Antes de que los cuelguen (21 page)

Read Antes de que los cuelguen Online

Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
8.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Solo una cosa. Mi caballo ha perdido una herradura en el barrizal y no he encontrado a nadie que sepa ponerme una nueva —Jalenhorn extendió las manos—. No sé, puede que me equivoque, pero da la impresión de que no hay ni un solo herrero en todo el campamento.

West le miró fijamente.

—¿Ni uno?

—Yo al menos no lo he encontrado. Hay fraguas, yunques, martillos y todo lo demás, pero... nadie que sepa usarlos. He hablado con uno de los intendentes y me ha dicho que Poulder se negó a dejar ninguno de sus herreros, y que Kroy hizo otro tanto —Jalenhorn se encogió de hombros—. No tenemos ninguno.

—¿Y cómo es que a nadie se le ocurrió comprobarlo?

—¿A quién?

West sintió que su viejo dolor de cabeza comenzaba a rondarle por detrás de los párpados. Las flechas necesitan puntas, las espadas hay que afilarlas, las armaduras, las sillas de montar y los carros que transportan las provisiones se estropean y hay que repararlos. Un ejército sin herreros es casi igual de inútil que un ejército sin armas. Y ellos se encontraban en medio de un país helado, a muchos kilómetros de la población más próxima. A menos que...

—De camino aquí, ¿no pasamos cerca de una colonia penal?

Jalenhorn entrecerró los ojos tratando de hacer memoria.

—Sí, una fundición, creo. Vi salir humo por encima de los árboles.

—Ahí tiene que haber unos cuantos metalúrgicos experimentados.

Las cejas del grandullón se arquearon.

—Metalúrgicos y criminales.

—Da igual, cogeré lo que haya. Hoy es un caballo al que le falta una herradura, mañana puede que tengamos un ejército sin armas. Hazte con doce hombres y un carromato. Partimos enseguida.

La prisión surgió entre los árboles tras la fría pantalla de lluvia: una empalizada de maderos musgosos coronados por unos pinchos doblados cubiertos de óxido. Un lugar sórdido destinado a una función igualmente sórdida. West saltó de la silla mientras Jalenhorn y sus hombres detenían sus caballos un poco más atrás; luego, avanzó chapoteando por una senda llena de surcos y, al llegar a la puerta, golpeó la desgastada superficie de madera con el pomo de su espada.

Tuvo que pasar un rato, pero por fin se abrió de golpe una pequeña ventanilla. Un par de ojos grises le contemplaron con expresión ceñuda desde la apertura. Unos ojos grises rodeados por una máscara negra. Un Practicante de la Inquisición.

—Soy el coronel West.

Los ojos le miraron con frialdad.

—¿Y qué?

—Estoy al servicio del Príncipe Ladisla y necesito hablar con el alcaide de la prisión.

—¿Para qué?

West frunció el ceño tratando de presentar un aspecto lo más imponente posible, a pesar de tener el cabello pegado al cráneo y un reguero de gotas de lluvia cayéndole por la barbilla.

—¡Estamos en guerra y no tengo tiempo para discutir con usted! ¡Debo hablar con el alcaide, es urgente!

Los ojos se entrecerraron. Miraron a West durante unos segundos y luego a la docena de soldados empapados que tenía detrás.

—Está bien —dijo el Practicante—. Puede entrar, pero sólo usted. Los demás tendrán que esperar fuera.

La avenida principal no era más que un trecho alargado de barro batido, flanqueado por unas chozas inclinadas cuyos aleros soltaban hilos de agua que salpicaban la tierra del suelo. En el camino, dos hombres y una mujer calados hasta los huesos trataban de mover un carro cargado de piedras que estaba hundido hasta los ejes en aquella papilla. Los tres llevaban gruesas cadenas atadas a los tobillos. Sus rostros, vacíos, huesudos y mugrientos, estaban tan desprovistos de esperanza como de alimento.

