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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (106 page)

BOOK: Ana Karenina
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Sin embargo, como notase que lo observaban, se creyó obligado a decir:

—Eso es, seguramente.

—Interrogadlo —dijo Lievin—y veréis lo que sabe. ¿Has oído hablar de la guerra, Mijáilich? —añadió, dirigiéndose al criado—. ¿Sabes qué os han leído el domingo en la iglesia? ¿Te parece que debemos batirnos por los cristianos?

—¿Qué me ha de parecer? Nuestro emperador Alejandr Nikolaévich pensará por nosotros; él sabe lo que se ha de hacer. ¿Quieren ustedes que traiga más pan? —preguntó a Dolli al ver que Grisha devoraba una corteza.

—¿Para qué le hemos de interrogar —dijo Serguiéi Ivánovich— cuando vemos centenares de hombres que abandonan cuanto poseen y se alistan por sí mismos, acudiendo de todos los puntos de Rusia con el mismo objeto? ¿Me dirás que esto no significa nada?

—Esto significa, a mi modo de ver, que entre ochenta millones de hombres no faltarán nunca algunos centenares, y hasta miles, que no sirviendo para nada en la vida regular, se lanzan en la primera aventura, bien se trate de seguir a Pugachóv
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o de marchar a Serbia —repuso Lievin con calor.

—No son aventureros los que se consagran a esa obra, sino dignos representantes de la nación —replicó Serguiéi Ivánovich algo amostazado, como si se tratase de una cuestión personal—. ¿Y los donativos? ¿No manifiesta el pueblo así también su voluntad?

—¡Es tan vaga la palabra pueblo! Entre mil campesinos tal vez uno comprenda, pero el resto de los ochenta millones hacen como Mijáilich; y no solamente no manifiestan su voluntad, sino que no tienen la menor noción de lo que podrían pedir. ¿A qué llamaremos, pues, voto del pueblo?

XVI

S
ERGUIÉI
Ivánovich, hábil en dialéctica, abordó otro lado de la cuestión.

—Es evidente —dijo— que no poseyendo el sufragio universal, no podríamos conocer la opinión del país por vía de aritmética; pero hay otros medios para obtenerla. No hablo de esas corrientes subterráneas que han agitado la masa del pueblo; pero considerando la sociedad en una esfera más reducida, ved hasta qué punto los partidarios más hostiles, en la clase inteligente, se confunden en uno solo cuando se hallan en este terreno. No hay ya divergencia de opiniones; todos los órganos sociales se expresan lo mismo y todos comprenden la fuerza elemental que comunica a la nación su impulso.

—Verdad es que los diarios dicen todos la misma cosa —explicó el príncipe—, pero también las ranas saben gritar antes de la tempestad.

—No veo qué tenga de común la prensa con las ranas y no me erijo en defensor de ella; solo hablo de la unanimidad de opinión en el mundo inteligente.

—Esa unanimidad tiene su razón de ser —repuso el príncipe—. Ahí tiene usted a mi querido yerno Stepán Arkádich, a quien se nombra individuo de una comisión cualquiera con ocho mil rublos de sueldo para no hacer nada; esto no es un secreto para nadie. Pues bien, aunque hombre de buena fe, conseguirá demostrar que la sociedad no puede prescindir de ese cargo. Otro tanto sucede con los diarios; como la guerra hace subir en un doble su precio, sostendrán la cuestión eslava y el instinto nacional.

—Es usted injusto.

—Alphonse Karr estaba en lo cierto cuando, antes de la guerra franco-alemana, proponía a los partidarios de ella que formasen parte de la vanguardia y sufriesen el primer fuego.

—A nuestros redactores les agradaría eso —dijo Katavásov, sonriendo.

—Pero después huirían —dijo Dolli.

—Se podría hacerles volver al fuego a latigazos —repuso el príncipe.

—Esto es una broma de gusto dudoso; pero la unanimidad de la prensa es un síntoma feliz que se debe reconocer; los individuos de una sociedad deben cumplir todos con un deber, y los hombres que reflexionan llenan el suyo dando expresión a la opinión pública. Hace veinte años todo el mundo se habría callado; hoy se deja oír la voz del pueblo ruso, que quiere vengar a sus hermanos oprimidos; con esto se da un gran paso y una prueba de fuerza.

