Antes de que los cuelguen (43 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—Una chica muy perseverante, hay que reconocerlo —masculló Vitari empujándola hacia la pared con su bota.

—¡Ilusos! —bufó Shickel—. ¡No podréis resistir lo que se os viene encima! ¡La mano derecha de Dios se ha abatido sobre esta ciudad y nada podrá salvarla! ¡Vuestras sentencias de muerte ya están redactadas! —una explosión de un brillo inusitado iluminó el cielo, proyectando un chorro de luz anaranjada sobre los rostros enmascarados de los Practicantes. Un instante después un trueno resonaba en la sala. Shickel prorrumpió en una carcajada demente—. ¡Las Cien Palabras están en camino! ¡No hay cadenas capaces de amarrarlas, no hay puertas que puedan impedirles el paso! ¡Están en camino!

—Tal vez —Glokta se encogió de hombros—. Pero no llegarán a tiempo de salvarte.

—¡Yo ya estoy muerta! ¡Mi cuerpo no es más que polvo! ¡Pertenece al Profeta! ¡Hagáis lo que hagáis, no sacaréis nada de mí!

Glokta sonrió. Casi sentía en la cara la calidez de las llamas que ardían abajo a lo lejos.

—Eso me suena a reto.

Uno de los nuestros

Ardee le sonrió y Jezal le devolvió la sonrisa. Una sonrisa bastante boba. Pero no podía evitarlo. Se sentía feliz de hallarse de regreso en un lugar donde las cosas tenían sentido. Nunca más volverían a separarse. Lo único que quería hacer era decirle lo mucho que la quería. Lo mucho que la había echado de menos. Abrió la boca, pero ella le posó un dedo en los labios. Con firmeza.

—Chisss.

Le besó. Primero con suavidad, luego con más fuerza.

—Hummm —dijo él.

Los dientes de Ardee le mordisquearon los labios. Juguetonamente, al principio.

—Ay —soltó él.

Luego le mordieron cada vez con más fuerza.

—¡Au! —exclamó.

Le estaba succionando la cara, arrancándole la piel a tiras, royéndole los huesos. Trató de gritar, pero le resultó imposible. Estaba oscuro y la cabeza le daba vueltas. De pronto sintió unos tirones espantosos y una tensión insoportable en la boca.

—Ya la tengo —dijo una voz. La intensa presión se relajó.

—¿Cómo está de mal?

—No tanto como parece.

—Pues tiene un aspecto fatal.

—Cállese y levante más la antorcha.

—¿Qué es eso?

—¿Cómo?

—¿Eso de ahí que sobresale?

—¿Qué quiere que sea, imbécil? Su mandíbula.

—Me parece que voy a vomitar. El arte de la curación no se cuenta entre mis muy notables...

—¡Cierre la boca y levante más esa antorcha! ¡Va a haber que volver a encajársela!

Jezal notó una presión muy fuerte en la cara. Luego sonó un crujido y una punzada de dolor de una intensidad hasta entonces desconocida para él le atravesó desde la mandíbula hasta el cuello. La cabeza se le venció hacia atrás.

—Yo agarro de aquí y tú mueve eso.

—¿El qué, esto?

—¡No le arranques los dientes!

—¡Se ha caído él solo!

—¡Maldito idiota pálido!

—¿Qué pasa? —dijo Jezal. Pero lo único que salió de su boca fue una especie de gorgoteo. Un dolor desgarrador y lacerante le atenazaba la cabeza.

—¡Se está despertando!

—Cóselo tú, que yo le sostengo —Jezal notó que le rodeaban los hombros y el pecho y le apretaban con fuerza. El brazo le dolía. Le dolía horriblemente. Trató de soltar una patada, pero sintió una punzada atroz en la pierna y no pudo moverla.

—¿Está bien sujeto?

—¡Sí, sí! ¡Ponte a coser!

Notó que se le clavaba algo en la cara. No creía que el dolor que sentía pudiera ir a más. Qué equivocado estaba.

—¡Suéltenme! —bramó, pero lo único que se oyó fue «ug».

