Ámbar y Sangre (14 page)

Read Ámbar y Sangre Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

BOOK: Ámbar y Sangre
5.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sé cómo se siente —dijo Beleño, lanzado una mirada a Mina—. Ella tiene su parte de razón, Rhys. La comadreja iba a matarte con un hechizo mágico si no lo hubiera detenido no sé qué dios con la cuerda. No deberíamos soltarlos.

-No voy a abandonar a nadie para que muera -repitió Rhys con seriedad, en un tono que no admitía más discusiones—. Por lo menos podemos sacarlos de aquí. Tú tira de ese lado.

—¡Buf! —exclamó Beleño, arrugando la nariz, cuando levantó los pies desnudos de Caele—. Nunca pensé que diría esto, pero ojalá hubiera más agua aquí dentro.

Mientras Mina los miraba con gesto de desaprobación, Rhys y Beleño arrastraron primero a Caele y después a Basalto, los sacaron de la Sala del Sacrilegio y tiraron a los dos hechiceros en la arena húmeda.

—¡Atta, vigila! —ordenó Rhys, señalando a los hechiceros.

-No creo que haga falta -intervino Beleño en voz baja-. Me parece que alguien viene a buscarlos.

Un hombre cubierto por una magnífica túnica negra cruzaba la arena húmeda. Su rostro, redondo como una luna, estaba pálido por la furia, sus ojos fríos centelleaban.

Mina agarró a Rhys de la mano. Atta se escabulló detrás del monje y a Beleño le pareció prudente volver a la sala. La mirada airada del hombre se paseó por todos ellos, se detuvo un momento en Mina y después cayó con toda su fuerza sobre los hechiceros.

Caele vio lo que se les venía encima y empezó a balbucear.

—Señor Nuitari, ¡no fue culpa mía! Basalto me obligó avenir...

—¡Que te obligué! —empezó a gritar Basalto, pero su propia voz hacía que le doliera la cabeza y siguió hablando entre lamentos-. No lo creáis, señor. Fue ese monje mestizo que...

La cara de luna se crispó por la furia. Nuitari extendió el brazo y los dos hechiceros desaparecieron.

El Señor de la Luna Oscura se volvió hacia Rhys.

—Mis disculpas, monje de Majere. Esos dos no volverán a molestaros.

Rhys hizo una reverencia.

—Perdonadme, Nuitari -lo llamó Beleño desde la seguridad de la puerta-, para compensarnos por el hecho de que vuestros hechiceros intentaran matarnos, ¿podríais librarnos de los Predilectos? No es mi intención quejarme, pero es que han invadido vuestra torre y no van a dejar que nos marchemos.

-Esta ya no es mi torre -respondió Nuitari y, lanzando una mirada gélida a Mina, desapareció.

—Entonces, ¿quién estaba manteniéndolos a raya? -preguntó Beleño, atónito.

—Seguramente Mina -contestó Rhys-, Pero no lo sabía.

Beleño masculló algo ininteligible.

-Y en ese caso, ¿qué hacemos con los Predilectos? -quiso saber el kender.

-Mientras Mina esté con nosotros, no creo que nos hagan daño —repuso Rhys.

—¿Y qué pasará cuando Mina intente irse?

—No lo sé, amigo mío. Debemos tener fe en que...

Se detuvo y entrecerró los ojos.

—Beleño, ¿de dónde has sacado ese broche de oro?

—Yo no lo cogí —respondió el kender rápidamente.

—Estoy seguro de que no querías cogerlo -apuntó Rhys—. Me imagino que lo encontraste en el suelo...

—... ¿donde un dios lo dejó caer? —Beleño le sonrió burlonamente—. No lo robé, Rhys. En serio. Me lo dio Mina.

Bajó la vista hacia el saltamontes con orgullo.

-¿Te acuerdas cuando Majere envió a los saltamontes para salvarme? Creo que ésta es su forma de darme las gracias.

—Está diciendo la verdad —intervino Mina a su favor—. El dios quería que lo tuviera. Igual que los dioses querían que yo tuviera mis regalos para Goldmoon. Eso me recuerda una cosa, ¿podrías guardármelos? -Mina le tendió a Rhys los dos objetos—. Tengo miedo de perderlos.

