A la una de la mañana aún no habían concluido la extracción de la sonda. Todavía faltaban 10,000 pies, y había trabajo para unas cuantas horas. Los fuegos se hallaban encendidos, según la orden del comandante, y la caldera estaba en presión, pudiendo partir la Susquehanna en aquel mismo momento.
En aquel instante (era la una y diecisiete minutos de la mañana) y cuando el teniente Bronsfield se disponía a entrar en su camarote, le llamó la atención un silbido lejano y repentino.
Al principio creyeron sus compañeros que el silbido era causado por un escape de vapor; pero al levantar la cabeza, observaron que el ruido se oía en las capas más lejanas del aire.
Aún no habían tenido tiempo de dirigirse una pregunta, cuando el silbido adquirió una intensidad espantosa, y de repente apareció ante sus ojos deslumbrados un bólido enorme, inflamado por la rapidez de la carrera y por el frotamiento con las capas atmosféricas.
¡Aquella masa ígnea fue agrandándose a sus ojos, cayó con el ruido del trueno sobre el bauprés de la corbeta, que quebró al nivel de la proa y se hundió en las olas con un estampido atronador!
De haber caído unos pies más cerca, la Susquehanna hubiese zozobrado con tripulación y equipaje.
En aquel instante se presentó a medio vestir el capitán Blomsberry, y corriendo cómo los demás hacia el castillo de proa, preguntó:
—Con vuestro permiso, señores, ¿qué ha sucedido?
Y el joven guardiamarina, haciéndose intérprete de todos, exclamó:
—¡Comandante, son «ellos», que vuelven!
Enorme emoción reinaba a bordo del Susquehanna. Oficiales y marineros olvidaban el terrible peligro que acababan de correr, la posibilidad de ser aplastados y hundidos, y no pensaban más que en la catástrofe con que terminaba aquel viaje: la empresa más atrevida de los tiempos antiguos y modernos, y que costaba la vida a los atrevidos aventureros que la habían intentado.
«Son ellos que vuelven», había dicho el joven guardia, y todos le habían comprendido. Nadie ponía en duda que el bólido era el proyectil del «Gun-Club». En cuanto a la suerte de los viajeros que encerraba, estaban divididas las opiniones.
—Han muerto —decía uno.
—Viven —respondía otro—. La capa de agua es profunda y la caída ha sido amortiguada por el agua.
—Pero les habrá faltado el aire —decía otro—, y habrán muerto asfixiados.
—¡Quemados! —replica otro—. El proyectil no era más que una masa incandescente al atravesar la atmósfera.
—¡No importa! —exclamó el capitán—. Vivos o muertos, hay que sacarlos del fondo del mar.
Mientras tanto, sus oficiales, y con su permiso, celebraban consejo. Se trataba de tomar inmediatamente una resolución. La apremiante era la de sacar el proyectil, operación difícil aunque no imposible. Sin embargo, la corbeta no tenía máquinas a propósito, que habrían de ser de gran potencia y exactitud matemática. Así, pues, resolvieron ir al puerto más cercano y avisar al «Gun-Club» de la caída del proyectil.
Esta determinación fue tomada por unanimidad y sólo se discutió la elección del puerto. La costa próxima no presentaba ningún fondeadero hacia el grado veintisiete de latitud. Más arriba, por encima de la península de Monterrey, se encontraba la importante ciudad que le ha dado su nombre; pero situado en los confines de un verdadero desierto, no comunicaba con el interior por ninguna red telegráfica; y solamente la electricidad podía transmitir rápidamente la importante noticia de aquel supuesto regreso.
A algunos grados más arriba se abría la bahía de San Francisco. Por la capital del país del oro serían fáciles las comunicaciones con el centro de la Unión. Forzando la máquina podía la Susquehanna llegar en menos de dos días al puerto de San Francisco. Debía partir, pues, sin retraso alguno.
Estaban encendidos los fuegos y se podía aparejar inmediatamente. Como faltaban por sacar 2,000 metros de sonda, el capitán Blomsberry, para no perder un tiempo precioso decidió cortarla por la línea de flotación.
—Ataremos el cabo a una boya —dijo— y ésta nos indicará el punto en que ha caído el proyectil.
—Además —respondió el teniente Bronsfield—, sabemos exactamente nuestra situación: 27° 7' de latitud Norte y 41° 37 de longitud Oeste.
—Bien, señor Bronsfield —respondió el capitán—, con vuestro permiso, mandad cortar la cuerda.
