicóptero, y ése era el motivo por el que se encontraba allí, dispuesto a vencer a las aeronaves o a las tropas terrestres que se atreviesen a pasar. Podía verse como una oportunidad para demostrar su lealtad. Estaban en la zona sur, a unos treinta kilómetros de Leadville, treinta kilómetros en línea recta, que, a pie, en aquel terreno irregular suponía más del doble de distancia. Las furgonetas que les habían llevado hasta la base de la montaña se habían marchado hacía tiempo. Allí Hernández disfrutaba de mucha independencia. Quería creer que los líderes querían confiar en él. Pero en realidad, su gente no era más que un badén. Un pequeño elemento de disuasión. Podían lanzarles unos cuantos misiles a las aeronaves enemigas pero después nadie les daría importancia o estarían muertos, bien a causa de las bombas o de un misil. Y sus hombres lo sabían. Les habían condenado a realizar trabajos forzados y a una muerte casi segura por el simple hecho de ser soldados y, por lo tanto, prescindibles.

BOOK: Antídoto
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Cowboy Way by Christine Wenger
Winning is Everything by David Marlow
Carolyn G. Hart_Henrie O_03 by Death in Lovers' Lane
Wet by Ruth Clampett
1974 - So What Happens to Me by James Hadley Chase
Room for a Stranger by Ann Turnbull
Nine Stories by J. D. Salinger