—Hagas lo que hagas, ¡no te pongas el collar! —advirtió Beleño.

—Creo que a Goldmoon van a gustarle —prosiguió Mina, entregándole a Rhys primero la pirámide de cristal y después el collar—. Cuando los dioses se fueron, Goldmoon me dijo que estaba muy triste. A pesar de que pasaban años y más años, seguía echándolos de menos. Yo le prometí que encontraría a los dioses y que se los devolvería. Y lo hice.

Mina sonrió, satisfecha consigo misma.

Rhys se estremeció. Mina no había encontrado a un dios. El dios, Takhisis, la había encontrado a ella. Takhisis mintió a Mina, la corrompió y la hizo esclava de la oscuridad, cuando debería estar regocijándose en la luz. ¿Había sido Mina una víctima inocente o desde el principio distinguía el bien del mal y había escogido la oscuridad deliberadamente? Y en ese momento, ¿intentaba borrar sus recuerdos, en un esfuerzo por olvidar los terribles crímenes que había cometido? ¿O realmente los habría olvidado? ¿Estaba fingiendo? ¿O era locura?

Quizá ni siquiera Mina supiera las repuestas. Quizá ésa era la razón por la que iba a Morada de los Dioses. Y él iba a hacer aquel extraño viaje con ella, para acompañarla, guiarla y protegerla.

Rhys colocó el prisma y el collar en su talego. Si alguien descubría que llevaba unos tesoros tan valiosos, él y quien lo acompañara correrían un gran peligro. Pensó en decir algo a Mina y a Beleño, advertirlos de que debían mantener los objetos en secreto. Pero descartó la idea, porque cuanta menos importancia les diera, mejor. Con un poco de suerte, tanto el kender como la niña se olvidarían de ellos.

Exactamente eso fue lo que pareció que le pasaba a Mina. En cuanto se vio libre de su carga, empezó a burlarse de Beleño, preguntándole entre risitas si le apetecía volver a nadar.

-¡No! -gritó el kender.

Entonces ella le pellizcó en el brazo y le dijo que era un bebé, y Beleño la pellizcó en el brazo y la llamó mocosa. Los dos echaron a correr, lanzando patadas hacia los tobillos del otro e intentando agarrarse. Ante un gesto de Rhys, Atta corrió detrás para tenerlos vigilados.

Las esquirlas de cristal habían desaparecido, al igual que el agua del mar, seguramente por orden de Mina.

Rhys se entretuvo cerca de la sala, sin querer marcharse. Majere le había hablado en el Solio Febalas, pero no a su cabeza, sino a su corazón. Vio con nitidez el camino que debía recorrer y era un largo camino. Mina lo había elegido para que fuera su guía, su maestro. No comprendía por qué y ni siquiera los dioses lo entendían. Su posición era muy complicada y peligrosa, pues era el guardián de una carga mucho más fuerte y poderosa que él. Era un guía que únicamente podía caminar detrás, pues era Mina quien debía encontrar el camino que debía recorrer. Rhys había aceptado la confianza depositada en él y rezó por que fuera merecedor de ella.

—¡Señor monje, deprisa! —gritó Mina con impaciencia—, ¡Ya estoy preparada para ir a Morada de los Dioses!

La puerta del Solio Febalas empezó a cerrarse lentamente. La esmeralda verde refulgió con un suave resplandor. Rhys hizo una profunda reverencia, se volvió y se apresuró para alcanzar a Mina.

Nuitari deambulaba por la Sala del Sacrilegio. El Señor de la Luna Oscura tenía puesto uno de sus ojos de pesados párpados en la puerta, que ya estaba cerrada, y el otro en Chemosh, Señor de los Huesos, quien también vagaba por la Sala.

Los dos dioses se habían visto obligados a esperar a que Mina abriera la puerta para poder entrar en la torre. A Nuitari aquello le había resultado especialmente humillante, ya que, por derecho, aquella torre era suya. Sus primos habían estado de acuerdo en que debía tenerla él. Había cedido la Torre de Wayreth y la de Foscaterra para conseguirla. Y dado que el Solio Febalas se encontraba dentro de la torre, consideraba que la sala también le pertenecía. Al fin y al cabo, los tesoros hundidos eran de quien los encontraba.

