Hannón se levantó. Sus movimientos seguían siendo rápidos, no eran de ninguna manera los de un anciano decrépito.
—Me estás despertando la curiosidad.., meteco púnico.
Antígono hizo una señal a sus hombres. Estos dejaron los recipientes sobre una fila de asientos y se retiraron en la penumbra.
—¿Dónde están mis guardias? —dijo Hannón de repente, como si no hubiera pensado en ellos antes.
—Nos están protegiendo, quietos y callados. No nos molestarán. Nadie nos molestará durante esta ceremonia sagrada, Hannón. Una ceremonia muy sagrada: comeremos juntos frente al rostro del gran Baal… una comida púnica. Bazofia púnica, como decía mi padre.
Hannón se acercó. Sus ojos seguían siendo de hielo; barba y cabello eran blancos, hacia tiempo que ya no se los teñía. El rostro arrugado expresaba una extraña mezcla de aversión, curiosidad, interrogación y desconfianza. Y de algo más, que Antígono no podía identificar; una especie de incomprensible, impenetrable unidad del hombre y el templo, el púnico y el dios, el consejero y la esencia de la antigua ciudad; algo a lo que el heleno jamás podría acceder. Antígono sintió escalofríos.
Haciendo un gran esfuerzo, el heleno logró dominarse y empezó los preparativos. Vertió agua de un odre en un enorme plato hondo y le añadió más o menos una mina de harina blanca. Removió la mezcla hasta que el agua y la harina formaron una pasta espesa. Hannón estaba de pie junto a él, observando en silencio. Antígono pasó la pasta a un segundo plato hondo, que llenó con tres minas de queso fresco, media mina de miel y un huevo.
—Faltan el pan y la sal, Hannón. Sé tan amable de alcanzarme el pan, está allí.
El púnico se encogió de hombros, refunfuñó algo y fue hacia el final del banco de piedra. Cuando cogió el pan y se dio la vuelta, la parte más importante de la ceremonia ya estaba hecha: el contenido de un pequeño frasco de cristal se encontraba en el fondo de la escudilla en que ahora Antígono estaba sirviendo la papilla. Hannón vio como el heleno removía la mezcla; cogió la escudilla de manos de Antígono sin mostrar apenas alguna resistencia.
—¿Quienes partir tú el pan, púnico?
Hannón volvió a encogerse de hombros sin decir nada, dejó su escudilla y partió la hogaza de pan en dos pedazos. Antígono ya había llenado la segunda escudilla y ahora la tenía en la mano izquierda, mientras con la derecha echaba sal sobre los dos trozos de pan.
—Ante el rostro de Baal, digo solemnemente lo que hay que decir. —Levantó la escudilla—. Yo, el señor del Banco de Arena, Antígono hijo de Arístides, nacido y criado en Kart-Hadtha, quiero borrar todo el odio y toda la enemistad, rencor y envidia, malos pensamientos y deseos que haya albergado y aún hoy albergo contra Hannón el Grande, señor de muchas fincas rurales, gerusiasta de Kart-Hadtha, sumo sacerdote de Baal. Que al terminar esta comida no quede nada de todo ello entre Hannón y Antígono.
Hannón tenía la mirada fija en el heleno. De pronto dibujó una sonrisa y parpadeó.
—Un gran juramento, meteco. Bien. Si es eso lo que quieres… ¿Realmente todo?
—Todo —dijo Antígono en voz baja—. La primera guerra contra Roma, la Guerra Libia, las intrigas contra Amílcar, las intrigas contra Asdrúbal, las intrigas entre nosotros, tu amistad con Roma, tu odio y tus esfuerzos por socavar la posición de Aníbal, todo. Incluido Demetrio de Taras.
Hannón balanceó lentamente la cabeza.
—¿Y por qué?
—Kart-Hadtha está destruida. Debemos levantarla juntos, en una paz sin condiciones. Para beneficio de ambas partes.
