Aturdida, aún sin atreverse a creerlo, Siferra salió del refugio y miró a su alrededor. El suelo estaba libre de arena suelta. El oscuro estrato duro y recocido que formaba la superficie de la zona de excavación todavía podía verse. Parecía distinto ahora, como si hubiera sufrido una curiosa abrasión, pero estaba limpio de cualquier depósito que la tormenta hubiera traído consigo.
Balik dijo, maravillado:
—Primero vino la arena y luego, detrás de ella, vino el viento. Y el viento se llevó toda la arena que había caído sobre nosotros, se la llevó tan rápido como cayera, y la arrastró consigo hacia el Sur. Un milagro, Siferra. Eso es lo único que podemos llamarlo. Mira..., puedes ver allá donde el suelo ha sido raspado por la abrasión, donde la somera capa superior de arena de la superficie ha sido arrastrada por el viento, quizá cincuenta años de erosión en sólo cinco minutos, pero...
Siferra apenas escuchaba. De pronto sujetó a Balik por el brazo y lo arrastró hacia un lado, lejos del sector principal del emplazamiento de su excavación.
—Mira allí —dijo.
—¿Dónde? ¿Qué?
Señaló:
—La Colina de Thombo.
El estratígrafo de amplios hombros miró.
—¡Dioses! ¡Ha sido hendida hasta la mitad!
La Colina de Thombo era un irregular montículo de mediana altura a unos quince minutos de camino hacia el Sur desde la parte principal de la ciudad. Nadie había trabajado en ella desde hacía más de cien años, desde la segunda expedición del gran pionero Galdo 221, y Galdo no había hallado nada significativo en ella. Era considerada generalmente como tan sólo un montículo al que los ciudadanos de la antigua Beklimot iban a echar su basura doméstica..., interesante en sí mismo, sí, pero trivial en comparación con las maravillas que abundaban en todas partes por otros sectores de la ciudad.
Al parecer, la Colina de Thombo había recibido sobre sí todo el impacto de la tormenta: y lo que generaciones de arqueólogos no se habían molestado en hacer lo había realizado la violencia de la tormenta de arena en tan sólo un momento. Una errática franja en zigzag había sido arrancada de la cara de la colina, como una terrible herida abierta hasta muy profundo en su ladera superior. Y trabajadores de campo experimentados como Siferra y Balik sólo necesitaban echar una única mirada para comprender la importancia de lo que ahora había quedado expuesto.
—Todo un yacimiento urbano debajo del estercolero —murmuró Balik.
—Más de uno, creo. Posiblemente una serie —dijo Siferra.
—¿Tú crees?
—Mira. Mira ahí, a la izquierda.
Balik silbó suavemente.
—¿No es eso una muralla estilo entrecruzado, bajo la esquina de esos cimientos ciclópeos?
—Tú lo has dicho.
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Siferra. Se volvió hacia Balik y vio que él estaba tan sorprendido como ella. Tenía los ojos muy abiertos, el rostro muy pálido.
—¡En nombre de la Oscuridad! —murmuró roncamente—. ¿Qué es lo que tenemos aquí, Siferra?
—No estoy segura. Pero tengo intención de empezar a descubrirlo ahora mismo. —Volvió la vista hacia el refugio bajo el risco, donde Thuvvik y sus hombres permanecían aún agazapados presas del terror, haciendo gestos sagrados y balbuceando plegarias con voces bajas y aturdidas, como si fueran capaces de comprender que estaban a salvo del poder de la tormenta.
—¡Thuvvik! —gritó Siferra, y le hizo un gesto vigoroso, casi irritado—. ¡Venid aquí fuera, tú y tus hombres! ¡Tenemos trabajo que hacer!
Harrim 682 era un hombre grande y corpulento de unos cincuenta años, con enormes haces de músculos que sobresalían de sus brazos y pecho y una gruesa capa aislante de grasa sobre ellos. Sheerin lo estudió a través de la ventana de la habitación del hospital y supo de inmediato que él y Harrim iban a llevarse bien.
