Aníbal (92 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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Sobre el azul profundo del cielo corrían ralas franjas de nata cuajada por el color. Bostar frenó su caballo al llegar a una encrucijada donde el camino se dividía en tres. En el lado norte de las colinas, rodeadas de cipreses y pequeñas palmeras, un cobertizo se apoyaba contra un gran depósito de agua rodeado por un muro. Los caminos y acequias se disolvían a lo lejos en estratos, sobre los cuales olivos colgaban del cielo. La ondulada llanura festoneada de colinas parecía extenderse hasta el fin del mundo, con sus filas de olivo, blancos y vellosos ajos, cepas, trigo, alcachofas.

—¿Y ahora?

Antígono bajó del carro y caminó hacia el cobertizo. Allí encontró herramientas, restos de semillas y también dos toscas vasijas de barro llenas hasta la mitad, una con agua y la otra con vino. El heleno dejó la puerta entornada, como la había encontrado.

—Por aquí tiene que haber aparceros en alguna parte.

Bostar se llevó las manos a la boca y gritó:

—¡Eeeeeh!

Un bulto nudoso que se encontraba debajo de un olivo cercano se movió, se levantó y se acercó. Era un anciano de rostro gris, pelo gris, traje y sandalias grises.

—¿Cómo podemos llegar a la casa, amigo?

El hombre observó a Antígono, ladeó la cabeza, sonrió y abrió la boca, en la que todavía quedaban cuatro o cinco dientes amarillentos.

—Siguiendo el camino de la derecha, señor Tigo.

Antígono aguzó la vista.

—Tú… conozco tu cara. Un momento. —Levantó una mano—. El nombre… el nombre es Mi… Marbil, ¿correcto?

El hombre rió, se acercó un paso más, estiró la mano y estrechó el antebrazo de Antígono.

—Me honras, amigo del estratega. Tantos años.

El heleno puso la mano en un hombro del aparcero.

—Tantos años, si. No sabía que trabajaras aquí. ¿Hay otros más?

Marbil señaló en varias direcciones.

—Muchos. Pero ésta es la parte antigua; la mayoría está en las plantaciones nuevas. ¿Te quedarás mucho tiempo, señor?

—No me llames, señor, viejo amigo. Después de todos los años… Sí, nos quedaremos un buen tiempo.

—Entonces volveremos a vernos. Sigue ese camino. —Marbil volvió a los árboles. Antígono subió al carro; Bostar hizo chasquear el látigo. Los dos caballos reemprendieron el trote. El heleno se volvió una vez más, haciendo una seña con la mano a aquella figura gris.

—Un viejo conocido, ¿eh?

Antígono asintió.

—Nos conocemos desde hace, ah, casi cuarenta años. Es uno de los catafractas íberos de Amílcar. La batalla del Taggo, donde cayó Amílcar, las campañas de Asdrúbal en Iberia, después en Italia, con Aníbal… supongo que también ha estado en Zama.

Bostar dejó escapar un suave silbido.

—Desde el Taggo hasta Naraggara. Y ahora poda olivos.

Antígono suspiró.

—El agradecimiento de Kart-Hadtha es muy justo e ilimitado, como tú sabes. Hannón fue sepultado en un ánfora de oro; los viejos soldados, que no pueden volver a sus países de origen porque ahora están ocupados por Roma…

El camino hizo una curva entre olivos y cepas, colinas bajo las cuales yacían cisternas, y canales, pasó por varios pequeños puentes de piedra, subió un poco y luego descendió hasta un amplio valle verde, en el que pacían caballos y vacas. Una muralla de altura similar a la de tres hombres erigida en el centro del valle rodeaba a un grupo de viejos y altos árboles de copa ancha; tras el intenso verde brillaban paredes blancas. Fuera del recinto amurallado, edificios secundarios y establos yacían como alas extendidas.

Dos o tres muchachos salieron corriendo a su encuentro y condujeron sus caballos. Por la puerta de la muralla podía verse a una persona inclinada. El traje de color claro caía muy holgado sobre el cuerpo enjuto; sobre la cabeza llevaba un sombrero negro y puntiagudo.

Bostar soltó las riendas, levantó los brazos y gritó:

—¡Ja! ¡El follacabras!