Si bien era cierto que la Sala del Sacrilegio no era un barco que se hubiera ido a pique durante una tormenta, desde su punto de vista la ley del mar también era aplicable en ese caso. No había forma de que Chemosh aceptara ese razonamiento, perfectamente lógico, y estaba demostrando que podía ser un auténtico incordio. Chemosh reclamaba que los objetos sagrados eran suyos y que quería recuperarlos.

Ninguno de los dioses había podido entrar mientras Mina estaba allí con ese monje de segunda suyo y con el kender. Ambos dioses habían observado a este último, mortificados, imaginando cómo todos aquellos valiosos objetos, capaces de producir milagros inimaginables, desaparecían en los morrales y los bolsillos del kender, para acabar perdiéndose o vendidos a cambio de seis piñas y un grillo amaestrado.

Los dos se quedaron muy aliviados cuando vieron que, por lo visto, Mina y compañía se iban con sólo dos objetos y un bicho de oro de poco valor.

Cuando el monje salió, la puerta se cerró. Chemosh sospechaba que la había cerrado Nuitari, y Nuitari sospechaba que lo había hecho Chemosh. Los dos dioses se quedaron aguardando a que el otro hiciera el primer movimiento. Al final, Nuitari no pudo soportarlo más.

—Voy a echar un vistazo dentro para asegurarme de que el kender no ha dejado la sala pelada.

-Te acompaño -dijo Chemosh de inmediato.

—No es necesario —repuso Nuitari con voz empalagosa.

—Insisto —contestó Chemosh.

Ambos vacilaron, mientras se miraban hoscamente, y después los dos se dirigieron a la puerta. Al mismo tiempo, alargaron la mano para abrir la puerta del castillo de arena.

Una voz inmortal, severa y airada, habló a los dos dioses.

—Hubo un tiempo en que cada grano de arena era una montaña. Así, todo lo que parece poderoso e importante se reduce a la insignificancia.

»Todo.

Una ola que llegaba rodando desde el origen del tiempo cayó sobre el Solio Febalas y lo inundó. Cuando se retiró, se llevó la sala consigo al vasto océano de la eternidad.

Con todo su inmortal ser tembloroso, los dioses se encogieron sobre la arena mojada, sin atreverse a moverse o alzar la vista, no fuera a caer sobre ellos la cólera del Dios Supremo. Al fin, Chemosh levantó la cabeza y Nuitari abrió los ojos.

La Sala del Sacrilegio había desaparecido, arrastrada.

Chemosh se levantó, se sacudió la arena de las mangas de encaje y se marchó con paso airado, haciendo acopio de la poca dignidad que le quedaba. Nuitari se puso en pie y se sacudió la túnica negra. El no se fue, sino que se quedó dando vueltas, mirando fijamente la arena lisa, donde una vez se había levantado la sala. Había dedicado años a estudiar la historia de cada uno de esos objetos y a catalogarlos. Los conocía todos, sabía qué hacía cada uno y lo mucho que los dioses estarían dispuestos a pagar para hacerse con ellos. No en oro, ni en acero ni joyas, por supuesto; poco le importaban a Nuitari esas cosas. Pagarían de otra manera. Podría convencer a Zeboim de que dejara su torre tranquila. Los malditos paladines de Kiri-Jolith dejarían de hostigar a sus Túnicas Negras. Sargonnas habría tenido que permitir a sus minotauros que practicasen libremente la magia, y así continuaría la lista.

Pero el Dios Supremo, que nunca se pronunciaba, se había pronunciado. Quizá fuera lo más conveniente. Los objetos y la misma sala pertenecían a un tiempo y un lugar que ya había desaparecido mucho tiempo atrás. Sería mejor dejarlos descansar en el polvo del pasado. No obstante, Nuitari no podía dejar de preguntarse de mal humor por qué el Dios Supremo había permitido a Mina entrar en la Sala, mientras que a él y a otros les había bloqueado el paso.