Hannón frunció el ceño, titubeó; luego asintió, levantó la escudilla ante Baal y pronunció palabras que declaraban extinguido todo el odio y afirmaban que ya no existía nada entre ellos.
Comieron la papilla, después el pan. Hannón escanció vino en dos vasos y alcanzó uno al heleno, quien lo observaba con atención.
—Ahora bebamos, dos púnicos ante el dios.
Bebieron. Hannón se dejó caer sobre el banco de piedra y levantó la mirada hacia Antígono.
—Has sido un buen enemigo —dijo con una sonrisa extraña—. No sé, quizá eche de menos nuestra larga enemistad.
Antígono enarcó una ceja.
—Yo no. Puedo vivir muy bien sin ella, Hannón. Pero préstame atención un momento. Quiero contarte la historia de unas espadas.
—¿Espadas?
—Para sellar la paz entre nosotros, si quieres. La primera espada pertenecía a un oficial de Amílcar de la guerra de Sicilia; yo lo maté en la batalla a orillas del Bagradas, cuando Naravas acudió en ayuda de Amílcar. El Rayo me regaló la espada al terminar la lucha. Hace ocho años, cuando estuve prisionero en Massaha, me la quitaron. —Hizo una pausa; Hannón estaba sentado, quieto. Por un instante se llevó la mano a la barriga—. Hace casi tres décadas y media pagué una buena cantidad de oro a una herrero de Britania para que hiciera unas espadas que pasé a recoger un tiempo después. Seis espadas, Hannón. Una se la di al hijo de mi amigo Bostar, mi actual capitán, Bomílcar. Esa espada también se perdió en Massalia. Otra fue para mi hijo Aristón, quien gobierna un reino en el sur de Libia. Tres para los hijos del Barca. La de Asdrúbal se quebró debajo de él cuando cayó en Metauro; un hombre valeroso en su última batalla. Magón murió en la travesía de Liguria a Iberia; su espada se perdió. Nadie sabe dónde. Aníbal, el hijo más grande de esta ciudad, todavía conserva la suya. La sexta espada pertenecía a mi hijo Memnón; murió en Capua. Ahora yo llevo su espada. —Puso la mano sobre la empuñadura del arma que le colgaba del cinto.
Hannón volvió a mirar al heleno con desconfianza.
—¿Por qué me has contado esa historia de espadas?
—La historia aún no ha terminado, Hannón. Todos los que murieron, murieron por culpa tuya. Cuando te era posible evitar el envío de refuerzos, lo evitabas. Cuando no podías evitarlo, cuidabas de que no fueran enviados a aquel lugar donde hubieran podido decidir la guerra. Los Ancianos de tu partido sumieron Iberia en el caos con sus órdenes absurdas. La sangre de Asdrúbal, Magón, Memnón y las decenas de miles que murieron en las tres guerras, contra Roma y contra los mercenarios, tiñe el ribete de tu precioso traje. En tus oídos retumban los gritos de agonía de Eryx, Zama y Baikula, los crujidos de los barcos hundidos, el borbotear del agua en las gargantas de los ahogados, los gritos de los mutilados, los llantos de las mujeres violadas.
—No escucho nada —dijo Hannón. Sonrió; luego soltó un suave gemido, se llevó el pulgar de la garganta a la barriga, cogió el vaso y lo vació de un trago.
—Con la ayuda de Demetrio hiciste saber a los romanos cosas de las que nunca debían haberse enterado. Mandaste matar a Asdrúbal el Bello y mostraste a Escipión el camino hacia la nueva Kart-Hadtha. Has cometido millones de infamias, siempre en contra de la ciudad y el pueblo, siempre a favor únicamente de tu bolsillo. Muchas veces he deseado meterte una serpiente en la garganta y coserte los labios.
Hannón inclinó la cabeza y eructó.
—Te he impresionado, ¿eh? —Hizo una mueca con la boca.
