Ana, la de Tejas Verdes (19 page)

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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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La verdadera excitación de Ana comenzó a la salida de la escuela, y fue incrementándose hasta alcanzar en el festival su esta!
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do álgido. Tuvieron un té «perfectamente elegante»; y luego llegó-; la deliciosa tarea de vestirse en el pequeño cuarto de Diana en el piso superior. Diana peinó el flequillo de Ana al nuevo estilo «pom*
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padour», y Ana ató los lazos de Diana con su peculiar destreza. • probaron por lo menos media docena de peinados diferentes.

Por fin estuvieron listas, sus mejillas rojas y sus ojos brillantes por la excitación.

En verdad, Ana no pudo evitar sentir algo de angustia cuando comparó su simple boina negra y su abrigo casero de tela gris uniforme y mangas apretadas, con el vistoso gorro de piel de Diana y su elegante chaquetilla. Pero recordó a tiempo que tenía imaginación y podía hacer uso de ella.

Los primos de Diana llegaron de Newbridge y todos juntos se amontonaron dentro de un gran trineo entre pajas y mantas adornadas con pieles. Ana disfrutó del viaje hacia el salón, deslizándose por los caminos suaves como el raso con la nieve ondulándose bajo los patines. Era un atardecer magnífico y las nevadas colinas y el agua azul oscuro del golfo St. Lawrence parecían recortarse contra el esplendor como un inmenso vaso perla y zafiro lleno de vino y fuego. De vez en cuando llegaba un tintinear de cascabeles y risas distantes que parecían ser símbolo de la alegría de los duendes del bosque.

—Oh, Diana — suspiró Ana apretando la enguantada mano de la niña por debajo de la manta de piel—, ¿no es todo esto como un hermoso sueño? ¿Realmente parezco la misma de siempre? Me siento tan diferente que creo que tiene que reflejárseme en la apariencia.

—Estás guapísima —dijo Diana, quien habiendo recibido un piropo de uno de sus primos, se creía en la obligación de pasarlo—. Tienes un color de lo más hermoso.

El programa, aquella noche, fue una serie de «estremecimientos», por lo menos para una de las espectadoras, y, según Ana aseguró a Diana, cada estremecimiento era mayor que el que lo precediera. Cuando Prissy Andrews, ataviada con una blusa nueva de seda rosa, luciendo un collar de perlas alrededor de su terso y blanco cuello y con claveles dobles en el cabello (corría el rumor de que el maestro había ido hasta la ciudad para traérselos), «subió la resbaladiza escalera, oscura, sin un rayo de luz», Ana tembló con exuberante simpatía; cuando el coro cantó «Más allá de las gentiles margaritas», Ana miró fijamente al cielo como si allí hubiera habido pintados ángeles. Cuando Sam Sloane procedió a explicar e ilustrar «Cómo Sockery preparó una gallina», Ana rió antes de que también lo hicieran las personas que estaban sentadas cerca de ella, más por simpatía hacia la niña que por lo que les divertía una selección que resultaba vieja incluso para Avonlea; y cuando el señor Phillips recitó la oración de Marco Antonio sobre el cadáver de César en los tonos más patéticos (mirando a Prissy Andrews al terminar cada frase), Ana sintió que podría amotinarse con sólo encontrar un ciudadano romano que llevara la delantera.

Sólo hubo un número en el programa que no le interesó. Cuando Gilbert Blythe recitó «Bingen en el Rin» Ana cogió el libro de Rhoda Murray y estuvo leyendo hasta que el muchacho terminó y tomó asiento, muy estirado e inmóvil, mientras Diana aplaudía hasta que las manos le escocieron.

Eran las once cuando regresaron, saciadas de diversión, pero anticipando el aún mayor placer de conversar sobre lo pasado. Todos parecían dormir y la casa estaba oscura y silenciosa. Ana y Diana entraron de puntillas a la sala, una habitación larga y angosta que daba al cuarto de huéspedes. Estaba agradablemente caldeada y apenas iluminada por las chispas del fuego del hogar.