Daniel cruzó los brazos y se apoyó en el pilar de la puerta.

—Los nobles señores —dijo en voz alta—. El púnico cabeza de chorlito y el heleno alcornoque. ¡Que yo haya tenido que ver esto!

Antígono había convencido a Bostar de viajar hasta el otro lado del mundo: tres días en el barco de Bomílcar, desde Kart-Hadtha hasta Acola. Daniel había visitado la capital por última vez tres años antes de que comenzara la guerra, el año del asesinato de Asdrúbal. Durante el último cuarto de siglo Bostar y Daniel se habían escrito muy a menudo, por asuntos de negocios, pero no se habían visto. Antígono había estado en la finca el año posterior a Cannae, pero desde entonces habían pasado ya diecinueve años.

Tres rostros arrugados, tres hombres de setenta y dos años. Rieron, bromearon y se abrazaron.

—Ninguno de vosotros ha cambiado tanto —dijo Daniel—. Ya antes erais viejos chochos —añadió—. Venid a la casa. Pero el señor todavía no ha vuelto.

—¿Dónde está?

—Ha salido a caballo esta mañana. Con su mujer.

Antígono sacudió la cabeza.

—¿Su qué?

—Mujer. ¿No sabes lo que es? —Daniel sonrió burlón—. Una criatura de dos patas y piel agradable al tacto. Necesaria para la reproducción, pero, por lo demás, más bien inútil y no especialmente duradera.

Daniel no había apostatado de la fe de sus antepasados, que lo obligaba a tomar por esposa a una judía; únicamente la indiferencia y la omisión habían moderado su fe; se había casado con una libia, había tenido cinco hijos, era abuelo de catorce nietos y viudo desde hacia cinco años.

Caminaron bajo los árboles hasta una segunda muralla, detrás de la cual había más cobertizos y establos. El suelo entre la muralla y la casa estaba cubierto de ladrillos; Antígono vio tres pozos. La casa propiamente dicha se levantaba sobre una superficie plana de, quizá, cincuenta pasos de largo por cincuenta de ancho; la más baja de las tres plantas no tenía ninguna ventana. La puerta había sido reforzada con chapas de hierro. Bajo las ventanas de la primera planta, púas de hierro rodeaban toda la casa como una orla de flecos.

Mientras Daniel mandaba preparar refrescos, Bostar y Antígono pasearon por el edificio, que el heleno recordaba muy bien a pesar del tiempo transcurrido desde su visita anterior. La pequeña fortaleza en la que los antepasados de Aníbal a menudo tenían que defenderse de saqueadores númidas o libios era obra, en su forma actual, de Baalyatón, el padre de Aníbal, padre de Amílcar el Rayo. Sin embargo, parte de los muebles y adornos eran más antiguos. Pesados arcones centenarios, recipientes de vidrio egipcios de la época en que los persas dominaban el Nilo, el peto de bronce que una vez perteneció a un soldado de Croiso, estatuillas de jade de la China, la cabeza, tratada con procedimientos desconocidos, de un gran simio de apariencia humana —un antepasado llamado Magón había tomado parte en la larga travesía libia de Hannón el Marino por el océano—; una bandeja de oro, grande como la rueda de un carro, con imágenes de la antigua mitología hindú; un sencillo y tornasolado incensario de madera de cedro, traído por el piloto del barco de la princesa Elisa de Tiro; miles de estatuillas de animales esculpidas en huesos de ballena, marfil, carey, ónice, cornalina; joyas de oro, plata, cobre verde, centenares de piedras preciosas distintas. Antígono contempló con amor y tristeza una cadena de un finísimo hilo de oro engarzado con piedras verdes y brillantes alternadas con otras más pequeñas y de color rojo oscuro, y adornada con dos discos de oro del tamaño de la palma de una mano —sujetos con broches también dorados—, de los que brotaban pájaros fantásticos: trocitos de piedras preciosas engastados en oro y cubiertos por una delgada capa de cristal pavonado. Esa joya maravillosa había colgado en numerosas ocasiones festivas del cuello y sobre el pecho de Kshyqti.