—Muevan de una vez ese carro —les gruñó el Practicante, y, al instante, volvieron a inclinarse para proseguir con su nada envidiable tarea.

West avanzaba penosamente por aquel estercolero en dirección a un edificio de piedra que se alzaba al otro extremo del campamento, procurando saltar de un tramo seco a otro, con escaso éxito la mayoría de las veces. Otro adusto Practicante se erguía en el umbral; un hule sucio por el que corría el agua le cubría los hombros y sus ojos seguían a West con una expresión en la que se mezclaba el recelo y la indiferencia. Su guía y él pasaron a su lado sin dirigirle la palabra y accedieron a un salón en penumbra en cuyo techo atronaba la lluvia. El Practicante llamó a una puerta mal encajada.

—Adelante.

Una sobria salita de paredes grises, fría y con un ligero olor a humedad. Había una chimenea en la que parpadeaba un mísero fuego y un estante combado por el peso de numerosos libros. Desde una de las paredes, un retrato del Rey de la Unión miraba hacia abajo con gesto mayestático. Sentado tras una sencilla mesa, había un hombre enjuto escribiendo. Miró un instante a West y, luego, dejó la pluma con sumo cuidado y se frotó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice, que estaban manchados de tinta.

—Tenemos visita —gruñó el Practicante.

—Ya veo. Soy el Inquisidor Lorsen, el jefe de este pequeño campo.

West estrechó su mano huesuda de la forma más somera posible.

—Coronel West, estoy aquí con el ejército del Príncipe Ladisla. Estamos acampados a unos quince kilómetros al norte.

—Lo sé. ¿Qué puedo hacer por Su Alteza?

—Necesitamos urgentemente metalúrgicos experimentados. Aquí tienen una fundición, ¿no es así?

—Una mina, una fundición y una herrería para la fabricación de aperos de labranza, pero no alcanzo a ver en qué...

—Estupendo. Me llevaré doce de sus hombres, los más hábiles que tenga.

El alcaide torció el gesto.

—Eso es imposible. Los prisioneros que tenemos aquí han sido condenados por delitos muy graves. No se les puede liberar sin una orden firmada por el Archilector.

—En tal caso tenemos un problema, Inquisidor Lorsen. Dispongo de diez mil hombres con armas que necesitan ser afiladas, con armaduras que hay que reparar, con caballos que necesitan herraduras. Podemos entrar en acción en cualquier momento. No puedo esperar a las órdenes del Archilector ni a ninguna otra cosa. Voy a salir de aquí con esos herreros y no hay más que hablar.

—Pero debe entender que yo no puedo permitir que...

—¿Es que no se da cuenta de la gravedad de la situación? —ladró West, que empezaba a perder la paciencia—. ¡Mande al Archilector las cartas que quiera! ¡Que yo mandaré a mis hombres al campamento para que vuelvan con una compañía de refuerzo! ¡Ya veremos quién recibe ayuda antes!

El comandante reflexionó durante unos instantes.

—Está bien —dijo finalmente—, sígame.

Cuando salió del edificio de la comandancia y regresó a la pertinaz llovizna, West vio a dos niños mugrientos que le miraban desde el porche de una de las chozas.

—¿Tienen niños aquí?

—Tenemos familias enteras, siempre que se considere que pueden representar una amenaza para el Estado —Lorsen le miró de soslayo—. Una lástima, sin duda, pero la tarea de mantener junta la Unión siempre ha requerido la adopción de medidas muy drásticas. Su silencio me indica que lo desaprueba.

West miró a uno de los niños harapientos que renqueaba por la mugre, un niño que quizá estuviera condenado a permanecer toda su vida en aquel lugar.

—Me parece un auténtico delito.

El alcaide se encogió de hombros.