—Siempre me he sentido inclinado hacia la gente que tiene, bueno, un tamaño mayor de lo habitual —explicó el psicólogo a Kelaritan y Cubello—. Yo he sido uno de ellos la mayor parte de mi vida, ¿saben? —Rió agradablemente—. Soy grasa por todas partes. Excepto aquí, por supuesto —añadió con rapidez, mientras se daba unos golpecitos con un dedo en la sien—. ¿Qué tipo de trabajo hace este Harrim?
—Estibador —dijo Kelaritan—. Treinta y cinco años en los muelles de Jonglor. Ganó una entrada para el día de la inauguración del Túnel del Misterio en una lotería. Llevó a toda su familia. Todos resultaron afectados en cierto grado, pero él fue el peor. Eso resulta muy embarazoso para él, el que un hombre grande y fuerte como él sufra un colapso tan total.
—Puedo imaginarlo —asintió Sheerin—. Tendré eso en cuenta. Vamos a hablar con él.
Entraron en la habitación.
Harrim estaba sentado erguido, mirando sin interés un cubo giratorio que lanzaba luces en media docena de colores contra la pared opuesta a su cama. Sonrió afablemente cuando vio a Kelaritan, pero pareció envararse cuando reparó en el abogado Cubello detrás del director del hospital, y su rostro se volvió completamente glacial a la vista de Sheerin.
—¿Quién es él? —preguntó a Kelaritan—. ¿Otro abogado?
—En absoluto. Se trata de Sheerin 501, de la Universidad de Saro. Está aquí para ayudarle a ponerse bien.
—Hum —bufó Harrim—. ¡Otra lumbrera! ¿Qué bien me han hecho ninguno de ustedes?
—Tiene toda la razón —dijo Sheerin—. El único que realmente puede ayudar a Harrim a ponerse bien es Harrim, ¿eh? Usted lo sabe y yo lo sé, y quizás pueda persuadir a la gente del hospital a que lo vean así también. —Se sentó en el borde de la cama. Crujió bajo el peso del sicoanalista—. Al menos en este lugar tienen camas decentes. Han de ser muy buenas si pueden sostenernos a nosotros dos al mismo tiempo. No le gustan los abogados, observo. A mí tampoco, amigo.
—No son más que unos liosos miserables —dijo Harrim—. Llenos de trucos. Te hacen decir cosas que no querías decir, contándote que pueden ayudarte si dices esto y aquello, y luego terminan utilizando tus propias palabras contra ti. Eso es lo que me parece, al menos.
Sheerin alzó la vista hacia Kelaritan.
—¿Es absolutamente necesario que Cubello esté presente en esta entrevista? Creo que las cosas irían mucho mejor sin él.
—Estoy autorizado a tomar parte en cualquier... —empezó a decir rígidamente Cubello.
—Por favor —interrumpió Kelaritan, y la palabra tenía detrás más fuerza que cortesía—. Sheerin tiene razón. Tres visitantes a la vez pueden ser demasiado para Harrim hoy. Y usted ya conoce su historia.
—Bien... —dijo Cubello con rostro sombrío. Pero al cabo de un momento se dio la vuelta y salió de la habitación. Sheerin señaló disimuladamente a Kelaritan que ocupara un asiento en la esquina más alejada de la habitación.
Luego, volviéndose de nuevo al hombre en la cama, le ofreció su sonrisa más afable y dijo:
—Todo esto ha sido más bien duro, ¿verdad?
—Usted lo ha dicho.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
Harrim se encogió de hombros.
—Creo que una semana, dos semanas. O quizás un poco más. No lo sé exactamente. Desde...
Guardó silencio.
—¿La Exposición de Jonglor? —animó Sheerin.
—Desde que hice aquel recorrido, sí.
—Eso es un poco más que sólo una o dos semanas —observó Sheerin.
—¿De veras? —Los ojos de Harrim se velaron. No deseaba oír nada acerca del tiempo que llevaba en el hospital.
