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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (24 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Nosotros tampoco —respondió Safo con fiereza. Sacó vaho por la boca debido a la frialdad del aire otoñal—. Y cuando entremos, los defensores se arrepentirán del día en que nos dieron con la puerta en las narices. Los hijos de puta no sabrán de dónde vienen los golpes. ¿Verdad, Bostar? —Dio un codazo a su hermano en las costillas.

—Cuanto antes caiga la ciudad, mejor. Aníbal encontrará la manera —repuso Bostar con seguridad, soslayando el enojo de Safo.

En los meses transcurridos desde su discusión en Cartago Nova, su relación había mejorado ligeramente, pero Safo nunca desperdiciaba la oportunidad de criticarlo o poner en duda su lealtad a la causa. «Solo porque no disfruto torturando a prisioneros enemigos —pensó Bostar entristecido—. ¿En qué se ha convertido él?»

Sin embargo, en cierto modo no era de extrañar que Safo recurriera a la violencia en sus intentos de obtener información que pudiera facilitarles la entrada. Habían transcurrido casi seis meses desde que el inmenso ejército de Aníbal iniciara el asedio y no habían avanzado gran cosa. Saguntum, situada a kilómetro
y medio del mar, se encontraba en un fragmento de roca larga y pelada que se elevaba trescientos o cuatrocientos pasos por encima de la llanura de abajo. Era una posición de predominio seguro que convertía el asedio en una perspectiva terrible. La única forma de acceder a la ciudad, rodeada de fortificaciones sólidas, era desde el oeste, donde la pendiente no era tan pronunciada. Como es natural, ahí era donde las defensas eran más fuertes. Rodeada por unos gruesos muros, una torre imponente dominaba la parte más elevada de la roca. Aníbal había acampado a la mayoría de sus fuerzas por debajo de ese punto. También había ordenado que erigieran un muro que discurría alrededor de la base de la roca. La circunvalación estaba salpicada de torres cuya única función era garantizar que no escapara ningún mensajero enemigo.

—Gracias a los dioses, somos así —añadió Malchus.

Los dos hijos asintieron. Aníbal había honrado a su familia escogiendo a sus unidades para liderar el ataque inminente. El resto de los participantes, miles de libios e íberos, aguardaban en las laderas de más abajo.

Safo hizo una mueca y señaló las filas apelotonadas de lanceros, dispuestos alrededor de cuatro
vineae
, o «caminos cubiertos», torres de ataque con un enorme ariete en la base. Formarían la base del asalto.

—Los hombres están nerviosos. Tampoco me extraña. Llevamos una hora esperando. ¿Dónde está?

Bostar era consciente de que Safo tenía razón. Algunos soldados charlaban en voz alta entre sí, con un tono ligeramente más elevado del normal. Otros guardaban silencio pero movían los labios rezando sin parar. Un ambiente de nerviosismo se cernía sobre cada pelotón. «Aníbal llegará pronto», se dijo.

—Paciencia —aconsejó Malchus.

Safo obedeció a regañadientes pero ardía en deseos de demostrar su valía de una vez por todas. Demostrar a su padre que era su hijo más valiente.

Al cabo de unos instantes unos murmullos expectantes que empezaron a propagarse hacia delante desde la parte posterior del gentío les llamaron la atención.

—¡Escuchad! —dijo Malchus triunfante—. Aníbal habla con ellos al pasar. Hay muchos elementos que conforman a un buen general, y este es uno de ellos. No se trata solo de liderar desde delante. También hay que interesarse por los soldados. —Dedicó un asentimiento aprobatorio a Bostar, lo cual hizo que Safo mascullara algo entre dientes.

Bostar perdió los estribos. Se trataba de un asunto al que otorgaba mucha importancia.

—¿Qué? —preguntó—. Si intentaras eso en vez de castigar toda pequeña infracción, tus tropas te respetarían más.

Safo ensombreció el semblante, pero antes de tener tiempo de responder se oyó una fuerte ovación. Los hombres empezaron a dar zapatazos en el suelo a un ritmo repetitivo y contagioso. El resto de los oficiales no hicieron nada por intervenir. Aquello era lo que todos habían estado esperando. El ruido fue a más hasta que una única palabra resultó audible: ¡A-NÍ-BAL, A-NÍ-BAL, A-NÍ-BAL!

Bostar sonrió de oreja a oreja. Era inevitable no contagiarse del entusiasmo de los soldados. Incluso Safo estiraba el cuello para ver.

Al final un pequeño grupo surgió de entre los lanceros. Formaban un cuadrado hueco, compuesto por unas dos docenas de
scutarii
. Estos soldados de infantería íberos eran una de las mejores tropas de Aníbal. Como de costumbre, los
scutarii
llevaban las típicas capas negras encima de unas túnicas sencillas y pequeños petos. Su terrible despliegue de armas incluía varios tipos de lanzas pesadas, sobre todo el
saunion
de hierro, así como espadas largas y rectas y puñales. En el interior de la formación caminaba una única figura que quedaba parcialmente oculta de su vista. Era la persona que todos querían ver. Al final, cerca de Malchus y sus dos hijos, los
scutarii
se abrieron en abanico formando dos hileras. Entonces se vio claramente al hombre del interior.