—Desnudémonos aquí —dijo Diana—; está tan templado y es tan lindo…

—¿No ha sido una noche maravillosa? —suspiró Ana—. Debe ser maravilloso subir al escenario y recitar. ¿Crees que alguna vez nos pedirán que lo hagamos, Diana?

—Por supuesto, algún día. Siempre quieren que reciten los alumnos más grandes. Gilbert Blythe lo hace a menudo y es sólo dos años mayor que nosotras. Oh, Ana, ¿cómo pretendías no escucharle? Cuando llegó a la frase

Otra ha, no una hermana

te miró directamente.

—Diana —dijo Ana con dignidad—, eres mi amiga del alma, pero ni aun a ti puedo permitirte que me hables de esa persona. ¿Estás lista para acostarte? Echemos una carrera hasta la cama.

La sugerencia atrajo a Diana. Las dos pequeñas y blancas figuras cruzaron corriendo la habitación, pasaron la puerta del cuarto de huéspedes y se lanzaron sobre el lecho al mismo tiempo. Y entonces algo se movió debajo de ellas, se oyó un sonido entrecortado y un grito, y alguien dijo con apagado acento:

—¡Dios misericordioso!

Ana y Diana nunca pudieron explicarse cómo saltaron del lecho y salieron del cuarto. Sólo sabían que después de una frenética carrera se hallaron subiendo la escalera de puntillas, muertas de frío.

—¡Oh! ¿Quién era?
¿Qué
era eso? —murmuró Ana castañeteando los dientes de frío y miedo.

—Era tía Josephine —dijo Diana ahogándose de risa—. Oh, Ana, era tía Josephine, aunque no sé cómo ha llegado hasta allí. Oh, sé que estará furiosa. Es terrible, realmente terrible, pero ¿has visto alguna vez algo tan gracioso, Ana?

—¿Quién es tu tía Josephine?

—Es tía de papá y vive en Charlottetown. Es horriblemente vieja, debe tener como setenta años, y creo que
nunca
ha sido joven. Esperábamos su visita, pero no tan pronto. Es muy estirada y decorosa, y protestará hasta cansarse por esto; la conozco bien. Bueno, tendremos que dormir con Minnie May, y no te imaginas cómo patea.

A la mañana siguiente, la señorita Josephine Barry no apareció a la hora del desayuno. La señora Barry sonrió amablemente a las dos niñas.

—¿Habéis pasado bien la noche? Traté de mantenerme despierta para deciros que había llegado tía Josephine y que teníais que dormir arriba, pero estaba tan cansada que me quedé dormida. Espero que no hayáis molestado a tu tía, Diana.

Diana guardó un discreto silencio, pero Ana y ella cambiaron furtivas sonrisas a través de la mesa. Ana regresó a su casa inmediatamente después del desayuno y de esa manera no supo del alboroto que se había armado en casa de los Barry hasta que fue a casa de la señora Lynde a llevar un mensaje de Marilla.

—De modo que Diana y tú casi matáis del susto a la pobre señorita Barry —dijo la señora Lynde severamente, pero guiñando un ojo—. La señora Barry estuvo aquí hace un rato. Realmente está muy preocupada. La vieja señorita Barry estaba de un humor terrible cuando se levantó esta mañana, y el humor de Josephine Barry no es cosa de broma, te lo aseguro. No le dirigirá la palabra a Diana.

—No fue culpa de Diana —dijo Ana, contrita—, sino mía. Yo sugerí que corriéramos para ver quién llegaba primero a la cama.

