Amigas entre fogones (3 page)

Read Amigas entre fogones Online

Authors: Kate Jacobs

BOOK: Amigas entre fogones
2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Había anticipado la posibilidad de que sus niñas regresasen del jardín con las manos vacías, por lo que ella misma había sacado tiempo, unas horas antes, para preparar el centro de mesa, trabajando con afán mientras sus hijas, recién convertidas en adolescentes, dormitaban durante la que había sido una espléndida mañana de domingo. Había escondido su arreglo floral en un estante, encima de la lavadora, a sabiendas de que difícilmente sus hijas iban a acercarse siquiera a algo que les hiciese pensar en una tarea doméstica. Al pedirles que salieran a cogerle unas flores estaba en realidad recurriendo a un truco de madre para quitarse a las niñas de en medio mientras ella aderezaba y corregía las recetas de la cena.

Y entonces lo vio: siete piedras y una pluma.

Eso fue lo que Sabrina había colocado en el centro de la pulida mesa de palisandro.

—¿Qué opinas, mamá? —preguntó la niña, de trece años, apartándose de los ojos los brillantes mechones negros, al tiempo que señalaba en dirección a la fila de cantos rodados colocados por orden de tamaño y a aquella pelusa gris sin pies ni cabeza que, de lejos, parecía más un fragmento de borra de la secadora que algo que en su día había surcado el cielo.

Gus Simpson se había mordido el labio mientras sopesaba la aportación de aquel día de su hija menor y recorría con la mirada toda la mesa, de punta a punta, dispuesta con sus mantelitos individuales de lino bueno de color marfil, limpios y almidonados, y con su vajilla de porcelana de calidad (las piezas artísticamente desparejadas de loza color crudo que había ido adquiriendo en almonedas y mercadillos, junto con alguna que otra compra sin descuento en unos grandes almacenes) y las copas y vasos de cristal bueno que había traído de Irlanda años atrás. Para blanco, tinto y agua. El ostentoso capricho le había costado más del triple de lo que pagaba de cuota hipotecaria entonces, y cada vez que las contemplaba, experimentaba una mezcla de sentimiento de culpa y euforia. Cada trago (aunque fuera de agua del grifo) le sabía mejor, además.

El viaje a Irlanda había sido su último viaje de vacaciones con Christopher, una escapada romántica sin las niñas, repleta de una velada tras otra en la que se recogían temprano, deseosos de hallarse a solas. Se habían reído mientras recorrían con sensación extraña las carreteras de aquella costa pasmosamente hermosa, no del todo cómodos ninguno de los dos al tener que conducir con la palanca de cambios a la izquierda. Pero se las habían apañado perfectamente bien, muchas gracias. Eso hizo que el accidente resultase todavía más incongruente: Christopher había conducido por el paseo Hutchison a diario. Día tras día. Y, de pronto, cometió un error. Es lo que pasa cuando bajas la guardia.

Gus Simpson se mantenía siempre atenta. Sabía que cada momento, cada detalle, contaba. Hasta la disposición de la mesa.

La plata recién pulida había lanzado destellos allí puesta sobre el mantel de lino; los dieciséis cubiertos habían pertenecido a su bisabuela. Cada clan posee su propia versión de la elaboración de mitos (aquel crudo invierno al que sobrevivieron todos a duras penas, aquella larga e imposible travesía transatlántica desde el Viejo Continente) y, como no podía ser de otro modo, la familia de Gus contaba con la suya propia. Giraba en torno a La Búsqueda de Objetos Bellos. Y, así, la cubertería de plata (mucho más ornamentada que la moda del momento) había sido adquirida, a costa de un inmenso sacrificio, en Tiffany & Company a razón de un servicio al año y sólo se había utilizado en las tres grandes fechas anuales (Navidad, Pascua y Acción de Gracias) en las siguientes generaciones. A veces —contaba la leyenda— sólo era posible comprar una cuchara, y los cuchillos y tenedores se dejaban para otro año más boyante. Y así la cubertería había ido pasando de madre a hija primogénita, y a la hija de la hija —no sin causar tensión en el seno de la familia—, hasta que llegó a Gus, quien la empleó más que nadie hasta entonces para cortar y llevar alimentos a la boca. Desde luego, sus abuelas habrían considerado una frivolidad la manera en que ella se deleitaba con sus buenos platos y cuchillos, y hubieran arrugado el ceño ante un uso tan frecuente. Guardar, guardar, guardar para más adelante. Ése había sido su lema. Guardar la cubertería buena para usarla solamente cuando de verdad hiciera falta. La cosa era que Gus siempre tenía la impresión de que de verdad le hacía falta.

