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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (35 page)

BOOK: Aníbal
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Columnas de Melkart

A
sdrúbal apareció en medio de un intenso chubasco de primavera. El carro entró en el patio y se detuvo frente al taller donde Tsuniro elaboraba sus perfumes; el púnico saltó del carro cubierto y subió las escaleras tan de prisa como pudo. Cuando llegó a la quinta planta estaba calado hasta los huesos. Antígono lo hizo pasar a través de una abertura en la pared revestida con madera de ébano, que daba a lo que antes fuera la casa contigua, donde ahora había hecho instalar un cuarto de baño. El baño era provisto de agua por un depósito colocado sobre el tejado. Asdrúbal extendió sus ropas húmedas sobre el borde de la bañera de madera, se secó con un gran paño de lana y se puso el calzón y el chitón que Antígono le había preparado.

Durante la cena —había pan, atún salado, aceitunas, fruta, agua y vino— la lluvia siguió cayendo sin interrupción. Por momentos era difícil entender más que palabras entrecortadas. Terminada la cena, la nodriza se llevó a Aristón a la cama; Memnón se fue a continuar su apasionada lectura de las aventuras y fatigas de mercenarios helenos narradas por Jenofonte. Asdrúbal, Antígono y Tsuniro aprovecharon el fin de la lluvia; sacaron sillas y una mesa a la terraza que daba a la muralla marítima, y bebieron vino. El aire fresco del atardecer era exquisito como mosto recién pasado por el tamiz. Pescadores nocturnos empujaban sus barcas con el bichero a través del cañaveral cercano a la orilla del lago de Tynes; un gavilán, y luego también algunos vencejos, observaban el cambio de guardia desde lo alto de la muralla. Cuando oscureció, las nubes se disiparon y la luna sumió todo en su luz pálida. Murciélagos pasaban cortando el cielo.

Asdrúbal resumió las últimas noticias del Consejo.

—No es nada que Amílcar tenga que saber necesariamente, pero, como de costumbre querrá saberlo todo. —El jefe del partido de bárcidas jugaba con la pesada copa de plata—. Hannón ha vuelto a meter los dedos en los asuntos públicos; sus sociedades y su dinero son, sencillamente, demasiado importantes. Creo que todavía puede sufrir tantos fracasos y cometer tantos errores… En todo caso, ha emprendido la construcción de una nueva flota.

Antígono puso la copa sobre la mesa con tanta fuerza que el vino salpicó.

—Primero deja que se pudra una buena flota, contribuyendo así a que perdamos la guerra con Roma. Y ahora quiere construir una flota, ¿para qué, por todos los desechos de sus malditos dioses?

Asdrúbal tosió.

—¿Para qué? Roma envía grano, Hierón también, por todas partes hay gran amistad, de modo que no existe el peligro de que alguien pueda emplear una flota con malos fines. Por eso Hannón quiere tener una. Y, sobre todo, quiere tener Sardonia.

Tsuniro cruzó las manos sobre la nuca.

—Pero hemos perdido Sardonia. ¿Acaso quiere…?

—Precisamente eso. Sicilia no le interesaba mucho; allí sólo tenía pequeños negocios. Pero en Sardonia tiene diversas propiedades. Por eso. Sólo cuando Roma rechazó por segunda vez la oferta de los mercenarios referente a las islas, empezó Hannón su más reciente juego. En realidad no hay ninguna otra cosa digna de mención.

