Andanzas y malandanzas (2 page)

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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

BOOK: Andanzas y malandanzas
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No huele a cosa de comer. El enigma inquietante continúa en pie. Y por primera providencia, Nerón le enseña los dientes.

Luego, trata de intimidarlo con media docena de ladridos de lo más terrorífico que imaginarse pueda.

Por raro que parezca, Nerón no ha visto jamás un escarabajo patas arriba. Y aquello es un escarabajo patas arriba, que se entrega a un pataleo tan activo como infructuoso por recobrar su posición normal.

Habida cuenta de que sus manifestaciones hostiles no provocan represalia alguna, Nerón entra en confianza y gira alrededor de su presa como un compás vivo sobre la punta fija de la nariz. A renglón seguido, vuelve a ladrar; pero ahora son ladridos de pura guasa, enhiestas las patas traseras, estiradas al ras del suelo las delanteras, en actitud alegre y juguetona. Y hasta las dentelladas que le envía son dentelladas de broma, dentelladas al aire, sonando a marfil las castañuelas de los dientes blancos.

Nerón se divierte. Aquel pequeño objeto móvil —juguete maravilloso— lo ha hecho completamente feliz. Y su felicidad se desborda en forma de carreras vertiginosas, que trazan un zurcido fantástico en el agujero que el patio lleno de sol abre en la verde túnica de los campos.

Allá va como una centella, hasta casi darse de hocicos contra la piladera que bosteza de modorra a la sombra del amate. Hace allí un quiebre brusco, y parte en línea recta hacia la puerta de trancas.

Luego, al palo jiote de la esquina, cuidando de pasar muy cerca del escarabajo, para un nuevo amago de agresión. Se acompaña de un gran clamor de ladridos y levanta nubes de polvo. Todo el patio está turbio de polvo. Corren las gallinas despavoridas, entre aletazos y cacareos… La Remigia, atraída por la bulla, ha dejado su quehacer y ha salido a la puerta del rancho para ver qué pasa.

—Chucho hijue… puerca!

Un leño vuela por el aire. Un ladrido, que empezó como Dios manda, termina en grito de dolor. Y Nerón huye cojeando, quejumbroso y mustio, a buscar abrigo detrás del bebedero de las gallinas.

El pobre ya no tiene ganas de jugar. Y mientras se lame la pata dolorida, no sin lanzar miradas de reojo al rancho impasible, dice para su pellejo:

—¿Qué demonios le habré hecho yo a esta mujer?

Capítulo III

De cómo la magnanimidad del héroe corre pareja con su nunca bien ponderada valentía.

¿Nerón, correr como una centella? Entendámonos. Se puede afirmar tal cosa sin reparo alguno, a condición de colocarse en un plano puramente hiperbólico y convencional; porque si hemos de dar a las palabras su alcance justo y preciso, estaremos obligados a confesar que la rapidez que Nerón puede desarrollar no es como para dejar maravillado a nadie. Casi no podemos decir que vaya más allá de un trote largo.

Pero como no es cosa de negar sus fueros a la imaginación, decimos y repetimos que Nerón corre como una saeta, como una centella, como un relámpago.

Hecha la anterior aclaración, que nos dicta un escrúpulo de conciencia, vamos a lo que íbamos. Y a lo que íbamos es a asegurar que Nerón es un chucho valiente. Lo que se llama un chucho de pelo en pecho.

Díganlo, si no, los zopilotes. Más tarda uno de estos en aterrizar en el patio, en busca de alguna hipotética piltrafa, que Nerón en saltar como una fiera —como una fiera que es— atronando el espacio con sus ladridos espeluznantes. Y a fe que el avechucho acabaría reducido a dosis homeopáticas, si no se diera a la fuga prudentemente.

¿Y los otros perros, pues? A nadie se le escapa que todos los chuchos vagabundos que pululan por las cercanías, de mil amores entrarían al patio en solicitud de desperdicios; pero Nerón vigila, y sus hambrientos congéneres, oyendo desde muy lejos los tremendos ladridos, optan por hacerse los disimulados cuando llegan frente al rancho, y pasan de largo como si no tuvieran nada que hacer por allí.

Y, sin embargo, hay momentos en que estaría uno tentado de poner en tela de juicio la valentía de Nerón. Verbigracia, la aventura de hace poco en la carretera. Había ido al potrero nuestro héroe a caza de impresiones. Con aire displicente andaba sorteando las macollas de zacate, olfateando acá y allá, interrumpiendo la marcha de vez en vez para rascarse una pulga, cuando de pronto advierte una bola gris y peluda que, en saltos elásticos, aparece y desaparece trazando un zig-zag silencioso por entre el zacate. A Nerón se le hace agua el hocico, y con indecible emoción gastronómica, se pone a seguir cautelosamente al conejo, procurando hacer el menor ruido posible.

Ya sueña con engullirlo íntegro, y se felicita por su buena suerte.

Así, uno tras otro, llegan a la linde del potrero. El conejo sale a la carretera, que en ese momento está solitaria, lo cual aprovecha para el cotidiano acicalamiento, cepillándose los flancos con la punta del morro. En ello está, cuando repara en su enemigo que lo acecha medio oculto entre la maleza, listo para caerle encima.

