El kender le pegó un codazo.
—Rhys, ¿estás dormido?
—¿Qué? —Rhys se despertó sobresaltado.
-Perdona -se disculpó Beleño arrepentido-. No quería despertarte.
-No pasa nada. Yo no quería quedarme dormido. ¿Qué me habías preguntado? -respondió Rhys con gran paciencia.
—Te estaba preguntando si fue Zeboim quien hizo esto. Parece que le gusta mucho achicar a la gente. —El kender todavía estaba molesto por la vez en que la diosa lo había reducido al tamaño de una pieza de khas y lo había metido en la bolsa de Rhys. Después, los había mandado a los dos a luchar contra un Caballero de la Muerte.
Rhys negó con la cabeza.
—La diosa del mar se quedó atónita al ver a Mina en el cuerpo de una niña.
-Y entonces, ¿qué dijo que había pasado?
—Según Zeboim, Mina es una diosa que no sabe que lo es. Una diosa a la que Takhisis ha engañado para que crea que es humana. Mina es una diosa de la luz a la que han burlado para que sirva a la oscuridad.
Beleño observó a Rhys con los ojos entrecerrados.
-¿Te diste otro golpe en la cabeza?
-Estoy bien -le aseguró Rhys.
—Mina, una diosa. —Beleño resopló-. Si quieres saber mi opinión, todo eso no es más que una sarta de tonterías. Zeboim hizo esto. Convirtió a Mina en una niña y nos la mandó para molestarnos.
—Me parece que no —repuso Rhys con voz tranquila—. Mina se despertó mientras tú no estabas. Me dijo que se había escapado de su casa y me pidió que volviera a llevarla allí.
A Beleño aquello le pareció una noticia estupenda.
—¿Lo ves? ¿Adonde quiere ir la niña? ¿A Flotsam? No está lejos, sólo hay que subir la costa. Seguramente el mar la arrastró...
-Morada de los Dioses -lo interrumpió Rhys.
Beleño enarcó las cejas.
—¿«Morada de los Dioses»? Eso no es un lugar. Nadie vive en la Morada de los Dioses a no ser los...
Tragó saliva y abrió los ojos como platos. Lanzó un silbido bajo que hizo que las orejas de Atta se atiesaran.
-No creo que Zeboim le mandara decir eso -añadió Rhys con un suspiro.
Beleño miró a Mina y se mordió el labio inferior. De repente, tuvo una idea.
—Apuesto que la oíste mal. Apuesto algo a que ha dicho la «Morada de las Coces».
-¿«Morada de las Coces»? -repitió Rhys, sonriendo—. Nunca he oído hablar de ese sitio, amigo mío.
-Tú no lo sabes todo -declaró Beleño—, ni aunque seas un monje. Hay montones y montones de sitios de los que nunca has oído hablar.
—De Morada de los Dioses sí que he oído hablar —contestó Rhys.
-¡Deja de decir eso! —ordenó Beleño-, Ya sabes que no vamos a ir ahí. Es imposible.
—¿Por qué? -Rhys volvió a bostezar.
—Veamos. Para empezar, porque nadie sabe dónde está Morada de los Dioses, o ni siquiera si ese sitio existe. Para continuar, porque si Morada de los Dioses está en algún sitio, está cerca de Neraka y ése es un sitio malo, muy malo. Y para terminar, si Morada de los Dioses está cerca de Neraka, eso significa muy lejos de aquí, directamente en el otro extremo del continente, y tardaríamos meses, quizá años, en recorrer...
Beleño se detuvo.
-¿Rhys? ¡Rhys! ¿Estás escuchando mis argumentos?
Rhys no estaba escuchando nada. Recostado contra la pared, tenía la cabeza echada hacia delante, con la barbilla apoyada sobre el pecho. Estaba dormido, completamente dormido, tan profundamente dormido que ni la voz del kender ni un par de codazos en el brazo podían despertarlo.