—El pueblo está seguramente dispuesto a muchos sacrificios cuando se trata de su alma; pero aquí es cuestión de matar turcos —dijo Lievin, relacionando involuntariamente esta conversación con la de la mañana.

—¿A qué llama usted su alma? —preguntó Katavásov sonriendo—. Este es un término para el naturalista.

—Bien me entiende usted.

—Palabra de honor que no sé lo que es eso —replicó Katavásov, soltando la carcajada.

—«No traigo la paz, sino el acero» —dijo Serguiéi Ivánovich, citando un texto que siempre había preocupado a Lievin.

—Es cierto —murmuró el guardián, siempre en pie entre los que hablaban, como para contestar a una mirada que le dirigieron por casualidad.

—Vamos, le han derrotado a usted, padrecito —exclamó alegremente Katavásov.

Lievin se sonrojó no porque hubiesen refutado sus argumentos, sino por haber cedido a la necesidad de discutir. Convencer a Serguiéi Ivánovich era imposible, tanto como dejarse convencer por él. ¿Cómo admitir el derecho que se arrogaba un puñado de hombres de representar con los diarios la voluntad de la nación, cuando esta significaba venganza y asesinato, y cuando toda su certeza se fundaba en los relatos; sospechosos de algunos centenares de perdidos que iban en busca de aventuras?

Lievin no veía la expresión de estas opiniones en el pueblo, en sí mismo (y él no era otra cosa que un hombre del pueblo). Y, sobre todo, aunque junto con el pueblo no podía saber en qué consistía el beneficio general, sí sabía que ese beneficio general se podía alcanzar tan solo mediante el cumplimiento de la ley del bien, abierto a todo ser humano, y, por tanto, no podía desear la guerra y predicarla en nombre de fin alguno. Junto con el pueblo, repetía la leyenda de cómo llamaron a los
variagos
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: «Podéis reinar y disponer de nosotros. Os prometemos nuestra total sumisión. Nos hacemos cargo de todo el trabajo, de las humillaciones, de los sacrificios. Pero no queremos juzgar ni decidir». Y ahora, según Serguiéi Ivánovich, el pueblo renunciaba a ese derecho, comprado a un precio tan elevado. Si la opinión pública pasaba por infalible, ¿por qué la revolución y la comuna no llegarían a ser tan legítimas como la guerra en provecho de los eslavos?

Lievin hubiera querido expresar estas ideas, pero pensó que la discusión irritaría a su hermano sin conducir a nada, por lo cual llamó la atención de todos sobre el tiempo, que amenazaba lluvia.

XVII

E
L
príncipe y Serguiéi Ivánovich subieron al coche, y los demás apresuraron el paso; pero las nubes, bajas y negras, se amontonaban con tal rapidez, que a doscientos pasos de la casa la lluvia se hizo inminente.

Los niños corrían delante gritando y Dolli trató de seguirlos; los hombres apretaban el paso, sujetando con dificultad sus sombreros; pero en el instante que comenzaron a caer gruesas gotas, se consiguió llegar a la casa.

—¿Dónde está Katerina? —preguntó Lievin a la criada, que salía del vestíbulo con varios abrigos y paraguas.

—Creíamos que estaba con ustedes.

—¿Y Mitia?

—Sin duda en el bosque con el aya.

Lievin cogió los abrigos y echó a correr.

En aquel corto espacio de tiempo el cielo se había oscurecido como durante un eclipse, y el viento, soplando con violencia, hacía volar las hojas, doblando los árboles, las plantas y las flores; los campos y los bosques desaparecían tras un torrente de lluvia, y todos aquellos a quienes la tempestad acababa de sorprender fuera, corrían en busca de un refugio.

Luchando vigorosamente contra el temporal para preservar sus abrigos, Lievin, inclinado hacia delante, avanzaba presuroso, y ya creía divisar formas blancas detrás de una encina bien conocida cuando, de pronto, una luz deslumbradora inflamó el suelo ante él, mientras que sobre su cabeza la celeste bóveda pareció fundirse de repente.

