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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (12 page)

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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—Ana, hace diez minutos que estás hablando —dijo Marilla—. Ahora, sólo por curiosidad, trata de ver si puedes tener la lengua quieta por ese mismo espacio de tiempo.

Ana calló según sus deseos. Pero durante el resto de la semana habló de la excursión, pensó en la excursión y soñó con la excursión. El sábado llovió, y se excitó tan frenéticamente por miedo a que continuara lloviendo hasta el miércoles, que Marilla le hizo coser y hacer remiendos de más para calmar sus nervios.

El domingo, cuando volvían de la iglesia, Ana le confió a Marilla que había llegado al colmo de la excitación cuando el ministro había anunciado la excursión desde el pulpito.

—¡Qué estremecimiento me corrió por la espalda, Marilla! No creo que hasta ese momento haya creído que
realmente
iba a haber una excursión. No podía evitar el temer que sólo me lo hubiera imaginado. Pero cuando un ministro dice una cosa desde el pulpito, no hay más que creerla.

—Pones demasiado corazón en las cosas, Ana —dijo Marilla suspirando—. Temo que te esperen muchas desilusiones en la vida.

—Oh, Marilla, pensando en las cosas que han de suceder, se disfruta la mitad del placer que traen aparejadas —exclamó Ana—. Puede uno no conseguir las cosas en sí mismas, pero nada puede impedirle el placer de haberlas disfrutado anticipadamente. La señora Lynde dice: «Bienaventurados los que nada esperan porque no serán defraudados». Pero yo creo que es peor no esperar nada que ser defraudado.

Ese día, como de costumbre, Marilla llevaba su broche de amatista. Siempre lo usaba para ir a la iglesia. Le hubiera parecido una especie de sacrilegio no hacerlo; algo tan pecaminoso como olvidar su Biblia o la moneda para la colecta. Aquel broche de amatista era el tesoro más preciado de Marilla. Un tío que era marino se lo había dado a su madre, y ésta se lo legó a Marilla. Era muy antiguo, ovalado, contenía un mechón de cabello de su madre y estaba enmarcado por amatistas muy finas. Marilla sabía muy poco sobre piedras preciosas como para darse cuenta cabal de la pureza de las amatistas, pero pensaba que eran muy hermosas y tenía agradable conciencia de su resplandor violeta sobre su cuello, sobre su vestido de raso marrón, a pesar de que no podía verlo.

Ana se había estremecido de admiración la primera vez que viera el broche.

—Oh, Marilla, es un broche perfectamente elegante. No sé cómo puede usted prestar atención al sermón o a las oraciones llevándolo puesto.
Yo
no podría; lo sé. Pienso que las amatistas son simplemente maravillosas. Son como yo imaginaba que eran los diamantes. Hace mucho, antes de que viera uno, leí algo sobre los diamantes y traté de imaginarme cómo serían. Pensé que serían rutilantes piedras color púrpura. Cuando vi un diamante real en el anillo de una señora me sentí tan desilusionada que lloré. Por supuesto, era muy hermoso, pero no era mi idea de un diamante. ¿Me deja tener el broche un minuto, Marilla? ¿No cree que las amatistas pueden ser las almas de las violetas buenas?

CAPÍTULO CATORCE
La confesión de Ana

El lunes por la noche, ya en la semana de la excursión, Marilla bajó de su habitación con cara preocupada.

—Ana —dijo al pequeño personaje que pelaba guisantes sobre la inmaculada mesa, al tiempo que cantaba «Nelly en la cañada de los avellanos» con un vigor y una expresión que daban crédito de las enseñanzas de Diana—. ¿Has visto mi broche de amatista? Me parece que lo dejé en el alfiletero ayer tarde cuando regresé de la iglesia, pero no lo puedo encontrar por ninguna parte.

—Yo lo vi esta tarde mientras usted estaba en la Sociedad de Ayuda —dijo Ana con lentitud—. Crucé frente a la puerta y lo vi en el alfiletero, de manera que entré a mirarlo.