Amílcar, el nuevo segundo estratega, Aníbal, y Naravas, habían conseguido mediante asaltos, ataques sorpresa y, sobre todo, el bloqueo de todas las vías de avituallamiento, llevar a una situación desesperada a los mercenarios que sitiaban Kart-Hadtha. Por fin, Spendius, Audarido y el libio Zarzas levantaron el sitio. Matho aún conservaba las ciudades de Ityke, Hipu y Tynes; los otros tres cabecillas y sus casi cincuenta mil hombres se marcharon hacia el interior, perseguidos por los jinetes de Naravas. Aníbal bloqueó Tynes con una parte del ejército púnico. Mientras el más pequeño de los dos ejércitos púnicos impedía a Matho toda posibilidad de ir en auxilio de los otros rebeldes, Naravas y Amílcar, con los jinetes, elefantes y la mayor parte de las tropas púnicas, acorralaban cada vez más a los mercenarios, obligándolos a marchar hacia el sureste, a dejar las fértiles llanuras del campo libio para internarse en las secas regiones de este lado de la costa y el Byssatis. Spendius, Audarido y Zarzas tenían más del doble de soldados que los púnicos, pero el miedo a Amílcar y su arte militar era tan grande que no trabaron una nueva batalla. El gran púnico consiguió repetidas veces tender emboscadas, separar pequeñas tropas del cuerpo principal del ejército enemigo y aniquilarías casi sin sufrir bajas, y llevar a los mercenarios a una región poco propicia para éstos, alejándolos de Matho.

—Las provisiones están en camino desde ayer; yo partiré mañana temprano. Creo que además de monedas, provisiones y noticias sobre Hannón, hay otra cosa que tendré que llevar a Amílcar.

Asdrúbal volvió a llenar su copa.

—¿A qué te refieres?

Antígono se pellizcó el lóbulo de la oreja derecha.

—Lo digo a disgusto… rumores.

Tsuniro soltó una risita.

—Por fin algo realmente interesante, lo dices a disgusto. ¿Qué tipo de rumores, oh cántaro de mis alegrías?

—¿Te refieres a lo que se dice sobre Amílcar y yo? —Asdrúbal curvó las comisuras de los labios hacia abajo.

—Precisamente a eso bello Asdrúbal.

El púnico hizo una señal negativa con la mano.

—No es algo que tenga que interesarle. Si fuera importante, y, sobre todo, si fuera cierto, seria un matrimonio difícil. Él nunca está en casa.

—Ah. —Tsuniro observó el rostro del joven púnico—. Estos mezquinos rumores… En todo caso, si yo fuera un hombre con esas inclinaciones, o, lo que sería más posible, una mujer libre… Hmmm. —Inclinó la cabeza sonriendo.

Asdrúbal hizo una reverencia sin levantarse de su asiento.

—Me honras, diosa negra de las noches metecas. Si alguna vez Tigo se harta de ti, o tú de él…

Antígono levantó la copa.

—Por vosotros dos. Pero, hablando en serio, Asdrúbal, creo que conoces la situación. Si Hannón quiere que toda la ciudad crea algo, encontrará los medios para difundir esa creencia. «El jefe de nuestro ejército y el líder del partido bárcida se acuestan bajo una misma manta», o cosas así. ¿Qué crees que dirían los Señores del Consejo, hasta tu misma gente, si los niños cantaran por las calles «Asdrúbal chupetea a Amílcar»?

—Entonces podré pedir a todas las mujeres que he tenido desde Iona que testifiquen ante el Consejo.

—¿Sabes algo de Iona?

—No mucho, Tsuniro. Sigue detrás de ese místico griego. Las orgías para la unión masiva con el dios tienen lugar en Melite, creo. —El rostro de Asdrúbal se mostraba imperturbado, pero su voz delataba amargura—. Probablemente luego se marcharán a Delfos, o fundarán un burdel serápico en Pelusión.

Tsuniro carraspeó.

—¿Sapaníbal aún te ama?

Asdrúbal se encogió de hombros.

—¿Quién qué a quién, por favor?

—No suenas muy convincente —dijo Antígono en tono de broma—. Billete premiado, una mujer admirable.

Asdrúbal no levantaba la mirada de sus dedos.

—Puede ser. Pero… sí, en fin. Hmm.

—Tú dirás. —Tsuniro le sacó la lengua—. Tigo ha unido a Salambua y Naravas, ¿tiene ahora que hacer de alcahueta con la hermana?

Asdrúbal se mesó los cabellos.