En otras habitaciones había pesadas camas de madera de ébano, con cabezas de personas talladas y pequeños discos de marfil, sábanas de lino blanco extendidas sobre tirante cuero granulado y cubiertas por mantas de púrpura con ribetes de oro, o pesados brocados de oro. En la biblioteca —tres habitaciones contiguas del lado oeste—, miles de cilindros de barro cerrados herméticamente con cera yacían en estantes negros. Contenían rollos de papiro, copias o piezas únicas, obras de valor incalculable, irremplazables y, muchas veces, increíbles: el cuaderno de bitácora del piloto Magón, cien veces más detallado que el informe de Hannón guardado en el templo; una temprana versión helena de los versos de la Odisea del ciego Homero, junto a una temprana traducción púnica; copias de las crónicas de los reyes de la ciudad de Tiro; crónicas de Gadir, Tarshish, Liksh, Kalpe, Kerne, Kart Hannón, en la desembocadura del Gyr; las crónicas de Kart-Hadtha, los informes de los comandantes de plaza de Sicilia y Sardonia, los informes de jefes de puertos de las Islas Afortunadas; las notas de los capitanes que habían cruzado el océano y habían comerciado en las tierras del norte y el sur del continente que se encontraba al otro lado; una versión prohibida de los libros sagrados de los egipcios, en escritura popular; dibujos egipcios de Manetho; una versión sacerdotal egipcia de las historias sumerias de Gilgamesh y Engidu; una copia completa de los libros de la Sibila, que incluía aquello que la sabia mujer destruyó cuando los romanos no quisieron pagar el precio; la astronomía de los egipcios y babilonios; los escritos de los estrategas, tácticos y maestros en cercos helenos; Aristóteles, Platón, Eurípides, Sófocles, Esquilo, Aristófanes y muchos otros escritores helenos; las memorias de Temístocles, escritas en la corte del rey persa; las pequeñísimas y confusas historias falsas de Mutumbal, que había vivido en Kart-Hadtha hacia cuatrocientos años; el parco y a veces sarcástico informe —Antígono había disfrutado al leerlo, durante su primera estadía en la finca— de un comerciante tirio anónimo sobre los verdaderos acontecimientos ocurridos en Ilión; escritos de templos; registros comerciales, listas de seguros, listas de cargamentos de barcos que alguna vez había poseído la familia; el informe del marino púnico Arish sobre su viaje de Egipto al País del Incienso, la India y Taprobane, las islas del lejano Oriente, en las que había tigres, elefantes, rinocerontes, extraños lagartos gigantes y montañas que escupían fuego, luego hasta China y después de regreso, a través de desiertos y estepas, montañas y ríos caudalosos, hasta en el Ponto Euxino; la dulce y melancólica canción de amor de una poetisa púnica anónima de la época inmediatamente posterior a la fundación de la ciudad; las epopeyas mercantiles y guerreras de Bitias de Ityke, Gilimat de Kart-Hadtha, Magón el Sacrílego, Boshmún el de Medio Corazón; los tratados entre Kart-Hadtha y Tarshish, los tratados con etruscos, siciliotas, italiotas, atenienses, corintios, lacedemonios, egipcios, persas, árabes, cushitas, masaliotas, romanos, macedonios, gatúlicos…

Los suelos de casi todas las habitaciones estaban cubiertos de gruesas alfombras tejidas, sobre todo en Kart-Hadtha, pero también en Egipto o la India; por todas partes colgaban tapices multicolores flanqueados por viejas espadas; de todas las paredes salían brazos y puños de hierro o bronce, en los que se podían colocar antorchas. Todas las habitaciones, incluso las de la planta baja, cerradas hacia el exterior, eran frescas y luminosas; las paredes blancas absorbían la luz del patio interior, tiros y agujeros hacían circular el aire. En las plantas superiores, las ventanas que daban al sur estaban cerradas por postigos; todas las ventanas de la casa tenían marcos de madera móviles revestidos con traslúcida vejiga de cerdo.