De todas formas, la noche que Alan Holt fue a cenar seguro que hasta sus abuelas habrían aprobado que preparase una mesa tan elegante, con todo lo necesario para la fabulosa cena que bullía a fuego lento y que se asaba en el horno. Crema de espárragos. Costillar de cordero con jugo de hierbas. Patatas baby delicadamente asadas. Pan fresco y crujiente, hecho en casa utilizando un ladrillo húmedo metido en el horno para generar vaho (gracias al consejo de Julia Child en un ejemplar bien manoseado de Domine el arte de la cocina francesa. Volumen 2). Todo ello seguido de un dulce bizcocho financier elaborado con una buena porción de mantequilla y acompañado de sorbete casero de frambuesa.

Gus había querido que la cena fuese deliciosa. Hogareña. Acogedora. A fin de cuentas, no todos los domingos invitaba al presidente de Canal Cocina a cenar, y flotaba en el ambiente la perspectiva de un futuro diferente.

—¿Mamá? ¿La mesa? —había dicho su hija.

Ah, sí, la mesa. El despliegue de Sabrina había sido el único elemento discordante en un retablo perfectamente organizado. Era sin duda inaceptable.

Gus había abierto la boca para decirle a su hija que recogiese el estropicio que había formado. Que subiera, se cambiara la ropa que llevaba y se pusiera algo decente. Que fuese a llamar a su hermana para decirle que se preparara.

Las palabras habían estado ahí, listas para derramarse de entre sus labios. Sin verse a sí misma siquiera, notó el ceño fruncido. ¿Cuántas veces había criticado a Sabrina y Aimee? Cámbiate esa ropa, baja la música, recoge tu cuarto, no dejes las toallas mojadas por el suelo. Ella, como cualquier madre de adolescentes, se había dado perfecta cuenta de cómo se transformaba en un estereotipo con patas, de manera que muchos de los asuntos que le habían parecido triviales y anticuados cuando era joven se habían agrandado hasta convertirse en cuestiones de trascendental importancia. Viuda y con dos hijas, nada menos. Apagar la luz,il salir de una habitación. Ponerse un jersey en lugar de subir la calefacción. Usar posavasos en la mesita baja del salón. Comer restos. Había sido por tener que pagar ella las facturas. Eso le había cambiado la forma de ver las cosas. De repente, todo tenía importancia.

Todo tenía importancia. Hasta la manera de poner la mesa. Sabía que había que arreglar aquel desaguisado.

Pero, entonces, captó la mirada de emoción que lucía en el rostro de su hija menor. Los ojos abiertos como platos, la boca ligeramente abierta, lo justo para que se adivinase la ortodoncia metálica. El corazón le dio un vuelco: había dado por hecho que el penoso adornito que había encima de su mesa era la manera que tenía Sabrina de dejarle claro lo poco que le importaba a ella su trabajo. Pero ¿sería posible que su hija hubiese querido aportar su granito de arena?, se preguntó.