¿Piensan ustedes que el roedor saltaría aterrado, huyendo como alma que lleva el diablo? ¡Mal haya! Lo que hace es enderezarse sobre sus cuatro patas, quedando frente a frente con su perseguidor; y luego de rascar tierra se le queda mirando de hito en hito con aire de desafío.

¡Qué afrenta para Nerón! ¡Un mísero conejo rascando tierra en su presencia! De haber seguido su primer impulso, se habría arrojado sobre el insolente y lo habría hecho cisco a dentelladas, que era lo que merecía. Pero el noble animal reflexiona. ¿Será que no juzga oportuno comprometer su buen nombre en una aventurilla de dudosos resultados con un adversario cuya peligrosidad desconoce?

¡No, señor! Quien tal piense, está equivocado de medio a medio. La verdad es que considera una cobardía indigna de él ensañarse contra una criatura débil, y prefiere aplastarlo con su desprecio. En consecuencia, simula no haberlo visto. Afectando la mayor despreocupación, husmea por el suelo. Va a oler el pie de un brotón del cerco.

Levanta contra él una d e las patas de atrás; y tomando un trotecito Indolente, se aleja calle abajo, calle abajo, en busca de la puerta de trancas…

Capítulo IV

Donde el famoso Nerón desdeña una presa por considerarla indigna.

Parece que por toda la comarca se corrió la voz de la aventura conejil, lo que dio margen a que Nerón anduviera en lenguas. Se decía —y aún se dice— que es una leyenda la tan ponderada valentía de mi héroe; que si los demás perros no entran al patio no es por él, sino por Toribio, o por la Remigia o por alguno de los cipotes, pues nunca falta del patio alguna persona de la familia.

Sabido es que nadie puede sobresalir del nivel común sin hacerse, ipso facto, blanco de la maledicencia.

Yo no quiero dejar ignorado ningún indicio que pueda servir para formarse una idea cabal de la personalidad del chucho de Toribio. Y a fuer de cronista verídico e imparcial, aun cuando Nerón pueda resultar perjudicado en su buen nombre por lo que voy a relatar, sépase que una vez, en efecto, entró un chucho al patio, estando él ahí.

Toribio se había ido al trabajo. La Remigia estaba quebrando el nixtamal y los cipotes se andaban bañando en el río. En el patio, pues, no había nadie más que las gallinas buscando en el suelo gusanos ilusorios, y Nerón rascándose las pulgas tan a conciencia como de costumbre, y buscando a su vez algo comestible o que pudiera desempeñar el papel de tal. Buscaba con la previa certidumbre de que nada encontraría; pero estaba engañado. No cabe duda que aquel día había amanecido de suerte.

En efecto, al lado de la puerta del rancho encontró, contra toda provisión, un ovillo de pelos de maíz impregnado de manteca y espuma de jabón. La Remigia lo había arrojado allí por inservible, después de haberlo utilizado para fregar sus cacharros de cocina.

Nerón se le acercó radiante. Lo olfateó cuidadosamente por un lado. Dio media vuelta y lo olfateó por el otro. Le dio unos lengüetazos tímidos y se quedó perplejo. ¿Se lo comería? ¿No se lo comería? La cosa tenía sus bemoles y valía la pena de meditarse.

Malo no era el bocado. ¡Pero lo que molestaría cuando fuera llegado el momento de franquear la última etapa de su odisea digestiva!

Nerón lo sabía por experiencia. Una vez pasó tres días seguidos sentándose por los rincones, en la creencia de que un tábano le andaba queriendo picar las nalgas tan pronto como intentaba dar un paso. Y la culpa la tuvieron unos pelos de maíz que se había comido.

¿Se expondría ahora a la misma incomodidad? ¿Sería ésta compensada por el placer de saborear el apetitoso ovillo? Nerón no acaba de decidirse, y aplazando la resolución para más tarde, se pone a hacer de centinela junto al objeto de sus ansias.

Nerón es chucho de paciencia benedictina. Lo menos seis horas pasó cuidando su ovillo. No se atrevía a comérselo, pero tampoco quería permitir que otro lo aprovechara. Gallina que se acercaba por allí, era gallina que volaba cacareando, dándose por bien librada con sólo perder algunas plumas entre las caninas fauces.

Y es más que probable que a estas horas todavía estaría montando la guardia, sin hacer otro movimiento que el indispensable para una olisqueada de cuando en cuando, de no haber sido por un perrazo lanudo, color de pulpa de zunzapote, que tuvo a bien meterse en el patio como Pedro por su casa.

Más tardó en verlo Nerón, que en alzarse con el espinazo erizado, ladrando como un energúmeno, de lo que el otro hizo tanto caso como una ordenanza del Consejo de Indias. Con los movimientos lentos y acompasados que correspondían a su gran corpulencia, se puso a recorrer el patio en todas direcciones, olfateándolo todo y registrándolo todo.