Beleño suspiró y después se levantó. Se acercó a la niña, tan pequeña, y se puso en cuclillas para mirarla desde más cerca. La verdad era que no tenía el aspecto de una diosa. Parecía un gato mojado. Volvió a sentir que lo inundaba esa tristeza que se había apoderado de él cuando había visto a Mina, a la Mina adulta. Eso no le gustaba, así que se frotó los ojos y la nariz en la manga y lanzó una mirada de soslayo a Rhys.
Su amigo seguía dormido y seguramente lo seguiría estando durante un buen rato. Más que suficiente para que Beleño pudiera tener una charla con la niña (fuera quien fuese) y explicarle que a donde ella realmente quería ir era a la próspera ciudad de Morada de las Coces, y que además tendría que viajar sola y marcharse en ese mismo instante para no molestar a Rhys.
—Oye, niña —susurró Beleño con voz suficientemente alta y alargó el brazo para zarandearla hasta que se despertara.
La mano se detuvo, suspendida en el aire. Empezaron a temblarle un poco los dedos cuando pensó que realmente iba a tocarla y retiró la mano rápidamente. Se quedó allí agachado, mirando a Mina y mordiéndose el labio.
¿Qué veía cuando la miraba? ¿Qué la hacía diferente a sus ojos, respecto a otros mortales? ¿Qué la hacía diferente a los muertos a los que podía ver y con los que podía hablar? ¿Qué la hacía diferente a los muertos vivientes? Beleño observó detenidamente a la pequeña y las lágrimas volvieron a acudir a sus ojos. Vio belleza, una belleza indescriptible. Una belleza que avergonzaría al atardecer más radiante y que apagaría el brillo de las estrellas. Su belleza paralizaba el alma asombrada del kender, temerosa de que el susurro más callado hiciera desaparecer tan maravillosa visión. Pero no era su belleza la que le desgarraba el corazón y provocaba que las lágrimas le corrieran por las mejillas.
Su belleza estaba envuelta en fealdad. Estaba manchada de sangre, cubierta por el manto de la muerte y la destrucción. La maldad, el horror y el espanto la empañaban.
—Es una diosa —murmuró para sí—. Una diosa de la luz que ha hecho cosas terribles. Lo he sabido todo el tiempo, pero no sabía que lo sabía. Por eso sentía tantas ganas de llorar por dentro.
Beleño no creía que pudiera explicárselo a Rhys, pues ni siquiera estaba seguro de poder explicárselo a sí mismo. Decidió que lo hablaría todo con Atta. Había descubierto que contar las cosas a un perro resultaba mucho más sencillo que contárselas a un humano, sobre todo porque Atta nunca hacía preguntas.
Pero cuando se volvió para parlamentar con Atta sobre Mina, vio que la perra se había tumbado sobre un costado y se había quedado profundamente dormida.
Beleño se dejó caer junto a Rhys, apoyado en la pared. El kender estaba allí sentado, pensando unas cosas alucinantes y escuchando la suave respiración de Rhys y la suave respiración de la niña, y la suave respiración de Atta-, y la suave respiración del viento, que suspiraba sobre las dunas de arena, y las olas que llegaban a la orilla y se alejaban, llegaban a la orilla y se alejaban...
Beleño se despertó sobresaltado con un ladrido de Atta.
La perra estaba de pie. Con las patas muy estiradas y el pelo del lomo de punta, miraba fijamente la entrada de la gruta. Beleño oyó un crujido, como si unas pisadas pesadas se dirigieran hacia ellos.
Estaban cerca y cada vez se aproximaban más.
Atta volvió a emitir un ladrido agudo de advertencia. Mina se despertó con el ruido, se echó la tela sobre la cabeza y volvió a dormirse. Los pesados chasquidos se detuvieron. Una sombra se posó sobre la entrada, tapando el sol.
-¡Monje! Sé que estás ahí.