En ese preciso instante Aimee había aparecido en el salón arrastrando los pies, alertada sin duda por ese radar que tienen todos los niños cuando perciben —o esperan— que su hermano está a punto de verse en un aprieto. ¿Qué tendrán las familias que las hace cerrar filas de cara a los extraños, pero atacarse unos miembros a otros impunemente en privado? Aimee, de quince años, más delgada y cinco centímetros más alta que Sabrina, con su melena castaña clara teñida de rosa con Kool-Aid, sonrió maliciosamente al ver a su madre mirando la mesa con cara de pocos amigos.

—¡Qué lindo! —exclamó la chica, atrayendo hacia sí la mirada de su hermana mientras señalaba en dirección al conjunto de piedra y pluma—. Mamá va tirar todo eso a la basura. No es perfecto. Y Gus Simpson no hace nada que no sea perfecto. ¿A que no, mamá? —Entonces Aimee desplazó todo su peso a una cadera, como si mantenerse erguida le costase demasiado esfuerzo. Y esperó.

Sabrina esperó también.

Gus vaciló, mientras su lado de madre se peleaba con su lado profesional.

—Yo opino que el arreglo de Sabrina es una preciosidad —anunció—. Es muy moderno, muy estilizado. Se queda en la mesa.

Aimee puso los ojos en blanco.

—Cierra la boca, Aimee, es un diseño muy karma —gritó Sabrina.

—Creo que quieres decir zen, querida.

Gus sonrió al rememorar la sonrisa de oreja a oreja de Sabrina que hizo relucir el aparato de ortodoncia de sus dientes, sus enormes y dulces ojos azules. Fue la decisión correcta, aun cuando había sentido un nudo en el estómago cuando el señor Holt, el presidente de Canal Cocina, había mirado con cara interrogante la mesa cuando hubo tomado asiento. Pero Gus no había pronunciado ninguna disculpa, consciente de que Sabrina estaba pendiente de cada palabra suya, y de hecho había alabado la creatividad de su hija.

—Ser una buena anfitriona consiste, en parte, en hacer que todo el mundo sienta que ha participado de alguna manera —le había dicho en tono de confidencia aquel día de primavera de tanto tiempo atrás.

El señor Holt, padre divorciado, había asentido con aire pensativo.

—Es usted justo el tipo de persona que ando buscando —le anunció. Y al final del bizcocho, Gus Simpson (la anónima propietaria de un establecimiento de comidas para gastrónomos sin un libro de recetas a su nombre) había recibido la propuesta de presentar unas cuantas emisiones del recién nacido canal por cable.

Al final resultó que la decoración de Sabrina había sido karma.

Y voilà! Unos cuantos años en el Canal Cocina de la tele y qus se había convertido en una mujer famosa de la noche a la mañana. Eso era lo que tenían todas las cosas que pasaban «de la noche a la mañana»: que generalmente requerían de un montón de trabajo previo.

Y ahora aquí estaba, en 2006, convertida en el corazón mismo de la televisión sobre cocina, vendida hace tiempo La Cafetería. Vivía en una sensacional casa solariega en Rye, Nueva York, justo el estilo de casa que le habría encantado a Christopher: de tres plantas, toda blanca y con las contraventanas negras, con un gran comedor formal a la izquierda del vestíbulo, un jardín de invierno, una pequeña salita que Gus había convertido en su estudio privado, una biblioteca forrada de madera, un salón acristalado para desayunar y una agradable sala de estar junto.1 la cocina. Amén de todo el espacio necesario para los cámaras. Había un espacioso patio justo pasadas las puertas acristaladas de la cocina, así como un exuberante jardín trasero, bordeado de flores, coronado por un estanque de adorno, con cascada y todo, cuyo apacible borboteo llegaba a sus oídos cada vez que se encontraba entre los rosales.

En la casona había demasiados dormitorios para una mujer sola —sus hijas estaban a punto de abandonar el nido para ir a la universidad cuando firmó la escritura, pero aun así ella siguió adelante— y definitivamente no contaba con suficientes aseos para una casa moderna. Su plan era renovar las plantas superiores, pero todos esos años había estado demasiado liada para meterse en ello «justo ahora».