Sheerin cambió de táctica.
—Apuesto a que nunca soñó usted que llegaría un día en el que se dijera a sí mismo que se alegraría de volver a los muelles, ¿eh?
Con una sonrisa, Harrim dijo:
—¡Puede volver a decirlo! Amigo, lo que daría por estar manejando esas cajas de un lado para otro mañana. —Se miró las manos. Eran unas manos grandes, poderosas, de gruesos dedos, aplastados en las puntas, uno de ellos torcido a causa de alguna antigua lesión—. Me estoy poniendo blando, tendido aquí todo el tiempo. Cuando vuelva al trabajo ya no serviré para nada.
—¿Qué es lo que le retiene aquí, entonces? ¿Por qué simplemente no se levanta y se pone su ropa de calle y sale de aquí?
Kelaritan, desde su rincón, emitió un leve sonido de advertencia. Sheerin le hizo un gesto de que se mantuviera tranquilo.
Harrim dirigió a Sheerin una mirada de sorpresa.
—¿Simplemente levantarme y salir de aquí?
—¿Por qué no? No está usted prisionero.
—Pero si hiciera eso..., si hiciera eso...
La voz del trabajador portuario murió.
—Si hiciera usted eso, ¿qué? —preguntó Sheerin.
Harrim guardó silencio durante largo rato, el rostro sombrío, la frente fuertemente ceñuda. Fue a hablar varias veces pero se detuvo antes de hacerlo. El psicólogo aguardó pacientemente. Al fin, Harrim dijo, en un tono tenso, ronco, medio estrangulado:
—No puedo salir de aquí. Debido a..., debido..., debido a... —Luchó consigo mismo—. La Oscuridad —dijo al fin.
—La Oscuridad —repitió Sheerin.
La palabra colgó allí entre los dos como una cosa tangible.
Harrim parecía trastornado por aquello, incluso avergonzado. Sheerin recordó que entre la gente de la clase de Harrim aquélla era una palabra que raras veces se usaba en compañía educada. Para Harrim, el término era, si no francamente obsceno, sí en un cierto sentido sacrílego. A nadie en Kalgash le gustaba pensar en la Oscuridad; pero cuanta menos educación poseía uno, más amenazador resultaba dejar que la mente se centrara en la posibilidad de que los seis amigables soles desaparecieran de algún modo a la vez totalmente del cielo, que reinara la absoluta oscuridad. La idea era impensable..., literalmente impensable.
—La Oscuridad, sí —dijo Harrim—. De lo que tengo miedo es de que..., de que si salgo fuera me encontraré de nuevo en la Oscuridad. Eso es. La Oscuridad, por todas partes de nuevo.
—Ha habido una completa reversión de los síntomas en las últimas semanas —dijo Kelaritan en voz baja—. Al principio era precisamente lo opuesto. No podías hacerle entrar en un lugar cerrado a menos que lo sedaras. Al empezar fue un poderoso caso de claustrofobia; luego, después de un cierto tiempo, un cambio total a claustrofilia. Creemos que es un síntoma de que se está curando.
—Quizá sí —admitió Sheerin—. Pero, si no le importa...
Se dirigió de nuevo a Harrim, amablemente:
—Usted fue uno de los primeros en efectuar el recorrido por el Túnel del Misterio, ¿no es así?
—El primer día, sí. —Una nota de orgullo brotó en la voz de Harrim—. Se hizo una lotería en la ciudad. Un centenar de personas obtuvieron recorridos gratis. Debieron de venderse un millón de boletos, y el mío fue el quinto elegido. Yo, mi esposa, mi hijo, mis dos hijas, todos fuimos. El primer día.
—¿Quiere hablarme un poco acerca de cómo fue todo?
—Bueno —dijo Harrim—. Fue... —Hizo una pausa—. Nunca antes había estado en la Oscuridad, ¿sabe? Ni siquiera en una habitación a oscuras. Nunca. No era algo que me interesara. Siempre teníamos una luz de vela en el dormitorio cuando yo era pequeño, y cuando me casé y tuve mi propia casa instalé una también, por supuesto. Mi esposa opina lo mismo que yo. La Oscuridad no es natural. No es algo que se supone que deba existir.