Los pasillos de las dos plantas superiores conducían a galerías que daban al patio interior; Antígono y Bostar bajaron las escaleras de madera. En el lado interior de la planta baja, sencillas columnas de mármol verde sostenían los arcos enladrillados en que se apoyaban los maderos de la galería. Flores de mil colores y diez mil aromas, dispuestas en tiestos y parterres, llenaban el patio interior, en cuyo centro se levantaba un pozo de mármol negro. Junto a éste, en una mesa baja, Daniel había mandado servir asado frío, pan, alcachofas en vinagre, puerros rehogados, miel, frutas, vino y agua.

En la comida casi no hablaron de los últimos años; como todos los ancianos, hablaron de la juventud. Sólo mucho más tarde volvió Antígono a su pregunta:

—¿Qué era eso de la mujer?

Daniel cerró los ojos.

—Es la mujer más hermosa, inteligente y dulce de cuantas viven entre las columnas de Melkart y los suburbios de Babilonia.

Se llamaba Elisa y era más que todo lo que había dicho Daniel. Su piel —crema de leche y nuez— parecía tensarse un tanto sobre los pómulos; cabello y ojos cobijaban una luz negra, la túnica blanca, con franjas verticales de púrpura y una faja de oro alrededor de la cintura, le llegaba hasta las rodillas, perfilando la silueta de una estatua de Afrodita; pero Elisa era lo que ninguna diosa inventada sería jamás, una mujer radiante y viva. Dientes para morder, labios para sonreír, párpados para hacer guiños; Elisa irradiaba ingenio y tibieza, y, cuando la veía moverse, Antígono pensaba en una vela de seda henchida por el fresco y suave viento del sudeste en una mañana de otoño, en algún lugar entre las islas Baleares y Sardonia.

Conversaron hasta ya muy entrada la noche; primero en el patio, luego junto a la chimenea, en una de las grandes habitaciones de la planta baja. Había muchas cosas que contar, intercambiar, comparar; y muchas carcajadas. Antígono, inconsciente de su propia y profunda voz, retuvo en la memoria una mezcla de sonidos, olores, ruidos, una exquisita combinación de muchas cosas. Elisa como nardo, almendra, cinamomo y reluciente alabastro; la aguda risita con que Daniel envolvía sus bromas; el vino fresco y claro en el patio interior el vino caliente y diluido con miel y pimienta; la voz tibia y áspera de Elisa, como el buche peinado con las yemas de los dedos de un lejano pájaro de copos de nieve y esmeralda; el crepitar de la leña y aquella extraña mezcla de incienso y otras hierbas, que subía desde los braseros como agua fresca de algún puerto; las canciones que una anciana libia cantaba por la noche en los establos; los movimientos de Bostar imitando puñaladas, acompañados de maldiciones por la situación de la economía púnica; el chillido de un pájaro nocturno, que al extinguirse fue seguido por los primeros cantos de las cigarras; el gran sosiego del antiguo estratega, la audacia de sus nuevos proyectos.

Demasiadas cosas que decir, y todas fueron dichas, saltando de un lugar a otro. La visita de Antígono a Aristón, en el lejano sur; los intentos de Bostar de sacar al banco indemne de los arrecifes y remolinos de los años turbulentos; el gran trabajo de renovación emprendido por Daniel y Aníbal en todo Byssatis, no sólo en la propiedad bárcida: nuevas y grandes plantaciones, centralización de pequeños sembrados de arrendatarios, preparación de terrenos para ser cultivados por antiguos soldados, las nuevas formas de la locura helena y la oscilación de Roma entre la decadencia económica y el poderío militar: la guerra de tres años entre Roma y Macedonia, la derrota de Filipo ante Tito Quinto Flaminio, los ataques del seléucida contra Egipto y Pérgamo, la ocupación de Éfeso y Abydos (Filipo y Antíoco contra Egipto, Roma contra Filipo, Atalo a favor de Roma, Antíoco y Rodas contra Filipo), levantamientos contra Roma en Iberia central, guerra de restos de tropas púnicas y soldados celtas, comandados por Amílcar, contra Roma, en el norte de Italia, conquista de Placentia, derrota y muerte de Amílcar… En algún momento, Daniel se quedó dormido en su sillón, roncando; Bostar se estiró sobre un montón de alfombras y mantas y su charla enmudeció a mitad de una frase; Elisa se fue a dar un paseo nocturno por la casa y no regreso.

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