La voz llegaba amortiguada, pero Beleño no tuvo problemas para identificarla.
-¡Krell! -aulló el kender-. ¡Rhys, es Krell!
Beleño era tan inmune al miedo como cualquier kender que se precie, pero también había sido agraciado con mucho más sentido común que la mayoría de los kender, algo que él achacaba a todo el tiempo que había pasado conversando con los muertos. Así que en vez de apresurarse a ir a saludar al Caballero de la Muerte, como cualquier otro kender habría hecho, Beleño se escabulló rápidamente a cuatro patas y volvió a gritar a Rhys.
—Estoy despierto —contestó Rhys con voz tranquila.
Estaba de pie, con el emmide entre las manos.
—Atta, silencio. Aquí.
La perra trotó para ponerse a su lado. Ya no ladraba, pero no dejaba de gruñir.
Krell entró en la gruta con paso arrogante. No iba embutido en la armadura maldita de los Caballeros de la Muerte que solía llevar. Su coraza era
la de la muerte. El yelmo era el cráneo de un carnero. Los cuernos se curvaban hacia detrás sobre la cabeza y se le veían los ojos a través de las cuencas de la calavera. El peto estaba hecho de huesos, era la parte superior del esqueleto de algún animal de inmensas proporciones. Llevaba los brazos y las piernas recubiertos de hueso, como si hubiera sacado fuera su propio esqueleto. Unas espinas también de hueso le sobresalían de las manos, los codos y los hombros. Para rematar su atuendo, llevaba una espada con empuñadura de hueso.
Tenía un aspecto imponente, aunque los ojos que centelleaban en el interior del cráneo de carnero ya no ardían con la llama aterradora de los muertos vivientes. En su mirada no había luz; estaba apagada. No hedía con el olor de la muerte. Simplemente apestaba, pues estaba sudando bajo todo el peso de la armadura. Tenía la respiración rasposa, porque la coraza era muy pesada y había tenido que recorrer a pie todo el camino desde el castillo.
Beleño dejó de caminar a cuatro patas y se puso de cuclillas.
-¡Krell, estás vivo! -exclamó Beleño, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera una mejoría—. Ya no eres un Caballero de la Muerte.
—¡Cállate! —gruñó Krell. Miró inquisitivamente toda la gruta, echó un vistazo a la niña dormida sin mucho interés, lanzó una mirada furiosa al kender y se volvió hacia Rhys—. He venido a por Mina. En nombre de mi señor Chemosh, exijo saber dónde está.
—Aquí no -contestó Beleño rápidamente-. No sabemos dónde está. No la hemos visto, ¿a que no, Rhys?
Rhys se quedó callado.
Krell entrecerró los ojos. Aunque apenas había luz, la gruta no era muy grande y no había rincones ni grietas donde esconderse.
-¿Dónde está Mina? -volvió a preguntar Krell.
—Puedes comprobarlo tú mismo —contestó Beleño en voy muy alta—. Aquí no está.
-Entonces, ¿dónde está? —inquirió Krell. Seguía con los ojos fijos en Rhys-. ¿Te acuerdas de la última vez que nos encontramos, monje? ¿Te acuerdas de lo que te hice? Te rompí prácticamente todos los huesos de la mano. Esta vez no voy a perder el tiempo rompiendo huesos. Directamente te cortaré la mano por la muñeca...
Krell empuñó la espada y dio un paso hacia Rhys.
-Atta, quieta... -empezó a decir Rhys, pero ya era demasiado tarde.
Atta se abalanzó sobre Krell y le clavó los dientes en la pantorrilla, una parte que la greba de hueso le dejaba desprotegida.
Krell lanzó un aullido de dolor y se retorció para mirarse la pierna. La
sangre empezó a manar por la herida con las dos filas de dientes marcados. Gruñó furioso y trató de herir a la perra con la espada. Atta se apartó ágilmente, mientras Rhys detenía el golpe con su cayado.