Apenas abrió los ojos, buscó la encina con la vista, y con gran terror observó que su copa había desaparecido.

—¡El rayo! —murmuró; y en el mismo instante oyó el ruido del árbol que se desgajaba con estrépito.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Con tal que no los haya tocado!

Y aunque comprendiese la inutilidad de sus palabras, puesto que el mal estaba ya hecho, las repitió, sin saber qué decía. Se dirigió hacia el sitio donde solía colocarse Kiti y no la vio; pero en el mismo instante oyó que lo llamaban por el lado opuesto: Kiti se había refugiado debajo de un añoso tilo, y allí, inclinada sobre la criatura, así como la criada, preservaban de la lluvia el cochecito en que descansaba.

Lievin, cegado por los relámpagos y la lluvia, acabó por divisar al fin el pequeño grupo y corrió hacia él tan presuroso como se lo permitían sus botas llenas de agua.

—¡Vivos, loado sea Dios! ¡Es posible que pueda cometerse semejante imprudencia! —gritó furioso a su esposa, que lo miraba con el rostro lleno de agua.

—Te aseguro que no tengo yo la culpa; íbamos a marchar, cuando…

—Puesto que estáis sanos y salvos, demos gracias a Dios…; ya no sé lo que me digo.

Lievin entregó el niño a la criada, y dando el brazo a su mujer, se la llevó presuroso, estrechando suavemente su mano, pues se arrepentía de haberla reñido.

XVIII

A
pesar de la decepción que experimentara al reconocer que su regeneración moral no modificaba favorablemente su carácter, Lievin no estuvo por eso menos satisfecho durante todo el día. Katavásov se atrajo las simpatías de las damas por su agudo ingenio, y como Serguiéi Ivánovich le excitaba, les habló de sus estudios sobre las costumbres de las moscas, machos y hembras, y su género de vida en las habitaciones.

Koznyshov, por su parte, volvió a tratar de la cuestión eslava, desarrollándola de una manera interesante. El día, en fin, terminó del modo más agradable, sin discusiones enojosas, y como la temperatura había refrescado, resolvió no salir de casa.

Kiti, obligada a ir a cuidar a su hijo, para bañarlo como de costumbre, se retiró con sentimiento y pocos minutos después le trajeron a Lievin el recado de que su esposa lo llamaba. Este, muy inquieto, se levantó al punto, aunque escuchaba con mucho interés a su hermano, que hablaba sobre la influencia que la emancipación de cuarenta millones de eslavos podría tener para Rusia. Y todas aquellas consideraciones acerca de la influencia del elemento eslavo en la historia universal le parecieron a Lievin tan insignificantes en comparación con los cambios en su alma, que olvidó todos los problemas y se sumió en el mismo estado de ánimo en que había permanecido por la mañana.

No intentaba restablecer el hilo de su pensamiento (no lo necesitaba). Se dejó llevar por el sentimiento que rigió sus actos, y descubrió que este sentimiento era más claro y definitivo que antes. Ya no necesitaba restablecer todo el proceso de su pensamiento para sumergirse en aquel estado de ánimo. Ahora la serenidad y alegría eran más fuertes que nunca. El sentimiento dejaba rezagada a la razón.

¿Para qué lo llamarían, puesto que esto no se hacía nunca sino en casos urgentes? Su inquietud se disipó cuando, al hallarse solo un momento, pensó en su íntima felicidad; cruzó el terrado y vio dos estrellas que brillaban en el firmamento.

«Sí —se dijo, mirando al cielo—, recuerdo haber pensado que había una ilusión en esa bóveda que contemplaba; pero ¿cuál era la idea que no completé en mi espíritu?» Al entrar en la habitación del niño la recordó. «¿Por qué si la principal prueba de la existencia de Dios es la revelación que a todos nos da del bien y del mal, se habrá de limitar esta a la Iglesia cristiana? ¿Y esos millones de budistas y de musulmanes que buscan igualmente el bien?…» La contestación a esta pregunta debía existir por fuerza; pero no pudo formularla al pronto.

Kiti, con las mangas recogidas e inclinada sobre la bañera, sostenía con una mano la cabeza del niño, mientras lo lavaba con la otra.