—¿Lo tocaste? —dijo Marilla severamente.

—Sí-í-í —admitió Ana—. Lo cogí y lo prendí a mi pecho para ver cómo quedaba.

—No tenías por qué hacerlo. Está muy mal que una niña se entrometa. En primer lugar, no debiste haber entrado en mi habitación, y en segundo lugar, tampoco debiste haber tocado un broche que no te pertenecía. ¿Dónde lo has puesto?

—Oh, lo volví a colocar en el alfiletero. No lo tuve puesto ni un minuto. De verdad, Marilla, no quise entrometerme. No pensé que fuera algo malo entrar y probarme el broche; ahora que lo sé, no volveré a hacerlo. Eso es algo bueno que tengo; nunca hago dos veces algo malo.

—No lo pusiste allí —dijo Marilla—. Ese broche no está en el mueble. Algo habrás hecho con él, Ana.

—Lo volví a poner allí —dijo la niña rápidamente—, no me acuerdo si lo pinché en el alfiletero o lo dejé en el platito de loza. Pero estoy perfectamente segura de que lo volví a dejar en su habitación.

—Volveré a echar otra mirada —dijo Marilla, dispuesta a ser justa—. Si lo pusiste en el mueble, allí estará todavía. Si no está, sabré que no lo hiciste.

Marilla volvió a su habitación e hizo una búsqueda escrupulosa, no sólo sobre el mueble, sino por todos los lugares donde pensó que podía haber ido a parar el broche. No lo pudo hallar y volvió a la cocina.

—Ana, el broche ha desaparecido. Has reconocido que fuiste la última persona que lo tuvo en la mano. Ahora bien, ¿qué hiciste con él? Dime la verdad: ¿lo llevaste fuera y lo perdiste?

—No —contestó Ana solemnemente, mirando a los enojados ojos de Marilla—. Nunca saqué su broche de la habitación; ésa es la verdad, aunque tuviera que ir al patíbulo por ello. Claro que no estoy muy segura de qué es un patíbulo, pero no importa. Así es, Marilla.

El «así es» de Ana sólo pretendía dar énfasis a su afirmación, pero Marilla lo tomó como un desafío.

—Creo que me estás diciendo una mentira, Ana. Sé que eres capaz. Ahora, no digas una sola palabra más, a menos que sea la verdad. Vete a tu cuarto y quédate allí hasta que estés dispuesta a confesar.

—¿Puedo llevarme los guisantes? —dijo Ana dócilmente.

—No, yo terminaré de pelarlos. Haz lo que te ordeno.

Cuando Ana se hubo ido, Marilla realizó sus labores vespertinas con la mente turbada. Se hallaba preocupada por su valioso broche. ¿Y si Ana lo había perdido? Y qué maldad la de la niña al negar que lo había sacado, cuando cualquiera podía ver que lo había hecho. ¡Y con una cara tan inocente!

—No sé cómo no se me ocurrió antes —pensó, mientras pelaba nerviosamente los guisantes—. No creo que pensara robarlo. Lo cogió para jugar o ayudar a su imaginación. Debe haberlo cogido, está claro, pues nadie ha ido a esa habitación hasta que yo subí esta noche. Y el broche ha desaparecido. Supongo que lo habrá perdido y no quiere reconocerlo por temor al castigo. Es algo terrible pensar que dice mentiras; peor aún que sus enfados. Es una terrible responsabilidad tener en casa a una criatura en la que no se puede confiar. Hipocresía y falsedad es lo que ha demostrado. Eso me mortifica más que lo del broche. Si me hubiera dicho la verdad, no me importaría tanto.

Aquella tarde, Marilla fue varias veces a su habitación y la registró en busca del broche, sin hallarlo. Una visita nocturna a la buhardilla no produjo mejores resultados. Ana persistía en negar que supiera algo del broche y ello convencía a Marilla de lo contrario.

Se lo contó a Matthew a la mañana siguiente. Éste quedó confuso; no podía perder la fe en Ana con tanta rapidez, pero debió admitir que las circunstancias estaban contra ella.