—Lo sabía —dijo la señora Lynde con la exaltación propia de f quien todo acierta—. Sabía que esa idea era fruto de tu cerebro. Bueno, ha ocasionado gran cantidad de molestias. La señorita f Barry vino a quedarse un mes, pero ha dicho que no quiere permanecer allí ni un día más y emprenderá el regreso mañana, aunque sea domingo. Se hubiera ido hoy de haber encontrado quien la llevara. Había prometido pagar un trimestre de las lecciones de música de Diana, pero ahora está decidida a no hacer nada por una f diablilla como ésa. Oh, supongo que habrán pasado un mal momento esta mañana. Los Barry deben estar afligidísimos. La señorita j Barry es rica y quieren mantenerse en buenas relaciones con ella. Por supuesto, esto no me lo dijo la señora Barry, pero comprendo bastante bien la naturaleza humana como para darme cuenta.

—Soy una niña muy desgraciada —gimió Ana—. Soy una continua causa de problemas y también se los causo a mis mejores amigos, gentes por las que daría la vida. ¿Podría decirme el porqué, señora Lynde?

—Porque eres demasiado descuidada e impulsiva, chica, eso J es. Nunca te detienes a pensar. Cualquier cosa que se te ocurre la dices o la llevas a cabo sin reflexionar.

—¡Pero si eso es lo mejor! —protestó Ana—. Si algo surge en la mente debe decirse. Si uno se detiene a pensarlo, lo echa a | perder. ¿No ha sentido nunca algo así, señora Lynde?

No, la señora Lynde nunca había sentido algo así. Sacudió la cabeza sensatamente.

—Debes aprender a pensar un poco, Ana, eso es. El proverbio por el cual debes regirte es «Mira antes de saltar»; especialmente dentro de una cama de un cuarto de huéspedes.

La señora Lynde rió divertida por su ligera broma, pero Ana permaneció pensativa. No veía nada gracioso en una situación que a sus ojos se presentaba muy seria. Cuando dejó a la señora, 1 Lynde, tomó su camino a través de «La Cuesta del Huerto». Encontró a Diana en la puerta de la cocina.

—Tu tía Josephine está muy enojada, ¿no es cierto? —murmuró Ana.

—Sí —respondió Diana algo tiesamente, dirigiendo una aprensiva mirada por encima de su hombro hacia la puerta cerrada de la estancia—. Estaba temblando de rabia, Ana. Oh, cómo rezongaba. Dijo que yo era la niña más mal educada que había visto y que mis padres debían estar muy avergonzados por haberme criado así. Dice que no quiere quedarse. A mí no me importa. Pero a papá y a mamá, sí.

—¿Por qué no les dijiste que fue culpa mía? —preguntó Ana.

—No soy una acusica, ¿no es cierto? —dijo Diana con desdén—. No soy chismosa, Ana Shirley, y además soy tan culpable como tú.

—Bueno, iré a decírselo yo misma —expresó Ana con determinación.

—¡Ana Shirley, no lo harás! ¡Te comerá viva!

—No me asustes más de lo que estoy —imploró Ana—. Preferiría meterme en la boca de un lobo. Pero tengo que hacerlo, Diana. Fue culpa mía y tengo que confesar. Afortunadamente tengo mucha práctica en hacer confesiones.

—Bueno, está en ese cuarto —dijo Diana—. Puedes ir si quieres. Yo no me atrevería, y no creo que consigas nada bueno.

Con este aliento, Ana fue a enfrentar al león en su guarida; es decir, se encaminó resueltamente hacia la estancia y golpeó débilmente. Un cortante «adelante» fue la respuesta.

La señorita Josephine Barry, delgada, peripuesta y rígida, estaba tejiendo furiosamente junto al fuego, con su trenza completamente revuelta y los ojos parpadeándole detrás de sus lentes ribeteados de oro. Se volvió en su silla, esperando ver a Diana, y descubrió una pálida niña cuyos grandes ojos reflejaban una mezcla de desesperado valor y tembloroso terror.

—¿Quién eres tú? —preguntó la señorita Josephine Barry sin ceremonias.

—Soy Ana, la de «Tejas Verdes» —dijo la pequeña y temblorosa visitante, juntando las manos con su gesto característico—, y tengo que confesar, si usted me lo permite.

—¿Confesar qué?