El dios de la magia oscura se apartó del lugar donde había estado la sala, pero no se marchó. Concedía el Solio Febalas al Dios Supremo.

A cambio, Nuitari quería recuperar su torre.

12

Mina guiaba al grupo, pues Rhys y Beleño habían perdido completamente el sentido de la orientación. La niña estaba contenta y reía, se alejaba dando saltitos y después volvía para burlarse de ellos por ser tan lentos.

No había mucha distancia desde la sala hasta la torre y después de un corto paseo llegaron a la escalera.

Mina habría querido subirla de inmediato, pero Rhys la sujetó por el hombro y la obligó a detenerse.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, levantando la vista hacia el monje. Señaló hacia la escalera—. La salida está por ahí.

-Es mejor que seamos precavidos. Deja que yo vaya primero. Sígueme con Beleño.

—Pero tú eres demasiado lento -protestó Mina, mientras empezaban a ascender por la escalera de caracol—. Tengo mis regalos. Tengo que llegar a Morada de los Dioses cuanto antes.

—Morada de los Dioses está muy lejos —refunfuñó Beleño. Aquellos peldaños no se habían construido pensando en las piernas cortas de los kenders y le costaba mucho subir cada escalón, lo que estaba haciendo que le empezaran a doler varias partes del cuerpo-. Pero que muy, muy lejos.

-¿Cómo de lejos? -preguntó Mina.

-Kilómetros -contestó Beleño-, Kilómetros, kilómetros y kilómetros.

—¿Cuánto se tarda?

-Meses —repuso Beleño de mal humor-. Meses y meses.

Mina se quedó mirándolo, consternada, y después se echó a reír.

-¡No seas tonto! -exclamó, antes de añadir con impaciencia-: Vosotros dos sois muy lentos. Voy a ir yo delante.

-¡Mina, espera! Los Predilectos... —gritó Rhys e intentó sujetarla, pero Mina se zafó de él y echó a correr por la escalera.

-¡Os espero arriba! -les dijo la pequeña.

—¡.Atta, ve con ella! -ordenó Rhys y cuando la perra se lanzó a la carrera, el monje se volvió para ayudar a Beleño, que gemía a cada paso que daba y se frotaba los doloridos muslos.

-Suponiendo que salgamos con vida del encuentro con los Predilectos, que ya es mucho suponer, ¿adonde iremos después? —preguntó el kender.

-Tenemos que encontrar Morada de los Dioses.

Beleño movió la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y miró fijamente a Rhys.

-Allí dentro del Solo Fe y Balas estabas teniendo una larga conversación con Majere. ¿No te dijo dónde podemos encontrar Morada de los Dioses?

Rhys negó con la cabeza y lanzó una mirada preocupada a lo alto de la escalera.

—Majere tendría que haberte dado un mapa. O haber colocado mojones —insistió Beleño—. Ya sabes: «Tuerce a la izquierda en el cruce, camina veinte pasos y cuando llegues al árbol partido por un rayo, tuerce a la derecha.» Ese tipo de cosas.

—No hizo nada de eso —contestó Rhys—. Morada de los Dioses no es un lugar que pueda encontrarse en un mapa.

—Ya, ya veo -dijo Beleño con tono pesimista-. Es uno de esos viajes como se llamen. Ya sabes, de esos que se supone que te enseñan algo.

—Viajes espirituales —dijo Rhys.

-Eso es. A los dioses les gustan mucho los viajes espirituales. Ésa es otra razón por la que me convertí en un místico. Cuando voy de viaje, me gusta que tenga principio, medio y fin. Y me gusta que haya una taberna al final y algo rico para comer. En los viajes espirituales pocas veces hay cosas ricas para comer.

Other books

Words Heard in Silence by T. Novan, Taylor Rickard
A Catered Murder by Isis Crawford
The Case of the Petrified Man by Caroline Lawrence
Red: My Autobiography by Neville, Gary
Magic and Macaroons by Bailey Cates
The Duke Conspiracy by Astraea Press
The Swan Who Flew After a Wolf by Hyacinth, Scarlet
Claudia's Big Party by Ann M. Martin
MAKE ME A MATCH (Running Wild) by hutchinson, bobby