—¡Ven pronto! —dijo a Lievin al verlo—. Agafia Mijaílovna tenía razón: nos reconoce.

El suceso era importante; para asegurarse del hecho, se sometió a Mitia a diversas pruebas; se hizo subir a la cocinera, a quien jamás había visto, y el experimento fue concluyente; el niño rehusó mirar a la extraña, sonriendo a su madre y al aya. Lievin quedó muy complacido.

—Me alegro de ver que empiezas a quererlo —dijo Kiti cuando hubo sentado al niño sobre sus rodillas—; comenzaba a entristecerme cuando decías que te era indiferente.

—No quería decir eso, sino que me ha ocasionado una decepción.

—¿Cómo?

—Esperaba que me revelase un sentimiento nuevo; pero solo me inspiraba compasión, disgusto y temor; solo hoy, después de la tempestad, he comprendido que lo quería.

Kiti sonrió dulcemente.

—Has tenido mucho miedo, pero yo más aún, y todavía lo tengo al pensar en el peligro que corríamos. Mañana quiero ver la encina…, y ahora vuelve con tus amigos; me alegro mucho de que estés en buena armonía con tu hermano.

XIX

A
L
separarse de su esposa, Lievin prosiguió el curso de sus pensamientos y, en vez de entrar en el salón, se apoyó en la balaustrada del terrado.

Se acercaba la noche, y el cielo, puro por la parte del mediodía, seguía tempestuoso por el lado opuesto; de cuando en cuando, un relámpago deslumbrador, seguido de un sordo trueno, hacía desaparecer a los ojos de Lievin las estrellas y la Vía Láctea que antes contemplaba, oyendo caer las gotas de lluvia cadenciosamente sobre el follaje de los árboles; y las estrellas reaparecían después poco a poco y ocupaban su lugar, como si una mano cuidadosa las ajustase al firmamento.

«¿Qué temor me turba? —se preguntó, comprendiendo que la contestación estaba en su alma, aunque no podría definirla—. Sí, las leyes del bien y del mal, reveladas al mundo, son la prueba evidente e irrecusable de la existencia de Dios; yo conozco esas leyes en el fondo de mi corazón y me uno de grado o por fuerza con aquellos que las acatan como yo; esta remisión de seres humanos, que participan de la misma creencia, se llama la iglesia. ¿Y los hebreos, los musulmanes y los budistas? —se preguntó, volviendo al dilema que le parecía peligroso—. ¿Estarán privados esos millones de hombres del mayor de los beneficios, del único que da un sentido a la vida? La cuestión que yo me enuncio, ¿será la de las relaciones de las diversas creencias de la humanidad entera con la divinidad? ¿Es la revelación de Dios al universo, con sus planetas y sus nebulosas, la que yo pretendo sondear? ¿Me obstinaré en apelar a la lógica en el momento en que se me revela una sabiduría evidente, aunque inaccesible a la razón? Yo sé que las estrellas no andan —se dijo, observando el cambio ocurrido en la posición del astro brillante que acababa de elevarse sobre los abedules—; pero no pudiendo imaginar la rotación de la Tierra al ver a las estrellas cambiar de sitio, tengo razón al decir que andan. ¿Habrían comprendido ni calculado nada los astrónomos si hubiesen tomado en consideración los movimientos complicados y diversos de la Tierra? ¿No se han basado sus asombrosas conclusiones sobre las distancias, la gravitación y las revoluciones de los cuerpos celestes, en los movimientos aparentes de los astros alrededor de la Tierra inmóvil? Millones de hombres han podido observar durante siglos esos mismos movimientos, como yo ahora, y siempre se pueden reconocer. Y así como las conclusiones de los astrónomos hubieran sido falsas si no las hubieran basado en sus observaciones del cielo aparente, con relación a un solo meridiano y a un solo horizonte, de la misma manera todas mis deducciones sobre el conocimiento del bien y del mal carecerían de sentido si no las relacionase con la revelación que me ha hecho el cristianismo y que siempre podré comprobar en mi alma. Las relaciones de las otras creencias con Dios seguirán siendo para mí insondables y no tengo derecho para profundizarlas.»

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