Aníbal Barca.

Bostar observó a su general con verdadera admiración. Como la mayoría de los oficiales cartagineses de alto rango, Aníbal llevaba un sencillo casco de bronce dorado de estilo helénico. El sol destellaba en la superficie y se reflejaba en los ojos de los soldados. Una luz cegadora ocultaba el rostro de Aníbal con excepción de la barba. Llevaba una capa violeta oscuro colgada de los anchos hombros. Bajo la misma vestía una túnica del mismo color y una coraza de bronce decorada con motivos de plata. Varias capas de lino protegían la entrepierna del general y unas grebas de bronce pulido le cubrían la parte inferior de las piernas. Llevaba los pies enfundados en unas sandalias de piel robustas. Un tahalí de piel le bajaba desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda y sostenía una espada
falcata
en una vaina bien gastada. Se dirigió hacia delante cojeando ligeramente.

El comandante de los
scutarii
dio una orden a gritos y, al unísono, los soldados golpearon los escudos pintados con colores vivos contra la roca. El estruendo hizo callar de repente a las tropas reunidas.

—¡Vuestro general, el león de Cartago, Aníbal Barca! —anunció el oficial.

Todos los presentes se pusieron firmes y saludaron.

—¡General! —exclamó Malchus—. Nos honráis con vuestra presencia.

Aníbal elevó la comisura de los labios.

—Descansen, caballeros. —Se colocó al lado de Malchus—. ¿Estáis preparados?

—Sí, señor. Hemos comprobado los sistemas del asedio dos veces. Cada uno de los hombres sabe su función.

Los hijos de Malchus mascullaron algo para poner de manifiesto que estaban de acuerdo con su padre.

Aníbal miró a uno y luego al otro antes de asentir satisfecho.

—Os irá bien.

—Que Baal Safón nos abata si no es así —declaró Safo con vehemencia.

Aníbal se quedó un tanto sorprendido.

—Espero que no. La ciudad acabará cayendo pero todavía no lo hemos conseguido. ¿Quién sabe si hoy es el día? Además, cuesta encontrar a oficiales valiosos. —Sin hacer caso de la evidente incomodidad de Safo, sonrió hacia Malchus—. Comprenderás que se te ha concedido esta oportunidad porque no puedo correr. —Se tocó el fuerte vendaje del muslo derecho.

—Vuestra herida fue de lo más desafortunada, señor —dijo Malchus—, pero agradecemos la oportunidad que se nos presenta hoy.

Aníbal sonrió.

—Vuestro entusiasmo es encomiable.

Bostar todavía recordaba con claridad la gran emoción del momento vivido hacía varias semanas, durante un ataque similar al que estaban a punto de liderar. Como era habitual en él, Aníbal había ido en cabeza. Bostar deseaba haber sido él quien acababa con una flecha clavada en el muslo.

—¿Qué tal está curando la herida, señor?

—Despacio. —Aníbal hizo una mueca—. De todos modos, supongo que tengo que estar agradecido por que los defensores no fueran mejores arqueros.

El padre y los hijos soltaron una risa nerviosa. Nadie quería plantearse aquella posibilidad.

—Bueno, no quiero entreteneros. Los saguntinos os esperan. —Aníbal señaló las murallas, repletas de hombres. Se giró hacia la ladera empinada donde estaban las otras compañías de la tropa: refuerzos en caso de que el ataque prosperara—. Y ellos también.

—Sí, señor. —Malchus alzó la espada.

Sus hombres, que le habían estado observando fijamente, se pusieron tensos.

—Por todos los dioses, ojalá Hanno estuviera aquí —murmuró Bostar.

Safo endureció la expresión.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Se pasaba el día soñando en momentos como este.

—Bueno, pues está muerto —le susurró Safo con saña—. Así que estás perdiendo el tiempo.

Bostar le lanzó una mirada de furia.

—¿No le echas de menos?

Safo no tuvo ocasión de responder.

—¿A qué esperáis? —preguntó Malchus, que no había oído la conversación—. ¡A vuestros puestos!

Después de dedicar un saludo rápido a Aníbal, Bostar y Safo corrieron a unirse a sus respectivas falanges. Cada uno de ellos estaba a cargo de una de las
vineae
y su rivalidad cada vez mayor suponía que ambos ardían en deseos de estar al mando del arma de asedio que abriera el boquete decisivo en los muros y permitiera a sus camaradas entrar en Saguntum. Quizá no lo consiguieran, pensó Bostar. Su padre estaba al mando de la tercera
vinea
y Alete, un veterano corajudo que gozaba de la admiración de ambos hermanos, lideraba la última.

Malchus esperó a que estuvieran colocados antes de bajar el brazo.

—¡De frente! —gritó.