—Ah. Eh. Es una muchacha encantadora. Y muy inteligente. Pero yo, yo…

—Demasiado joven para sentar cabeza, ¿eh? Hombre, con veinticuatro años ya puedes…

—Veintitrés, por favor. Todavía —Asdrúbal sonrió—. Además… bah, ¿qué más da?

Tras dos días de viaje, el pequeño grupo de jinetes dio alcance a la lenta caravana de provisiones. Cuatro mil soldados de a pie, íberos del ejército de Aníbal, escoltaban las costosas vituallas: grano para pan, reses infinitamente lentas, dos mil pellejos de cabra llenos de vino, especias, pescado salado, frutos secos y, sobre todo, oro y plata, las soldadas de casi un año. El orden y la conducta que guardaban los soldados era deplorable; Antígono empezó a compartir las dudas de Amílcar sobre las aptitudes de Aníbal.

Tras siete días penosamente largos, llegaron al campamento de Amílcar. Antígono estaba más que dichoso de poder quitarse de encima la responsabilidad de cien veces veinte mil schekels. Catorce íberos habían sido crucificados durante los días anteriores, y más de un centenar habían recibido azotes —por robo de monedas, actos de pillaje en aldeas, violaciones y asesinatos—. Dos o tres buenos oficiales púnicos que en realidad sólo habían viajado con la caravana para servir de escolta, intentaron, con Antígono, poner un poco de orden en la tropa, sin recibir el apoyo del general de Aníbal y ayudados no de buen grado por el jefe de los íberos. Venían casi del norte, golpeados por el viento del atardecer, que soplaba del sur. Antígono cabalgaba delante de la caravana, que se curvaba sobre la pedregosa meseta. A algunos pasos delante de ellos se levantaban peñascos de punta redondeada, y el viento traía de allí una pestilencia espantosa.

—¡Ojo rojo de Melkart! —Antígono se tapó la nariz—. ¿Qué es eso?

Uno de los púnicos se encogió de hombros.

—La letrina más grande del mundo —dijo casi indiferente—. Además de mil elefantes pudriéndose al sol, estiércol de cerdos, vómitos de perros y tripas hinchadas de carroñeros. O al menos así es como huele. Mira el cielo, señor del Banco de Arena.

Sobre el perfil cerrado de los peñascos giraban unos puntos negros; legiones de buitres. De tanto en tanto, gran parte de ellos caía sobre algo oculto tras los peñascos.

Jinetes númidas salieron al encuentro de la caravana y los guiaron hacia el oeste.

—Parece que el viento del este es menos frecuente —dijo el púnico.

El campamento de Amílcar estaba protegido con murallas y estacadas; yacía a los pies de la escarpada pared rocosa. Aquí el olor era más tolerable. Escalas de cuerda y escaleras esculpidas en la piedra llevaban a la cima de los peñascos. Allí arriba, las siluetas de centinelas que caminaban de un lado a otro se recortaban sobre el cielo del atardecer.

Amílcar escupió al ver a los íberos.

—Este fracasado —refunfuñó—. Ven conmigo, Tigo, en la tienda huele mejor.

—¿Qué es esta pestilencia, por todo lo que pueda ser sagrado a la nariz de los dioses?

—Luego, luego. —Amílcar lo guió hasta la tienda, en el interior del campamento, indicó a dos esclavos que satisficieran todos los deseos de Antígono incluso antes de que éste los hubiera expresado, y volvió a salir, para recibir a la caravana y a los íberos.

Antígono se estiró un momento sobre las sencillas alfombras de la tienda. Uno de los esclavos —un augílero de cabellos peinados hacia arriba y líneas ocres en la cara— le trajo vino apenas diluido.

—Poca agua, señor, prohibido lavarse. —Se encogió de hombros.

Al poco rato, gritos y rebuznos de asnos apagaron el bullicio habitual del campamento, bullicio que, como el rugir de las olas, se extendía sobre todo el campamento y apenas era percibido si uno no le prestaba atención. Antígono salió de la tienda y caminó entre hornos para pan y montones de madera. Centenares de soldados de Amílcar estaban acuclillados en un estrecho círculo, moliendo trigo.