—¿Estás segura de que no cayó tras el mueble? —fue lo único que pudo sugerir.

—He movido el mueble, he sacado los cajones y he revisado todos los rincones —fue la respuesta—. El broche no está y la niña lo ha cogido, mintiendo además. Ésa es la horrible verdad, Matthew Cuthbert.

—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó tristemente, agradeciendo en secreto que fuera Marilla y no él quien debiera afrontar la situación. Esta vez no tenía deseos de entrometerse.

—Se quedará en su habitación hasta que confiese —dijo hoscamente Marilla, recordando el éxito de ese método—. Entonces veremos. Quizá podremos recobrar el broche si nos dice dónde lo llevó; pero de todas maneras, deberá ser castigada severamente, Matthew.

—Bueno, te tocará a ti hacerlo —dijo Matthew cogiendo el sombrero—. Recuerda que nada tengo que ver en ello, tú lo dijiste.

Marilla se sintió abandonada por todos. Ni siquiera podía pedir consejo a la señora Lynde. Fue a la buhardilla con cara muy seria y de allí salió con cara más seria aún. Ana se negaba a confesar. Persistía en asegurar que no había cogido el broche. La criatura había estado llorando evidentemente y Marilla sintió un golpe de piedad que reprimió rígidamente. Al llegar la noche estaba, como decía, «molida».

—Te quedarás en tu habitación hasta que confieses, Ana. Puedes estar segura —dijo con firmeza.

—Pero mañana es la excursión —gritó Ana—. No me va a impedir ir, ¿no es así? ¿Me dejará salir por la tarde? Luego me quedaré aquí cuanto quiera,
alegremente.
Pero
debo
ir a la excursión.

—No irás a la excursión ni a ninguna otra parte hasta que no hayas confesado, Ana.

—Oh, Marilla.

Pero Marilla ya se había ido, cerrando la puerta.

El miércoles amaneció tan hermoso y brillante, que parecía ex profeso para la excursión. Los pájaros cantaban en «Tejas Verdes»; las lilas del jardín lanzaban oleadas de perfume que entraban por cada puerta y ventana en alas de invisibles vientos y vagaban por las habitaciones cual espíritus de bendición. Los abetos de la hondonada batían sus ramas alegremente, como si esperaran la acostumbrada bienvenida mañanera de Ana desde su buhardilla. Pero ésta no estaba en su ventana. Cuando Marilla le llevó el desayuno, la encontró sentada en su cama, pálida y resuelta, con los labios apretados y los ojos brillantes.

—Marilla, estoy dispuesta a confesar.

—¡Ah! —Marilla dejó la bandeja. Una vez más, sus métodos habían dado resultado, pero ese éxito le era amargo—. Escuchemos qué tienes que decir, Ana.

—Cogí el broche de amatista —dijo la niña como repitiendo la lección—, tal como usted dijo. No tenía intención de hacerlo cuando entré, pero era tan hermoso, Marilla, cuando lo prendí a mi pecho, que fui vencida por una tentación irresistible. Imaginé cuan estremecedor sería llevarlo a Idlewild y jugar allí a Lady Cordelia Fitzgerald. Sería mucho más fácil imaginarlo con un broche de amatista puesto. Diana y yo hacíamos collares de flores, pero, ¿qué son las flores comparadas con las amatistas? De manera que cogí el broche. Pensé que podía devolverlo antes de que usted regresara. Di un rodeo para alargar el tiempo. Cuando cruzaba el puente sobre el Lago de las Aguas Refulgentes, me quité el broche para mirarlo otra vez. ¡Oh, cómo brillaba al sol! Y entonces, mientras estaba inclinada sobre el puente, se me escapó de las manos, así, y cayó, abajo, abajo, más abajo, con destellos purpúreos, y se hundió por siempre jamás en el Lago de las Aguas Refulgentes. Y ésa es la mejor confesión que puedo hacer, Marilla.