—Que fue culpa mía el que nos tiráramos sobre usted anoche. Yo lo sugerí; a Diana nunca se le hubiera ocurrido una cosa así. Estoy segura. Diana es muy educada, señorita Barry. De manera que vea cuan injusto es culparla a ella.

—¿Ah, sí? De cualquier modo, Diana también saltó. ¡Qué modo de portarse en una casa respetable!

—Sólo lo hicimos por jugar —insistió Ana—. Creo que debe usted perdonarnos, señorita Barry, ahora que nos hemos disculpado. Y de cualquier modo, por favor, disculpe a Diana y permítale tomar sus lecciones de música. Diana tiene el corazón puesto en ellas, señorita Barry, y yo sé muy bien lo que significa poner el corazón en una cosa y no conseguirla. Si debe enfadarse con alguien, que sea conmigo. De pequeña estaba tan acostumbrada a que se enfadaran conmigo, que puedo soportarlo mucho mejor que Diana.

El parpadeo de los ojos de la anciana señorita había sido reemplazado por un guiño de divertido interés. Pero aun dijo severamente:

—Creo que eso del juego no es excusa. Las niñas nunca se entregaban a esos juegos cuando yo era niña. Tú no sabes lo que significa ser despertada de un sueño profundo, después de una larga y ardua jornada, por dos niñas que saltan encima.

—No lo

, pero puedo
imaginármelo
—dijo Ana ansiosamente—. Estoy segura de que tiene que haber sido terrible. Pero también lo fue para nosotras. ¿Tiene usted imaginación, señorita Barry? Si la tiene, póngase en nuestro lugar. Nosotras no sabíamos que hubiera alguien en esa cama y usted casi nos hizo morir del susto. Lo que sentimos fue simplemente espantoso. Y tampoco pudimos dormir en el cuarto de huéspedes a pesar de que nos lo habían prometido. Supongo que usted estará acostumbrada a dormir en cuartos de huéspedes. Pero imagínese cómo se sentiría si fuera una pobre huérfana que nunca hubiera tenido ese honor.

Para ese entonces había desaparecido todo disimulo. La señorita Barry se rió con ganas. Un sonido que hizo que Diana, quien aguardaba silenciosa y ansiosamente fuera de la cocina, suspirara aliviada.

—Temo que mi imaginación está algo oxidada; hace tanto tiempo que no la uso… —dijo—. Me atrevería a decir que tu parte de razón es de tanto peso como la mía. Todo depende del cristal con que se mire. Siéntate aquí y háblame de ti.

—Temo no poder hacerlo —dijo Ana firmemente—. Me gustaría, porque usted parece una dama muy interesante, y hasta podría ser usted un alma gemela, aunque no tiene mucho aspecto de serlo. Pero es mi deber regresar a casa con la señorita Marilla Cuthbert. La señorita Marilla Cuthbert es una señora muy buena que se ha hecho cargo de mí para educarme. Hace lo que puede, pero es una tarea muy ardua. No debe usted culparla porque yo saltara sobre la cama. Pero antes de irme me gustaría que me dijera si perdonará a Diana y si va a quedarse en Avonlea todo el tiempo que había pensado.

—Pienso que quizá lo haré, si tú vienes a visitarme y a conversar conmigo a menudo —dijo la señorita Barry.

Aquella noche la señorita Barry le dio a Diana una pulsera de plata e informó a los mayores de la casa que había desempacado su baúl.

—He cambiado de idea y me quedo para conocer mejor a esa tal Ana —dijo francamente—. Me divierte. Y a mi edad, una persona que me divierta es una rareza.

El único comentario de Marilla cuando se enteró, fue:

—Lo sospechaba.

La señorita Barry se quedó más de un mes. Era una huésped mucho más agradable que de costumbre, pues Ana la mantenía de buen humor. Llegaron a ser grandes amigas.

Cuando partió, dijo:

—Recuerda, Ana, cuando vayas a la ciudad debes visitarme, y te alojaré en mi mejor cuarto de huéspedes.

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