Mediante silbidos, los oficiales alentaron a los libios a dirigirse hacia las murallas. Docenas de hombres previamente seleccionados entregaron sus lanzas a los camaradas y corrieron para colocarse con los hombros contra la parte trasera de las
vineae
, o situarse a lo largo de las ruedas. Otros grupos emplearon los escudos grandes para formar pantallas protectoras alrededor de los que quedaban desprotegidos. Se dieron más órdenes y los soldados situados alrededor de las armas de asedio empezaron a empujar. Las
vineae
empezaron a avanzar entre crujidos y dejaron a Aníbal atrás. Cuando las armas estuvieron a unos cincuenta pasos colina arriba, el resto de los libios empezaron a seguir formando falanges bien compactas.

A Bostar se le iba encogiendo el estómago a medida que se acercaban. Veía con claridad el rostro de quienes tenía por encima, los defensores que esperaban dejar caer una lluvia de muerte sobre él y sus hombres. Sobre su padre y su hermano. «Baal Safón, permítenos destrozar las murallas del enemigo —rezó—. Protégenos a todos con tu escudo.» Cuando los primeros proyectiles empezaron a tamborilear, Bostar no pudo evitar plantearse si su hermano Safo tenía los mismos deseos de protección para él.

Lo dudaba.

Bostar atisbó hacia las murallas que tenía por encima con sumo cuidado. Después de aproximadamente una hora, el asalto iba bien. Los arietes suspendidos en la parte inferior de las
vineae
estaban abriendo boquetes enormes en la base de la muralla. Gracias al tejado de madera y cuero de las armas de asalto, que habían remojado previamente con agua, las nubes de flechas de fuego, piedras y lanzas de los defensores estaban causando un daño mínimo. Bostar había perdido quince hombres, lo cual era totalmente aceptable. Las falanges a ambos lados, las de Safo y Alete, parecían haber sufrido un número similar de bajas.

Poco después, una buena parte de la muralla se vino abajo. Al verlo, Bostar esbozó una sonrisa socarrona. La zona se encontraba justo entre su posición y la de Safo, así que ninguno de los dos podía atribuirse el mérito. De todos modos, en esos momentos aquello resultaba irrelevante. Aníbal les observaba. Bostar bramó a sus hombres que redoblaran sus esfuerzos. Le pareció oír la voz de Safo por encima del fragor, instando a sus soldados a hacer lo mismo. Sus esfuerzos no resultaron en vano. Poco después, dos y luego tres torres habían caído hacia fuera y aplastado a docenas de hombres de la guarnición y lanceros, que resultaron muertos. Habían abierto una brecha considerable, lo bastante grande para entrar por ella. Bostar no esperó a que el polvo se asentara. Había que aprovechar aquella ocasión sin miramientos, antes de que los defensores, desconcertados, tuvieran tiempo de reaccionar. Gritando a sus hombres para que cogieran las armas y le siguieran, trepó a los montículos de cascotes que se encontraban frente a las armas de asedio. Le satisfizo ver que los soldados de Safo también invadían la zona. Cuando vio a su hermano a veinte pasos de distancia, Bostar alzó la lanza a modo de saludo.

—¡Nos vemos dentro!

—No si llego antes que tú —le rugió Safo. Se giró hacia sus soldados, que estaban impacientes como un perro de caza sujeto con una correa.

—¡Cinco monedas de oro para el primer hombre que llegue al interior de las murallas! ¡Adelante!

Bostar exhaló un suspiro. Hasta aquello tenía que ser una pugna. «Que así sea», pensó enfadado.

La carrera había empezado.

Seguidos por sus hombres, los dos hermanos consiguieron ascender hacia la brecha. Su vida corría peligro a cada paso, no solo por culpa de la continua lluvia de proyectiles que caía desde ambos lados de las murallas, sino por lo peligroso del terreno que pisaban. Mantener el equilibrio cargados con una lanza en una mano y un escudo en la otra costaba todavía más. Bostar mantenía la mirada fija en el suelo. Los proyectiles del enemigo escapaban a su control pero debía intentar no romperse el tobillo durante el ascenso. Lo había visto en otras ocasiones y los pobres desdichados quedaban condenados a ser pisoteados por sus compañeros, o abatidos por el torrente de muerte que lanzaban los saguntinos.

Bostar fue el primero en alcanzar el punto más alto de la muralla destrozada. Las nubes de polvo que se habían levantado al caer la torre formaban una nube asfixiante que impedía ver a los defensores. ¿No había ninguno?, se preguntó Bostar. El corazón le dio un vuelco pero entonces miró en derredor y soltó una maldición. Con las prisas, había aventajado a sus soldados. Los más cercanos se encontraban a veinte pasos ladera abajo.

—¡Espabilad! —bramó—. ¡No vamos de paseo!

Al cabo de un instante, Safo apareció por entre la oscuridad. Llevaba a una docena o más de libios detrás; otros estaban ascendiendo cerca. Desplegó una sonrisa de felicidad al ver que Bostar estaba solo.

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