La casa era la demostración de su éxito profesional. A ella le encantaba no sólo por su majestuosidad, sino también por sus imperfecciones. Su historia hacía que aquí y allá presentase cierto desgaste.

Así pues, Gus había comprado la casa en pleno desarrollo de su programa más popular, ¡Cocinar con gusto! Era su tercer espacio para la cadena y el mejor recibido. Cada semana tenía como invitado a algún brillante chef en la increíble cocina de su casa (cocina que había sido sometida a reformas en dos ocasiones desde el inicio del programa), y ella y su invitado compartían buen vino y conversación mientras preparaban entre los dos alguna increíble comida, charlando sobre historias divertidas del mundillo de la restauración profesional y haciendo todo lo posible para convencer a las televidentes de que ellas también eran capaces de preparar los deliciosos platos que estaban elaborando.

Gus Simpson siempre había sido una buena cocinera. Pero no era una chef y lo sabía: había estudiado fotografía en Wellesley y tenía mucho ojo para todo lo visual, y con La Cafetería había tenido una magnífica idea. Aun así, su don —y era realmente un don— había sido siempre su mano para saber crear una experiencia asombrosa. Era una magnífica anfitriona: hacía que sus invitados se sintiesen vivos —incluso cuando se encontraban al otro lado del televisor— y su alegría de vivir hacía que cada bocado pareciese y supiese refrescante. El principal artículo de Gus era Gus, y se vendía a sí misma bien: era madre, hija, mejor amiga, la sal de la fiesta. Y, para remate, era guapa. No tan bella como para dejar boquiabiertos a los televidentes, pero sí innegablemente atractiva, con sus ojos castaños y su preciosa sonrisa.

Gus Simpson era en sí misma un espectáculo. Sus espectadores —y, por ende, sus productores— la adoraban.

Sus amigos, sus hijas, sus compañeros de trabajo: todo el mundo quería estar alrededor de Gus. Y Gus, a su vez, se había sentido encantada con la idea de cuidar de todos ellos.

Sin embargo, ahora era como si el hechizo estuviera deshaciéndose.

Bien, de acuerdo, no quería organizar su propia fiesta. ¿Quién dijo que tenía que hacer una? Empezó a pasearse por la cocina, repasando con los dedos la cantidad de personas que se llevarían una decepción si no montaba algo, aumentando su frustración a cada paso que daba. Siempre estaba haciendo, haciendo, haciendo.

Tal vez cumplir cincuenta años significaba, sencillamente, que había llegado el momento de darle un buen meneo a su vida.

—¿Toc-toc? —Hannah Levine, su querida amiga y vecina, se asomó por la blanca puerta acristalada deslizante del patio ajardinado. A lo largo de los siete años que llevaban siendo amigas, las dos mujeres habían establecido siempre una fácil intimidad. Al principio no había sido precisamente así, cuando se conocieron el mismo domingo en que Gus se trasladó a la casa solariega, allá por el verano de 1999. Gus se había acercado casa por casa a saludar a sus vecinos, con el obsequio de una tarta de frambuesas recién hecha, y les había manifestado lo encantada que se sentía de estar en el barrio. Desde luego, fue un gesto espléndido —puro Gus— y fue correspondido con varias invitaciones a cenar y con el comienzo de numerosas relaciones de cortés amistad. Y luego vino Hannah, que vivía justo en la casa de al lado, en un chalé primorosamente pintado de blanco donde antaño habían estado las cocheras de la mansión de Gus. Hannah había acudido a abrir la puerta con un pijama gris claro y con su media melena rubia recogida en una coleta baja. Su tez pálida estaba desprovista de maquillaje. Miró a Gus con recelo a través de unas gruesas gafas.

Other books

To Tame a Dragon by Megan Bryce
Burning House by Ann Beattie
The Reluctant Midwife by Patricia Harman
Rapturous by M. S. Force
A Dangerous Beauty by Sophia Nash
The Runaway Daughter by Lauri Robinson