Se lanzó al océano una fuerte boya reforzada con berlingas. Se sujetó a ella el cabo de la sonda; expuesta únicamente al vaivén del oleaje, no podía derivar mucho.
En aquel momento, el maquinista comunicó al capitán que había presión suficiente para marchar. El capitán dio gracias por el aviso, y mandó hacer rumbo Noroeste. La corbeta navegó a todo vapor hacia la bahía de San Francisco. Eran las tres de la mañana.
Poco eran doscientas veinte leguas para un buque de tan buena marcha como la Susquehanna. En treinta y seis horas devoró el espacio; y el 14 de diciembre, a la una y veintisiete minutos de la noche, fondeaba en la bahía de San Francisco.
Al ver aquel barco de la marina nacional, que llegaba a toda máquina, con el bauprés roto y el palo de mesana apuntalado, excitó la curiosidad pública, y una compacta multitud invadió los muelles, esperando el desembarco.
Así que hubieron fondeado, el capitán Blomsberry y el teniente Bronsfield pasaron a un bote provisto de ocho remeros, que los llevó precipitadamente a tierra; saltaron al muelle.
—¿Dónde está el telégrafo? —preguntaron sin responder a las mil interpelaciones que todo el mundo les dirigía.
El oficial del puerto los condujo en persona a la oficina del telégrafo, en medio de una gran multitud de curiosos.
Blomsberry y Bronsfield entraron en la oficina, mientras la multitud se apretujaba a la puerta.
Momentos después un despacho salía en cuatro direcciones distintas: 1ª , al secretario de la Marina, en Washington; 2ª, al vicepresidente del «Gun-Club», en Baltimore; 3ª, al señor J. T. Maston, Long's Peak, en las Montañas Rocosas; y 4ª, al director del observatorio de Cambridge, en Massachusetts.
El despacho decía:
Caído proyectil del columbiad en el Pacífico, el 12 de diciembre, a la una y diecisiete minutos de la mañana, a los 20° 7 de longitud Norte y 41° 27' de longitud Oeste. Enviad instrucciones, Blomsberry, comandante de la Susquehanna.
Cinco minutos después sabía la noticia toda la ciudad de San Francisco. Antes de las seis de la tarde, los diferentes Estados de la Unión conocían la catástrofe, y a las doce de la noche toda Europa se había enterado por el cable del resultado de la gran tentativa americana.
El imposible describir el efecto producido en el mundo por aquel inesperado desenlace.
Al recibir el despacho, el secretario de la Marina envió por telégrafo a la Susquehanna orden de esperar en la bahía de San Francisco, sin apagar calderas; debía de permanecer día y noche dispuesta a hacerse a la mar.
El observatorio de Cambridge se reunió en sesión extraordinaria, y, con la calma propia de las corporaciones científicas, discutió tranquilamente el punto científico de la cuestión.
En el «Gun-Club» hubo una verdadera explosión. Se hallaban reunidos todos los artilleros, y el respetable Wilcome, vicepresidente de la sociedad, estaba leyendo aquel despacho precipitado, en que J. T. Maston y Belfast participaban haber visto el proyectil por medio del gigantesco reflector de Long's Peak. Esta comunicación añadía que el proyectil, retenido por la atracción lunar, hacia el papel de subsatélite en el mundo solar.
Ya sabemos la verdad sobre este punto.
Al llegar el despacho de Blomsberry, que contradecía terminantemente el telegrama de J. T. Maston, se formaron dos partidos en el seno del «Gun-Club»: uno, el de los viajeros; otro, el de los que, dando más crédito a las observaciones de Long's Peak, suponían que se equivocaba el comandante de la Susquehanna. En opinión de éstos, el supuesto proyectil no era más que uno de tantos bólidos que cruzan la atmósfera y que, al caer en la Tierra, había roto el botalón de la corbeta. No era fácil negar esta afirmación, ya que la velocidad del cuerpo caído había hecho imposible observarlo. El comandante de la Susquehanna y sus oficiales podían haberse equivocado con la mejor intención. Había, no obstante, un argumento en su favor, y era que si el proyectil había caído en la Tierra, su encuentro con el esferoide terrestre no podía verificarse sino a los 27° de latitud Norte, y teniendo en cuenta el tiempo de rotación de la Tierra, entre el 41° y 42° de longitud Oeste.