Marilla sintió que una ardiente indignación volvía a llenarle el corazón. Aquella chiquilla había cogido y perdido su querido broche de amatista y estaba allí tranquilamente sentada, relatando todos los detalles del hecho sin el menor arrepentimiento aparente.

—Ana, esto es terrible —dijo, tratando de hablar con calma—. Eres la peor niña que he conocido.

—Sí, supongo que lo soy —asintió Ana tranquilamente—. Y sé que debo ser castigada. Su deber es hacerlo, Marilla. ¿Me haría el favor de sentenciarme ahora mismo, de manera que pueda ir a la excursión sin preocupaciones?

—Excursión, sí, sí, ¡Ana Shirley, no irás! Ése será tu castigo. ¡Y no es ni la mitad de severo de lo que te mereces!

—¡No ir a la excursión! —Ana saltó sobre sus pies y se aferró a la mano de Marilla—. ¡Pero si usted
me prometió
que sí! Oh, Marilla, debo ir allí. Para eso he confesado. Castígueme de cualquier otra forma, pero así no. Oh, Marilla, por favor, déjeme ir. ¡Piense en los sorbetes! Quizá nunca más tenga oportunidad de conocerlos.

Marilla hizo caso omiso de las manos suplicantes de Ana.

—No tienes que rogarme, Ana. No irás a la excursión. Está decidido. Ni una palabra más.

Ana comprendió que Marilla era inconmovible. Juntó las manos, lanzó un grito desgarrador y se echó de bruces sobre la cama, llorando en un paroxismo de desilusión y tristeza.

—¡Por todos los santos! —dijo Marilla, saliendo apresuradamente de la habitación—. Creo que esta niña está loca. Ninguna criatura en sus cabales se portaría como ella. Y si no lo está, es terriblemente mala. Oh, temo que Rachel tenía razón desde el principio. Pero ya que estoy en esto, no abandonaré.

Aquélla fue una lúgubre mañana. Marilla trabajó enérgicamente y fregó el porche y la vaquería cuando no encontró otra cosa que hacer. Ni el porche ni la vaquería lo necesitaban, pero Marilla sí. Luego salió y rastrilló la huerta.

Cuando estuvo preparado el almuerzo, fue hasta las escaleras y llamó a Ana. Del otro lado del pasamano apareció una cara cubierta de lágrimas, de trágica apariencia.

—Ven a almorzar, Ana.

—No quiero almorzar, Marilla —dijo Ana sollozando—. No podría comer nada. Tengo partido el corazón. Algún día, espero, te remorderá la conciencia por haberlo roto, Marilla. Cuando llegue ese instante, recuerde que la perdono. Pero no me pida que coma nada, especialmente cerdo hervido y hortalizas. El cerdo hervido y las hortalizas son muy poco románticos cuando se tiene el corazón destrozado.

Marilla regresó exasperada a la cocina y descargó su ira sobre Matthew, quien, entre su sentido de la justicia y su abierta simpatía por Ana, se sentía muy miserable.

—Bueno, no debió haber cogido ese broche, ni contar historias sobre él, Marilla —admitió, mirando tristemente su poco romántica ración de cerdo y hortalizas, como si él, cual Ana, lo creyera un alimento poco adecuado para las crisis sentimentales—, pero es una chiquilla tan pequeña; ¿no te parece un poco cruel no dejarla ir a la excursión, cuando está tan ilusionada con ello?

—Matthew Cuthbert, me sorprendes. Pienso que he sido muy blanda con ella. Y no parece comprender cuan mala ha sido; eso es lo que más me preocupa. Si lo sintiera en realidad, no sería tan malo. Y tú tampoco pareces darte cuenta; la estás excusando.

—Bueno, es que es una chiquilla tan pequeña —insistía Matthew—. Y debe haber tolerancia. Sabes que no ha tenido educación.

—Pues ahora la tiene.

Esta respuesta silenció a Matthew, aunque sin convencerlo. La comida fue lúgubre. Lo único alegre era Jerry Boute, el ayudante, y Marilla consideraba su alegría como un insulto personal.

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