—No se engañe. Todo el mundo es culpable de algo, y hasta las criaturas más inocentes pueden representar una amenaza. Es posible que a veces haya que cometer un delito menor para prevenir otros delitos mayores, coronel West, pero en cualquier caso es a hombres más importantes que nosotros a quienes les corresponde decidirlo. Lo único que yo hago es ocuparme de que trabajen duro, de que no se agredan entre sí y de que no se escapen.

—Se limita a hacer su trabajo, ¿no? Una de las excusas más trilladas para eludir la propia responsabilidad.

—¿Quién de los dos es el que vive entre ellos en medio de la nada? ¿Quién es el que los vigila, el que los viste, el que los alimenta, el que los limpia, el que entabla un combate tan interminable como inútil con sus piojos? ¿Es usted quien impide que se peguen, que se violen, que se maten entre sí? Usted es un oficial de la Guardia Real, ¿verdad, coronel? Entonces vive en Adua, ¿no? En unos alojamientos en el Agriont, entre gente rica y primorosamente arreglada, ¿me equivoco? —West torció el gesto y Lorsen dejó escapar una risa—. ¿Cuál de nosotros es quien, como usted dice, elude su propia responsabilidad? Nunca he tenido más limpia la conciencia. Ódienos si quiere, ya estamos acostumbrados. Tampoco se estrecha la mano del hombre que limpia las letrinas, y, sin embargo, alguien tiene que hacerlo. Si no fuera así, el mundo se ahogaría en mierda. Llévese sus doce herreros si quiere, pero no pretenda darme lecciones de superioridad moral. Aquí no hay lugar para la superioridad moral.

Muy a su pesar, West tuvo que reconocer que el hombre tenía su parte de razón, así que encajó la mandíbula y emprendió la penosa marcha en silencio y con la cabeza gacha. Avanzaron chapoteando por el camino en dirección a una cabaña de piedra alargada y desprovista de ventanas, en cada una de cuyas esquinas se alzaba una alta chimenea de la que emanaban densas columnas de humo que al punto se dispersaban por el aire neblinoso. El Practicante descorrió un cerrojo y empujó la pesada puerta hasta que consiguió abrirla. Siguiéndoles a él y a Lorsen, West se adentró en la oscuridad.

Después del frío del exterior, el calor que hacía dentro era como una bofetada en plena cara. Un humo acre hizo que a West le picaran los ojos y le ardiera la garganta. El angosto espacio resonaba con un estruendo espantoso. Los fuelles crujían y resollaban, los martillos se estrellaban contra los yunques y arrojaban furiosas lloviznas de chispas, el metal candente bufaba feroz en los barriles de agua. Por todas partes había hombres: apretujados y sudorosos, gimiendo y tosiendo, con sus rostros demacrados medio iluminados por el resplandor anaranjado de las forjas. Demonios en el infierno.

—¡Dejen el trabajo! —rugió Lorsen—. ¡Déjenlo y formen!

Los hombres soltaron poco a poco sus herramientas y, luego, dando tumbos, tambaleándose y haciendo resonar las cadenas, formaron en fila bajo la mirada atenta de cuatro o cinco Practicantes que vigilaban entre las sombras. Una fila patética de seres harapientos, rotos, encorvados. Un par de ellos tenían cadenas tanto en las manos como en los tobillos. Al verlos, difícilmente cabría pensar que fuesen la solución de los problemas de West, pero no tenía otra elección. Era todo lo que había.

—Tenemos una visita de fuera. Suelte su discurso, coronel.

—Soy el coronel West —graznó con voz quebrada a causa de lo enrarecido de la atmósfera—. A unos quince kilómetros de aquí hay acampados diez mil soldados a las órdenes del Príncipe Ladisla. Nos hacen falta herreros —West se aclaró la garganta y alzó un poco la voz procurando no romper a toser—. ¿Quiénes de ustedes trabajan el metal?

Nadie abrió la boca. Todos clavaban la vista en su desastrado calzado o en sus pies desnudos, a la vez que lanzaban miradas fugaces a los ceñudos Practicantes.

—No tienen nada que temer. ¿Quiénes de ustedes trabajan el metal?