Como quiera que fuese, el «Gun-Club» acordó por unanimidad que el hermano de Blomsberry, Bilsby y el comandante Elphiston se trasladasen inmediatamente a San Francisco y se determinaran los medios de sacar el proyectil de las profundidades del océano.
Tan excelentes hombres partieron al instante, y el ferrocarril que debía muy pronto atravesar toda la América Central los condujo a San Luis, donde los esperaban sillas de posta.
Casi al mismo tiempo que el secretario de Marina, el vicepresidente del «Gun-Club» y el subdirector del observatorio recibían el despacho de San Francisco; el respetable J. T. Maston sufría la emoción más violenta de toda su vida, emoción que se le había producido desde el estallido de su célebre cañón, y que de nuevo estuvo a punto de costarle la existencia.
Se recordará que el secretario del «Gun-Club» había partido pocos instantes después del proyectil, y casi tan de prisa como él, hacia su puesto de Long's Peak, en las Montañas Rocosas. Le acompañaba el sabio Belfast, director del observatorio de Cambridge; apenas llegaron al observatorio, ambos se instalaron en sus puntos y no se separaron un momento de la boca de su enorme telescopio.
Sabemos también que el gigantesco instrumento se había armado con las mismas condiciones de los reflectores «front view» de los ingleses.
Esta disposición no hacía sufrir más que una reflexión a los objetos, y por consiguiente era más clara la visión. De ahí resulta que cuando observaban J. T. Maston y J. Belfast, se hallaban en la parte superior del instrumento y no en la inferior; y llegaban a ella por una escalera de caracol, obra maestra de ligereza, abriéndose debajo de ellos aquel pozo de metal, terminado en un espejo metálico, y que medía 280 pies de profundidad.
Pues bien, los sabios se pasaban la vida en la estrecha plataforma dispuesta encima del telescopio, y maldecían el día, que ocultaba la Luna a su vista; y las nubes, que la cubrían obstinadamente durante toda la noche.
Considérese cuál sería su alegría al poder contemplar, en la noche del 5 de diciembre, el vehículo que conducía a sus amigos a través del espacio. Pero a aquel júbilo siguió un amargo desengaño cuando, fiándose de observaciones incompletas, enviaron su primer telegrama con la afirmación equivocada de que el proyectil se había convertido en satélite de la Luna, y que gravitaba en una órbita inmutable.
A partir de entonces, el proyectil no había vuelto a presentarse a su vista, lo cual se explicaba tanto más fácilmente cuanto que pasaba detrás del disco invisible a la Luna. Pero cuando debió aparecer de nuevo sobre el disco visible, puede juzgarse la impaciencia de J. T. Maston y de su compañero, no menos impaciente que él. A cada minuto de la noche creían ver de nuevo el proyectil y no lo veían. De ahí nacían entre ellos discusiones constantes y disputas violentas, Belfast afirmando que el proyectil no estaba visible, y J. T. Maston sosteniendo que saltaba a los ojos.
—¡Es el proyectil! —repetía J. T. Maston.
—¡No tal! —respondía Belfast—. Es un alud que se desprende de una montaña lunar.
—¡Pues bien, mañana lo veremos!
—No, ya no se le verá más! Va a ser arrastrado al espacio.
—¡No!
—¡Sí!
Y en aquellos momentos en que llovían interjecciones, la irritabilidad bien conocida del secretario del «Gun-Club» constituía un peligro permanente para el respetable Belfast.
Pronto se les hubiera hecho imposible aquella vida en común; pero un suceso inesperado cortó de repente las eternas discusiones.
En la noche del 14 al 15 de diciembre, los dos irreconciliables enemigos se hallaban ocupados en observar el disco lunar. J. T. Maston injuriaba, según su costumbre, al sabio Belfast, que se enfurecía a su vez. El secretario del «Gun-Club» sostenía por enésima vez que acababa de divisar el proyectil, añadiendo que había visto la cara de Miguel Ardán a través del cristal de una de las lumbreras.
Y apoyaba sus argumentos con ademanes que su garfio hacía temibles. En aquel instante (eran las diez de la noche) llegó a la plataforma el criado de Belfast y entregó a su amo un pliego que contenía el telegrama del comandante de la Susquehanna.
Belfast rompió el sobre, leyó el contenido y profirió un grito.
—¿Qué es? —dijo J. T. Maston.
—¡El proyectil!
—¿Qué ha pasado?
—¡Ha caído en la Tierra!
Un nuevo grito, más bien un alarido, les respondió.