Forcejeó, se revolvió para tratar de soltarse, pero le tenían bien agarrado y sólo consiguió que le doliera aún más el brazo. El dolor de la cara iba a peor. Lo sentía en el labio superior, en el inferior, en la barbilla, en la mejilla. Gritaba, gritaba y gritaba, pero no oía nada. Sólo un quedo resuello. Cuando ya pensaba que la cabeza le iba a estallar, el dolor se amortiguó.

—Listo.

La presión se aflojó y se recostó en el suelo, hecho un guiñapo, impotente. Notó que le giraban la cabeza.

—Le has hecho un buen remiendo. Pero que muy bueno. Ojalá te hubiera tenido a mano cuando yo me hice las mías. Aún tendría una cara bonita.

—¿De qué cara bonita hablas, pálido?

—Hummm. Más vale que empecemos con el brazo. Ya le colocaremos luego la pierna.

—¿Dónde has puesto el escudo?

—No —gimió Jezal—, por favor... —sólo se oyó un chasquido en la garganta.

Ahora distinguía algo, unas siluetas difusas envueltas en penumbra. Ante sus ojos apareció una cara, una cara horrorosa. La nariz torcida y quebrada, la piel desgarrada y cubierta de cicatrices. Justo detrás había otra, una cara con una raya lívida que le cruzaba desde una ceja hasta la barbilla. Jezal cerró los ojos. Hasta la luz le hacía daño.

—Muy bien cosido, sí señor —una mano le palmeó la mejilla—. Bueno, muchacho, ya eres uno de los nuestros.

Tendido en el suelo, con la cara en un grito, Jezal notó que una sensación de espanto se iba extendiendo por todos los miembros de su cuerpo.

—Uno de los nuestros.

PARTE II

«No podrá considerarse apto para el combate

quien nunca haya visto manar su propia

sangre, quien nunca haya oído crujir

sus dientes bajo los golpes de un enemigo,

quien nunca haya sentido caer sobre él todo

el peso de su adversario.»

ROGER DE HOWDEN

Rumbo al norte

Tumbado boca abajo, calado hasta los huesos, sin moverse más que lo imprescindible para no quedarse congelado. Así estaba el Sabueso mientras oteaba entre los árboles el valle y veía marchar al ejército de Bethod. Tampoco es que se viera mucho desde donde estaba, sólo un trecho de camino que asomaba en la cresta de una colina, pero bastaba para ver el pesado avance de los Caris con sus escudos relucientes colgados a la espalda, sus cotas de mallas que refulgían salpicadas de copos de nieve derretidos, sus lanzas enhiestas que emergían entre los troncos de los árboles. Una fila tras otra avanzando al mismo ritmo.

Estaban bastante lejos, pero incluso a una distancia como ésa se corría un gran riesgo. Bethod seguía igual de precavido que siempre. Seguro que tenía hombres por todas partes: en los montes, en los puntos elevados, en cualquier lugar donde pensara que podía haber alguien vigilando sus movimientos. Lo más probable es que hubiera enviado grupos de exploradores al sur y al este para despistar a los posibles espías, pero el Sabueso no se había dejado engañar. Esta vez no. Bethod se iba por donde había venido. Rumbo al norte.

Aspiró una buena bocanada de aire y luego exhaló un suspiro triste y prolongado. Por los muertos, qué cansado estaba. Miró las figuritas que desfilaban entre las ramas de los pinos. La de años que se había pasado explorando para Bethod: vigilando ejércitos como el que ahora tenía delante, ayudándole a ganar batallas, ayudándole a que se convirtiera en Rey, aunque por aquel entonces ni se le había pasado por la cabeza. Por un lado, todo había cambiado. Por otro, todo seguía igual que siempre. Ahí estaba él, con la cara pegada al barro y el cuello dolorido de tanto mirar hacia arriba. Diez años más viejo y sin haber prosperado en lo más mínimo. Ya casi ni se acordaba de cuáles habían sido en otros tiempos sus ambiciones; pero estaba seguro de que no tenían nada que ver con aquello. La de vientos que habían soplado, la de nieve que había caído, la de agua que había corrido. Tantos combates, tantas marchas, tantas pérdidas. Logen muerto, Forley muerto, y el cabo de vela de todos los demás consumiéndose a toda velocidad.