Los hornos, montones de piedras apiladas, eran una formidable comodidad; la tropa, que desde que terminara el sitio de Kart-Hadtha había estado siempre en marcha, ya había pasado demasiado tiempo comiendo el trigo simplemente remojado en agua y vino. Sólo podían construirse hornos cuando se levantaba un campamento estable para varios días.

Fuera de las murallas, entre las hogueras de los centinelas, se agolpaban algunos cientos de asnos. Soldados arrastraban las tinajas y odres que habían traído las bestias, y las llevaban hacia un lugar junto a la puerta occidental del campamento, donde habían cavado profundos agujeros en el suelo pedregoso. Allí el agua se conservaba fresca incluso durante un día cálido. Antígono se enteró, de boca de un guarda, de que el agua era traída de un riachuelo que corría a un día de marcha del campamento. Naturalmente, sólo podía usarse para beber y cocinar, quizá también para limpiar heridas. Fuera del campamento, la noche de primavera caía helada sobre la pedregosa meseta. El campamento apestaba a miles de hombres sin lavarse, a caballos, asnos y elefantes, desperdicios y comida mal preparada. Las letrinas, al sureste de allí, eran grandes fosas cruzadas por vigas de madera; el viento, que traía el espantoso olor del otro lado de los escarpados peñascos, esparcía las miasmas de las letrinas sobre toda la meseta, menos sobre el campamento.

—Las moscas son nuestro peor enemigo —dijo Amílcar ya muy entrada la noche, cuando por fin volvió a la tienda para descansar. El Rayo apestaba; compartía todas las molestias de sus hombres. Tampoco para el jefe supremo del ejército había agua para lavarse. Moviéndose muy lentamente, se quitó el peto de cuero, se llevó una punta de la piel de la llama a la nariz y dejó escapar un suave suspiro.

—¿Qué es lo que hay detrás de los peñascos?

Amílcar se dejó caer sobre las alfombras. Entre él y Antígono había dos candiles apagados y una jarra de vino.

Amílcar extendió la mano derecha, con la palma vacía.

—Spendius, Audarido, Zarzas. —Al decir cada nombre se daba un golpecito en la palma con el índice de la otra mano. Luego empezó a doblar los dedos lenta, muy lentamente, hasta cerrar el puño.

—Eso ya lo sé, he preguntado a un centinela —dijo Antígono observando la mano del púnico—. Pero, ¿por qué esa peste indescriptible?

Amílcar cerró los ojos.

—Porque el lugar es estrecho. Y está repleto.

Era un valle pedregoso en medio de la pedregosa meseta. Con hábiles maniobras, Amílcar y Naravas habían obligado al ejército de insurrectos a entrar en ese desfiladero. Elefantes y coraceros bloqueaban la salida, jinetes y coraceros bloqueaban la entrada, soldados de a pie ocupaban las paredes rocosas a su alrededor. Era la trampa perfecta, perfeccionada aún más por cuanto Amílcar había hecho mover, con elefantes, picos y palancas, gigantescos bloques de piedra con los que estrecharon cualquier salida imaginable. También las escarpadas paredes de los lados eran infranqueables; los hombres de Amílcar vigilaban día y noche.

Cincuenta mil libios, íberos, celtas, siciliotas, itálicos, más unos mil prisioneros y diez mil esclavos, algunos centenares de caballos y un gran número de bueyes que tiraban de los carros. Durante los primeros días habían tenido comida y agua.

—Han cavado pozos —dijo Amílcar con voz serena—. Pero sin mucho éxito, hasta donde hemos podido ver. El agua que rezuma de ellos puede alcanzar para cien o doscientos hombres, no más. Nosotros también hemos cavado pozos aquí fuera; pero no nos divertía recoger el agua gota a gota. No hay suficiente en el subsuelo.

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