—Pero ahora no debe existir odio entre nosotros. Quiero olvidar todo eso, púnico. Pues ya he tomado venganza, y después de la venganza viene la paz, el silencio, el olvido.
Hannón aguzó la vista. Volvió a cogerse la barriga.
—¿Qué… cómo que venganza?
Antígono desenvainó la espada que había pertenecido a Memnón. La hoja estaba mellada, desgastada en el borde superior, pero aún conservaba su filo.
—Con esta espada de Memnón, mi hijo muerto, he cortado y triturado los pelos de la cola de un caballo, oh gran Hannón. Con una fuerte lima he sacado limaduras de esta espada, oh gran Hannón. Ambas cosas, pelo y limaduras, más un veneno lento y efectivo, se encontraban dentro de la bazofia púnica de tu escudilla. —Volvió a meter la espada en su vaina—. Tu dios Baal es mi testigo: después de esta comida no volverá a haber nada entre nosotros.
Hannón lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. La boca se le abrió, la lengua asomó entre los labios. En la penumbra que inundaba el monstruoso salón, la luz huyó del rostro del púnico, convirtiéndose en una mancha nebulosa. Quiso levantarse de un salto.
Su cuerpo sufrió una convulsión. Hannón gritó. Gritó durante horas, maldijo a Antígono, imploró de rodillas que le diera el golpe mortal, gimoteó, chilló, se revolcó en el suelo. Antígono estaba de pie, junto a él, observándole, endureciendo sus entrañas, pensando en los muertos y mutilados, torturados y violadas. Hannón el Grande murió nueve horas después de dar el primer grito; murió con el cuerpo retorcido de dolor, con la boca llena de espuma ensangrentada, devorado de dentro hacia fuera por miles de ardientes colmillos de serpientes, al amanecer, a los pies del terrible dios.
El meteco, pálido, recogió los platos, escudillas y recipientes. Una hora más tarde, el relevo encontró a los guardas de Hannón encadenados, con los ojos vendados, casi ahogados bajo la lluvia y casi desquiciados de terror. Hablaron de los rugidos encolerizados del dios y de los mil demonios que los habían atacado esa noche.
Era como si la lluvia y el crimen hubieran purificado a Kart-Hadtha. Durante un momento Antígono se dejó confundir por ese pensamiento tentador; luego comprendió que era a otro poder al que le correspondía limpiar las calles de bandas de asesinos.
Días después, Bostar dio al heleno informes del Consejo, que la noche de la última cena de Hannón se había reunido en el templo de Eshmún, sin la presencia de Hannón y de muchos otros, que se habían quedado en sus casas a causa de la lluvia.
—Un buen estreno —dijo. Se pasó los dedos extendidos sobre los ya ralos cabellos—. Aníbal simplemente les hizo saber que él seguiría dando golpes a medianoche. Puesto que durante la guerra habían dejado que él mismo tuviera que pagar una gran parte de los gastos, y, así, le habían impedido que, como estratega, cuidara de la seguridad exterior de la ciudad, seguramente ahora no se opondrían a que él anticipara de su bolsillo los medios necesarios para, por lo menos, velar por la seguridad interior de la ciudad. —Bostar dejó escapar una risita reprimida—. Entonces se levantaron un par de hombres de Hannón: qué se había creído Aníbal, las cosas no se hacían así, tenía que haber una decisión del Consejo y el número de consejeros presentes no era el suficiente. A eso Aníbal respondió: «No hace falta que el Consejo tome una decisión. La decisión concierne al estratega. Si no queréis que se preocupe de la seguridad de Kart-Hadtha, tendréis que deponerlo. Pero yo en vuestro lugar esperaría hasta que los romanos se retiren efectivamente».
En el ágora se levantaban treinta cruces; de ellas colgaban bandoleros, asesinos, cuchilleros, violadores. Poco después de la medianoche, numerosas patrullas salieron de los cuarteles de la muralla, cada una compuesta de diez soldados y un oficial púnico. La tranquilidad volvió paulatinamente a la ciudad. Y cada vez más penteras, cuatrirremes y trirremes llegaron a la bahía y el puerto militar, hasta que éste quedó repleto; las que llegaron después atracaron en el muelle exterior o anclaron frente a la «lengua».