Hosco se le acercó reptando por la maleza escarchada, se puso a su lado y, apoyándose en los codos, contempló la marcha de los Caris por el camino.

—Hummm —gruñó.

—Bethod se desplaza hacia el norte —le susurró el Sabueso.

Hosco asintió con la cabeza.

—Tiene exploradores por todas partes, pero se dirige al norte, no hay duda. Hay que ir a decírselo a Tresárboles.

Otro movimiento de cabeza.

El Sabueso seguía tirado en la tierra húmeda.

—Estoy empezando a cansarme.

Hosco alzó la vista y enarcó una ceja.

—Tanto esforzarnos y, total, para qué. Todo sigue igual que siempre. ¿Cómo se nos ha ocurrido unirnos ahora en este bando? —el Sabueso señaló con el brazo a los hombres que marchaban trabajosamente por el camino—. ¿Cómo vamos a enfrentarnos a una multitud como ésa? ¿Cuándo vamos a poder descansar un poco?

Hosco se encogió de hombros y frunció los labios como si estuviera meditando una respuesta.

—¿Cuando estemos muertos?

Era la triste verdad.

El Sabueso tardó un buen rato en dar con los otros. No estaban donde se suponía que debían de estar a esas alturas. A decir verdad, no estaban demasiado lejos del lugar en que los había dejado. Dow fue el primero al que vio: estaba sentado en una peña enorme mirando hacia el fondo de un barranco con el mismo gesto ceñudo de siempre. El Sabueso se le acercó y vio lo que estaba mirando. Los cuatro sureños trepaban por las rocas con la misma lentitud y torpeza que un ternero recién nacido. Tul y Tresárboles aguardaban abajo, con aspecto de andar muy escasos ya de paciencia.

—Bethod va rumbo al norte —dijo el Sabueso.

—Pues que le vaya bien.

—¿No te sorprende?

Dow se relamió los dientes y escupió al suelo.

—Ha vencido a todos los clanes que se atrevieron a desafiarlo, se ha proclamado Rey de un lugar donde jamás lo hubo, ha declarado la guerra a la Unión y les ha dado una buena paliza. El muy cabrón ha puesto el mundo patas arriba. Nada de lo que haga me sorprende ya.

—Hummm —el Sabueso tuvo que reconocer que tenía bastante razón—. No habéis avanzado mucho.

—No. Esos bultos que nos has endilgado son muy pesados —volvió la vista hacia las cuatro figuras que trepaban a tientas por el barranco y sacudió la cabeza como indicando que jamás había visto semejante desperdicio de carne humana—. Unos malditos bultos, eso es lo que son.

—Si pretendes que me sienta avergonzado por haber salvado hoy unas vidas, no lo vas a conseguir. ¿Qué querías que hiciera? —inquirió el Sabueso—. ¿Dejarlos morir?

—No habría sido mala idea. Ahora avanzaríamos el doble de rápido y comeríamos bastante mejor.

Dow esbozó una sonrisa maligna.

—Sólo hay uno al que podría encontrarle alguna utilidad.

Al Sabueso no le hacía falta preguntar a quién se refería. La chica iba la última del grupo. No le resultaba fácil intuir sus formas femeninas con toda la ropa que llevaba puesta para protegerse del frío, pero se imaginaba que estaban ahí debajo, y eso le ponía nervioso. Se le hacía extraño tener una mujer con ellos. Tristemente, la compañía femenina había sido una rareza desde que cruzaron las montañas y tiraron hacia el norte hacía ya tantos meses. Sólo de mirarla se le hacía la boca agua, y eso hacía que se sintiera culpable. El Sabueso la observó mientras trepaba por las rocas, con su sucia cara medio vuelta hacia donde estaban ellos. Una chica dura, pensó. La vida parecía haberle dado una buena ración de golpes.