—Yo, señor —se oyó el ruido de unas cadenas y un hombre se salió de la fila dando un paso adelante. Un tipo enjuto, nervudo, con un poco de chepa. Cuando el farol le iluminó la cabeza, West hizo un gesto de dolor. Estaba completamente desfigurado por unas quemaduras atroces. Uno de los lados de la cara no era más que una masa de cicatrices lívidas de aspecto derretido, no tenía cejas y su cabeza estaba sembrada de calvas rosáceas. El otro lado tampoco estaba mucho mejor. Aquel hombre apenas tenía cara—. Yo sé manejar una forja, y además he sido soldado, en Gurkhul.

—Bien —murmuró West tratando de disimular la repulsión que le producía el aspecto del hombre—. ¿Su nombre?

—Pike.

—¿Alguno de éstos es bueno con el metal?

El hombre del rostro abrasado recorrió la fila arrastrando sus pies encadenados y fue sacando hombres tirándoles de los hombros bajo la atenta mirada del comandante, cuya expresión se volvía más ceñuda por momentos.

West se humedeció sus labios resecos. Costaba trabajo creer que en tan poco tiempo hubiera pasado del frío más insoportable al calor más extremo, pero ahí estaba, sintiéndose más incómodo que nunca.

—Necesitaré las llaves de esos hierros, Inquisidor.

—No hay llaves. Los hierros se han cerrado con fundición. Se supone que no han de quitarse nunca y le recomiendo encarecidamente que no se le ocurra hacerlo. Muchos de estos presos son extremadamente peligrosos, y no se olvide tampoco de que tendrá que devolverlos tan pronto como haya conseguido algún tipo de solución alternativa. La Inquisición no tiene por costumbre liberar a nadie antes de tiempo —dicho aquello, se alejó enfurruñado y se puso a hablar con uno de los Practicantes.

Pike se acercó furtivamente a West, trayendo a otro presidiario del codo.

—Disculpe, señor —dijo en voz baja con un murmullo arrastrado—. Pero, ¿no habría sitio también para mi hija?

West, incómodo, se encogió de hombros. Si fuera por él, se llevaría a todos y quemaría aquel maldito lugar hasta los cimientos, pero estaba tentando a la suerte.

—No es una buena idea. No es en absoluto una buena idea tener una mujer entre una multitud de soldados.

—Siempre será mejor idea que abandonarla aquí, señor. No puedo dejarla sola. Puede ayudarme en la fragua. Llegado el caso, incluso puede manejar el fuelle. Es fuerte.

No parecía fuerte. Parecía una criatura flaca y harapienta con una cara huesuda tiznada de grasa y hollín. West bien podría haberla confundido con un chico.

—Lo siento, Pike, pero las cosas no son fáciles en el lugar adonde vamos.

La chica retuvo a West del brazo cuando se disponía a darse la vuelta para irse.

—Tampoco son fáciles aquí —su voz fue una sorpresa. Era suave, dulce, educada—. Me llamo Cathil. Y puedo trabajar.

—West bajó la vista para mirarla, dispuesto a desembarazarse de su mano, pero su expresión le recordó a algo. No expresaba dolor. Ni miedo. Tenía los ojos tan vacíos y ausentes como los de un cadáver.

Ardee. Con la cara cruzada por una mancha de sangre.

West hizo una mueca de dolor. El recuerdo era como una herida que se negaba a cicatrizar. No soportaba más aquel calor, sentía palpitaciones por todo el cuerpo y el tacto de su uniforme era como papel de lija sobre su piel pegajosa. Tenía que salir cuanto antes de aquel maldito lugar.

Other books

Baila, baila, baila by Haruki Murakami
A Strange Affair by Rosemary Smith
Pleasure and Purpose by Megan Hart
Despertar by L. J. Smith
The Music Lesson by Katharine Weber
Malarky by Anakana Schofield
Forbidden Fire by Heather Graham