Krell resopló, burlón, y golpeó el bastón con la hoja, creyendo que iba a partirlo. Rhys levantó el cayado con un movimiento rápido y le golpeó con él en la mano. Krell soltó la espada. Doblando los dedos, miró furioso a Rhys, que había dado un paso atrás.
Krell se agachó para recuperar la espada.
—Atta, en guardia —ordenó Rhys.
La perra sacando los colmillos, lanzó un mordisco malintencionado a la mano de Krell. Este la apartó bruscamente, con los dedos cubiertos de sangre.
—Creo que sería mejor que te fueras —dijo Rhys—. Dile a tu señor que la Mina que busca no está conmigo.
—¡Mientes muy mal, monje! -respondió Krell. El aliento que salía de la calavera del carnero era nauseabundo—. Sabes dónde está y me lo vas a decir. ¡Me suplicarás que te deje decírmelo! No necesito una espada para matarte de mil maneras horrendas.
Rhys no sentía miedo, como le había sucedido cuando estaba en presencia del Caballero de la Muerte. Lo que sentía era asco, repugnancia.
Krell ya no se veía empujado a matar por una maldición de los dioses. Krell mataba por razones ruines y mezquinas. Mataba porque se deleitaba con el dolor y el miedo de sus víctimas, y porque le gustaba sentir que el poder de la vida y la muerte estaba en sus sucias manos.
-Atta -dijo Rhys con voz tranquila—, vete con Beleño.
El kender cogió a la perra, que no dejaba de gruñir, y le cerró el hocico con las manos.
—Vamos a dejar que Rhys se ocupe de esto —susurró.
-No tengo más que decir una palabra a Chemosh, monje —amenazó Krell-, Y te arrancará la carne de los huesos, eso para empezar...
Rhys cogía el cayado con firmeza. Lo sostenía en vertical delante de sí, apretándolo entre las manos. No tenía la menor idea de si estaba bendito como su otro cayado. Tal vez sí, tal vez no. Lo que sí sabía era que Majere estaba con él. Sentía al dios como una fuente de paz, calma y tranquilidad.
El brillo de los ojos de Krell se tornó amenazador.
—Vas a decírmelo.
Se acercó a la niña, que seguía dormida a pesar del alboroto, se agachó, la agarró por el pelo y la arrancó de su sueño de un tirón.
Mina cogió aire y lanzó un grito. Se retorció bajo la mano de Krell, intentando liberarse.
Krell la sujetó con más fuerza y puso una de sus enormes manazas sobre la garganta de la pequeña.
Mina dejó escapar un quejido y se quedó rígida.
—Siempre me gustaron jóvenes -rió satisfecho Krell-. Aquí tienes un adelanto de lo que le pasará a la niña si no hablas, monje.
Krell clavó unas uñas largas y amarillentas, que más parecían de un esqueleto que de un hombre, en la garganta de Mina. De las heridas empezaron a manar unos hilos finos de sangre. Mina se estremeció por el dolor, pero no hizo ningún ruido. Sus ojos ambarinos se endurecieron con fría determinación.
—Oh, oh —dijo Beleño, mientras tiraba de Atta hacia la pared.
-La próxima vez se las clavaré más. ¿Dónde está Mina? -preguntó Krell, mirando con furia a Rhys.
Pero quien respondió fue Mina.
—Aquí mismo.
Agarró el guantelete de hueso que cubría el brazo de Krell y clavó los dedos. El guantelete se resquebrajó, se partió y cayó al suelo. Mina siguió apretando y la sangre empezó a salir a borbotones por encima de sus dedos.
Krell gruñó de dolor y agitó el brazo para intentar liberarse.
Mina se lo retorció y se oyó el chasquido de los huesos. Krell aulló entre grandes dolores y, gimiendo, se dejó caer de rodillas. Se veían las puntas desiguales del hueso cubierto de sangre sobresaliendo entre la carne teñida de azul.