—Apuesto a que es de las que se resiste —masculló Dow hablando consigo mismo—. De las que patalea.

—Basta ya, Dow —cortó el Sabueso—. Más vale que reprimas tus ardores amorosos. Ya sabes lo que piensa Tresárboles de todo eso. Acuérdate de lo que le ocurrió a su hija. Como te oiga hablar así, es capaz de cortártela de un tajo.

—¿Qué? —dijo Dow, todo inocencia—. Sólo estoy hablando, ¿no? ¿Qué tiene eso de malo? ¿Sabes cuándo fue la última vez que alguno de nosotros estuvo con una mujer?

El Sabueso torció el gesto. En su caso, lo sabía perfectamente. Había sido más o menos la última vez en que había sentido un poco de calor. Acurrucado junto a Shari delante de un fuego, con una sonrisa más ancha que el mar. Fue justo antes de que Bethod los aherrojara a Logen, a él y a todos los demás y luego los expulsara al exilio.

Aún recordaba la última visión que tuvo de ella: un rostro demudado por el terror que contemplaba con la boca abierta cómo lo arrancaban de las sábanas, desnudo, adormilado y chillando como un gallo que sabe que están a punto de retorcerle el pescuezo. Había sido doloroso verse arrancado así de su lado. Aunque más dolorosa había sido la patada en los cojones que le había dado luego Scale. En resumidas cuentas, una noche bastante dolorosa, de la que en ningún momento pensó salir con vida. La quemazón que le había dejado la patada se pasó al cabo de un tiempo, pero el dolor de perderla a ella nunca había desaparecido del todo.

Se acordaba del olor de su cabello, del sonido de su risa, del tacto de su espalda apretada contra su vientre cuando dormían juntos. Unos recuerdos a los que había recurrido una y otra vez hasta dejarlos tan desgastados como a una camisa favorita. Lo recordaba como si fuera ayer. Tenía que quitárselo de la cabeza.

—No creo que mi memoria me alcance para eso.

—Ni la mía —dijo Dow—. ¿No estás ya harto de follarte la mano? —y, a continuación, miró pendiente abajo y dio un chasquido con la lengua. Tenía un brillo en los ojos que al Sabueso no le hacía ni pizca de gracia—. Qué curioso, hasta que no lo tienes delante de ti no te das cuenta de lo mucho que lo echas en falta. Es como tenderle un trozo de carne a un hambriento e írselo acercando hasta que pueda olerlo. Venga, hombre, seguro que tú estás pensando lo mismo que yo.

El Sabueso le dirigió una mirada torva.

—Me parece que tú y yo pensamos cosas muy distintas. Si no sabes aguantarte, métela en la nieve. A ver si así se te enfría un poco.

Dow sonrió.

—En algún sitio voy a tener que meterla, y más pronto que tarde, puedes estar seguro.

—¡Aaargh! —gimió alguien en la pendiente. El Sabueso hizo ademán de coger el arco mientras trataba de ver si los había localizado uno de los exploradores de Bethod. Pero no era más que el Príncipe, que se había resbalado y había caído de culo. La cara de Dow se contrajo en un gesto de desprecio mientras observaba a Ladisla dándose la vuelta.

—¿Habías visto alguna vez un tipo más inútil que ése, eh? Lo único que sabe hacer es forzarnos a marchar mucho más despacio de lo que sería aconsejable, gemir más alto que una marrana pariendo, comer doble ración que todos y cagar cinco veces al día —West le estaba ayudando a levantarse mientras trataba de limpiarle a manotazos parte de la suciedad de su abrigo. Mejor dicho, del abrigo que le había dejado West. El Sabueso seguía sin entender cómo era posible que un tipo cabal como aquél hubiera hecho semejante tontería. Sobre todo con el frío que hacía ahora que ya estaban en pleno invierno—. ¿Cómo se puede seguir a un gilipollas como ése? —se preguntó Dow sacudiendo la cabeza.

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