—Pero participó usted en la lotería.
—Bueno, era una ocasión única. Y se trataba de diversión, ¿sabe? Algo especial. Una auténtica fiesta. La gran exposición, el cincuentenario de la ciudad, ¿no? Todo el mundo compraba boletos. Y pensé: eso tiene que ser algo diferente, tiene que ser algo realmente bueno, o de otro modo no lo hubieran construido. Así que compré el boleto. Y, cuando gané, todo el mundo en los muelles se sintió celoso, y todos desearon que el boleto hubiera sido el suyo, algunos de ellos incluso quisieron comprármelo... No, señor, les dije, no está a la venta, es nuestro boleto, el mío y de mi familia...
—¿Así que se sentía excitado acerca de efectuar el trayecto en el Túnel?
—Oh, sí. Apueste a que sí.
—¿Y cuando lo estuvo efectuando realmente? ¿Cuándo empezó el trayecto? ¿Qué sintió entonces?
—Bueno... —empezó a decir Harrim. Se humedeció los labios, y sus ojos parecieron mirar hacia una gran distancia—. Estaban esos cochecitos, ¿sabe?, sólo una especie de tablas con asientos, abiertos por arriba. Entrabas en ellos, seis personas en cada uno, aunque nos dejaron ir sólo a nosotros cinco, porque éramos una familia y casi éramos los suficientes para llenar todo un coche sin tener que poner a un desconocido con nosotros. Y entonces oías una música y el coche empezaba a moverse dentro del Túnel. Muy lentamente, no como lo haría un coche en la carretera, apenas arrastrándose. Y entonces estabas dentro del Túnel. Y entonces..., entonces...
Sheerin aguardó de nuevo.
—Adelante —dijo al cabo de un minuto, cuando Harrim no mostró ningún signo de continuar—. Hábleme de ello. Quiero saber cómo era aquello, de veras.
—Entonces la Oscuridad —dijo Harrim roncamente. Sus grandes manos se estremecieron ante el recuerdo—. Caía sobre ti como si hubieran dejado caer un sombrero gigante encima de tu cabeza, ¿sabe? Y todo se volvió negro de pronto. —Los estremecimientos se estaban convirtiendo en un violento temblor—. Oí reír a mi hijo Trinit. Es un chico listo, Trinit. Pensaba que la Oscuridad era algo sucio, apueste a que sí. De modo que se echó a reír, y yo le dije que se callara, y entonces una de mis hijas se puso a llorar un poco, y yo le dije que todo estaba bien, que no había nada de lo que preocuparse, que aquello iba a durar sólo quince minutos, y que ella debía considerarlo como si fuera un desafío, no algo de lo que asustarse. Y entonces..., entonces...
Silencio de nuevo. Esta vez Sheerin no le animó a seguir.
—Entonces la sentí cerrarse sobre mí. La Oscuridad. Todo era Oscuridad... No puede imaginar usted lo que era..., no puede imaginar lo negro que era..., lo negro..., la Oscuridad..., la Oscuridad...
Harrim se estremeció de pronto y grandes sollozos desgarradores brotaron de él, casi como convulsiones.
—La Oscuridad..., ¡oh, Dios, la Oscuridad...!
—Tranquilo, hombre. No hay nada que temer aquí. ¡Mire la luz del sol! Cuatro soles hoy, Harrim. Tranquilo, hombre...
—Déjeme ocuparme de esto —indicó Kelaritan. Había acudido corriendo al lado de la cama cuando empezaron los sollozos. Una aguja brilló en su mano.. La apoyó contra el musculoso brazo de Harrim y hubo un breve zumbido. Harrim se calmó casi de inmediato. Se derrumbó hacia atrás contra la almohada y sonrió con ojos vidriosos—. Tenemos que dejarle ahora —dijo Kelaritan.