A medida que lo veía aproximarse, Nerón se retiraba a reculones, dejando el botín abandonado con todo el dolor de su alma. El intruso llegó por fin a los famosos pelos y, sin pensarlo poco ni mucho, se los tragó como si hubiese sido una píldora. Continuó en sus investigaciones, Y no encontrando nada más de qué dar buena cuenta, salió por donde había entrado y se perdió por la carretera en dirección al pueblo. Y todo esto, sin un alarde, sin manifestar en manera alguna haberse dado cuenta de que Nerón existía.

Este, que es algo filósofo, pronto se consoló de su pérdida, y hubo de conformarse con ir a verificar si el polvo conservaba todavía algún resto de olorcillo a manteca y a jabón de cuche.

Y cuando del todo le pasó la pena, se moría de risa pensando en que el ladrón las pagaría caras, pues no tardaría mucho en andar encogiendo las nalgas, perseguido por un tábano ficticio…

Capítulo V

De cómo el héroe, sin quererlo ni pensarlo, fue parte en desencostalar un encostalado.

Después de un almuerzo extremadamente copioso que había tenido en sueños —porque a veces le da por tener sueños de opulencia, creyó Nerón que iba a echar una rica siesta bajo el amate.

Pero no contaba con la huéspeda.

Y la huéspeda fue que empezó a oírse, como si se viniera aproximando por la carretera con procedencia del pueblo, un grito ininterrumpido, de esos que ponen los pelos de punta al más temerario, y para el cual no parecía haber explicación plausible.

Era un lamento horrísono, de modulaciones raras, que ya se elevaba agudizándose hasta rayar en la estridencia, ya descendía gorgoritante, sordo, apagado, como emitido entre felpas.

Es bien sabido que la prudencia del chucho, de tan grande como es, puede confundirse con el miedo, según algún criterio maldiciente; pero su curiosidad no se queda atrás. Tanto es así, que repetidas veces lo ha inducido a cometer imprudencias.

Para el caso, el lance que ahora nos ocupa. Dejándose llevar por la curiosidad, se fue acercando sin ruido a la cerca. Y allí, al abrigo de unos troncos de izote, se puso a escudriñar la carretera. Iba él a poner en claro lo turbio, o a perecer en la demanda.

A poco esperar, vio aparecer por el recodo inmediato un rapaz, No púber todavía, que se tambaleaba al peso de un bulto movedizo que llevaba en hombros metido en un costal.

Y era en aquel bulto, precisamente, donde se originaba el estruendo.

Con averiguar tan poca cosa, Nerón estaba tan a oscuras como antes; pero un detalle era para él más claro que el agua: que estando embolsado el enigmático enemigo, quedaba él a salvo para ladrar cuanto le viniera en ganas.

Y fue así como esperó hasta ver al cargador por la espalda. Salió entonces a la chita callando. Le fue al alcance, hasta llegarle a un paso de los talones, y la emprendió a ladridos con toda su alma.

Es muy posible que el arrapiezo, que tan a las claras iba incomodado con su carga, estuviera buscando un pretexto, siquiera fuera traído por los cabellos, para deshacerse de ella. También es posible que, según como Nerón ladraba, se haya creído acosado por toda una jauría. Ello es que allí mismo, sin otras intimaciones, dejó caer el lío y emprendió la fuga a carrera tendida.

Dejémosle ir, que su suerte no es lo que nos interesa.

Nerón iba de asombro en asombro. El costal, no bien hubo tocado tierra, se había puesto a rodar pesadamente de un lado a otro, dando pequeños saltos de vez en vez, sin cortar por ello su desconcertante alarido.

El ajo de lo que aconteció después estuvo entre la cuerda y el nudo que cerraba la boca del saco. No he logrado establecer si fue aquélla la que se rompió o éste el que se deshizo; pero en lo que no cabe un asomo de duda es que, en un momento dado, emergió de aquel antro de tela un gato amarillo bufando de rabia, que no hubiera podido erizarse más de lo que estaba y que tan pronto como se vio libre se puso a dar saltos de altura sin ton ni son.

En esas estaba cuando percibió al chucho. Sin decir agua va, cerró súbito contra él, y de un arañazo le partió una oreja.

Tan intempestiva fue la cobarde agresión, que el héroe no se acordó para qué le servían los cuatro remos en contingencias semejantes, y todo lo que hizo fue protestar indignado en la forma que era de esperarse: poniendo el grito en el cielo.

Por fortuna suya, el otro creyó más urgente tomar las de Villadiego que repartir zarpazos. Y siendo que cualquier dirección le era igual, puesto que desconocía el terreno en absoluto, salió de estampía con un rumbo arbitrario. Rumbo que lo llevó directamente, vía puerta de trancas, al patio de Toribio.

Ahí se encontró de manos a boca con la Remigia y los dos cipotes que venían en grupo, atraídos por el zafarrancho cuyo origen querían averiguar.

Los tres prorrumpieron al unísono en un grito de pavor cuando el fementido animal se les cruzó como un relámpago por entre las piernas. Y si acaso llegaron a determinar su especie, digo yo que sería porque previamente habrían acertado en identificar como maullidos sus recientes vociferaciones. Que por la vista, jamás lo consiguieran, tal era la prisa que el fugitivo ponía en desaparecer.

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