Cuando Antígono quiso visitar a Aníbal, el estratega había desaparecido. Salambua, todavía hinchada y todavía camorrista, no le pudo decir nada exacto. Aníbal tampoco se encontraba en los cuarteles de la muralla del istmo. Sin embargo, allí Antígono se topó con un viejo amigo, el subestratega de Aníbal, Bonqart.
—Se ocupa de esto y de aquello —dijo el púnico con un guiño—. No lo sé, Tigo, pero creo que está fuera.
—Pero, ¿qué está haciendo fuera?
Bonqart se encogió de hombros.
—Hablar con informadores, reunir gente, ¿qué otra cosa? Y envuelto en un disfraz, bajo las narices de Escipión.
Llegó la primavera y, con ella, la entrada en vigor del terrible tratado de paz. Miles de personas se agolparon junto a la muralla de la bahía, en los tejados de las casas y en los lugares vacíos de Byrsa. Antígono, desconcertado, contaba una y otra vez los barcos, que llegaban de todos los rincones del mar y habían sido reunidos por los romanos. Cinco de tal puerto púnico, diez de tal otro, treinta de más allá de las columnas de Melkart, otros tantos de aquí, más de allá… Roma, la potencia más fuerte de la Oikumene, había dominado el mar durante toda la guerra, la flota de Roma se componía de doscientas cuarenta naves.
Luego se prendió fuego a los barcos de Kart-Hadtha, de la ciudad cuyos marineros surcaban el mar y el océano desde hacía seiscientos años; en el puerto militar flotaban diez trirremes; en la bahía se levantaron nubes de humo, se elevaron grandes llamaradas. Las armas desaprovechadas, desperdiciadas como todo lo demás, ardían; veintidós sólidos cuatrirremes, sesenta y siete trirremes, cuatrocientas once penteras: quinientos navíos de combate, más del doble de lo que Roma había tenido jamás. No soplaba ningún viento que esparciera el humo. El cielo de la ciudad ennegreció. Muchos de los que se encontraban sobre las murallas tosían y se atragantaban, hasta que empezaban a correrles las lágrimas.
Antes de la partida de sus tropas, Publio Cornelio Escipión nombró a su aliado Masinissa rey del reino masesilio y otros pueblos númidas. Sifax fue llevado a Roma, donde murió en prisión. Escipión obtuvo un triunfo; a partir de entonces se le llamó el Africano.
Durante todo ese tiempo no hubo manera de encontrar a Aníbal. Era posible que quisiera permanecer oculto para que los romanos no decidieran en último momento exigir su extradición; algunos rumores decían que había ido a ver a Masinissa para negociar con quien ahora era el hombre más poderoso de Libia.
Pocos días después de la partida de las últimas tropas romanas, Antígono recibió una carta de su viejo amigo Daniel, a quien no veía desde hacia mucho tiempo. El judío seguía administrando las propiedades que poseían los Barca en Byssatis, entre Tapsos y Acola. El hijo del dueño había estado allí con unos cuantos amigos, escribía el circunspecto Daniel; después se había marchado a examinar los canales y, sobre todo, las fosas.
Pronto llegaron noticias más exactas. El estratega había reunido a supervivientes dispersos de su viejo ejército, y no estaba dedicado únicamente a examinar las fosas púnicas y consolidar las fronteras. Saqueadores númidas —patrullas del rey Masinissa, decían algunos— azotaban la región; en varios lugares se estaban produciendo levantamientos libios. En las montañas cercanas a la ruta de caravanas se había formado todo un ejército de salteadores de caminos. En verano llegó a la ciudad la primera caravana, procedente de Sabrata; íberos y libios la escoltaron.