Sin embargo, ya se distinguía la forma oblonga del astro, que parecía un huevo gigantesco, cuyo extremo más agudo miraba a la Tierra. En efecto, la Luna, líquida o maleable en los primeros días de su formación, tenía la forma de una esfera perfecta; pero al poco tiempo, solicitada por el centro de atracción de la Tierra, se prolongó por la influencia de la gravedad. Al convertirse en satélite, perdió la pureza nativa de sus formas, su centro de gravedad se adelantó al centro de la figura; y de esta disposición dedujeron algunos sabios la consecuencia de que el aire y el agua podría haberse refugiado en la cara opuesta de la Luna, que nunca es visible desde la Tierra.
Esta alteración de las formas primitivas del satélite no fue sensible sino durante unos cuantos minutos. La distancia del proyectil a la Luna disminuía con gran rapidez, por efecto de su velocidad, que, si bien inferior en mucho a la inicial, era ocho o nueve veces superior a la que llevaban los trenes especiales de los ferrocarriles. La dirección oblicua del proyectil por razón de esta misma oblicuidad, dejaba todavía a Miguel Ardán alguna esperanza de tropezar con un punto cualquiera del disco lunar. No podía creer que no hubiera de llegar, y así lo repetía a cada momento, pero Barbicane, mejor juez en la materia, no cesaba de repetirle con implacable lógica.
—No, Miguel; no podemos llegar a la Luna sino por una caída, y no caemos. La fuerza centrípeta nos mantiene bajo la influencia lunar, pero la centrífuga nos aleja irresistiblemente.
Esto fue dicho a Miguel en un tono que hizo perder al mismo sus últimas esperanzas.
La parte de la Luna a donde se acercaba el proyectil era el hemisferio boreal; el que los mapas selenográficos colocan en la parte inferior; porque estos mapas están generalmente formados con arreglo a las imágenes que dan los anteojos, los cuales, como es sabido, invierten la dirección de los objetos. Tal era el Mappa selenographica que consultaba Barbicane. Este hemisferio septentrional presentaba extensas llanuras sembradas de montañas aisladas.
A las doce de la noche, la Luna estaba llena; en aquel momento hubieran debido poner el pie en ella los viajeros si el maldito bólido no les hubiera desviado en su dirección. El astro llegaba, pues, en las condiciones rigurosamente determinadas por el observatorio de Cambridge; se hallaba matemáticamente en su perigeo y en el cenit del 28 paralelo. Un observador colocado en el fondo del enorme columbiad asestado perpendicularmente al horizonte hubiera visto la Luna en la boca del cañón; una línea recta trazada desde el eje de la pieza habría atravesado el centro del astro de la noche.
Creemos inútil decir que en toda aquella noche del 5 al 6 de diciembre, no descansaron un instante los viajeros. ¿Habrían podido cerrar los ojos tan cerca de aquel nuevo mundo? No. Todos sus sentimientos se concentraban en un solo pensamiento: ¡Ver! Como representantes de la Tierra, de la Humanidad pasada y presente, que resumían en sí la raza humana, miraban por sus ojos aquellas regiones lunares cuyos secretos intentaban penetrar. Se hallaban poseídos de una profunda emoción y no hacían más que ir de un cristal a otro.
Sus observaciones, reproducidas por Barbicane, fueron rigurosamente determinadas. Para hacerlas, disponían de anteojos; para comprobarlas, tenían mapas.
El primer observador de la Luna fue Galileo. Su insuficiente anteojo sólo aumentaba treinta veces el tamaño del astro. Sin embargo, en las manchas que salpicaban el disco lunar «como los ojos que marcan la cola de un pavo real» fue el primero que reconoció montañas y aun midió la altura de algunas, a las cuales atribuyó exageradamente una elevación casi igual a la vigésima parte del diámetro del disco, o sea ocho mil ochocientos metros. Galileo no trazó ningún mapa que reprodujera sus observaciones.
Años después, un astrónomo de Dantzig, Hevelius, empleando procedimientos que sólo eran exactos dos veces al mes, en la primera y segunda cuadratura, redujo las alturas halladas por Galileo a sólo una vigésima sexta parte del diámetro lunar, lo cual era también una exageración aunque en otro sentido. Pero a aquel sabio se debe el primer mapa de la Luna. Las manchas claras y redondas forman en él las montañas circulares, y las manchas oscuras, mares extensos, que en realidad no son sino llanuras. A aquellas montañas y a aquellas tablas de agua les dio denominaciones terrestres.
Así se ve figurar en su mapa un Sinaí en medio de una Arabia, un Etna en el centro de una Sicilia, Alpes, Apeninos, Cárpatos, el Mediterráneo, el Palus Meotides, el Ponto Euxino y el mar Caspio; nombres por lo demás, mal aplicados, porque ni aquellas montañas ni aquellos mares presentan la configuración de sus homónimos en la Tierra. Difícilmente podría reconocerse en una gran mancha blanca unida por el sur a extensos continentes y acabada en punta, la imagen invertida de la península india del golfo de Bengala y de la Conchinchina. Así, estos nombres no se conservaron. Otro cartógrafo, más conocedor del corazón humano, propuso una nueva nomenclatura, que la vanidad de los hombres se apresuró a adoptar.
Fue este observador el padre Riccioli, contemporáneo de Hevelius, quien trazó un mapa grosero y plagado de errores; pero puso a las montañas de la Luna los nombres de diferentes personajes célebres de la Antigüedad y de sabios de su época, uso muy admitido después.
En el siglo XVII, Domingo Cassini formó un tercer mapa de la Luna, superior al de Riccioli en la ejecución, aunque inexacto en las medidas. Se publicaron de él varias ediciones; pero las planchas, conservadas largo tiempo en la Imprenta Real de París, se vendieron al fin como cobre viejo.
La Hire, célebre matemático y dibujante, trazó un mapa de la Luna de cuatro metros de alto, que nunca fue grabado.
Después de él un astrónomo alemán, Tobías Mayer, emprendió, a mediados del siglo XVIII, la publicación de un magnífico mapa selenográfico, arreglado a las medidas lunares rigurosamente rectificadas por él; pero su muerte, acaecida en 1762, le impidió terminar tan excelente obra.
Vienen luego Schroeter de Lilienthal, que bosquejó diferentes mapas de la Luna, y un tal Lohrinann, de Dresde, a quien se debe una lámina divina en veinticinco secciones, cuatro de las cuales se grabaron.
En 1830, Beer y Moedler compusieron su célebre Mappa selenographica siguiendo una proyección ortográfica. Este mapa reproduce exactamente el disco solar, tal y como aparece; únicamente la configuración de las montañas y de las llanuras es exacta sólo en su parte central; en todo lo demás, en las partes centrales y meridionales, orientales u occidentales, aquellas configuraciones presentadas en reducción, no pueden compararse a las del centro. Este mapa topográfico, que tiene noventa y cinco centímetros de altura y se halla dividido en cuatro partes, es la obra maestra de la cartografía lunar.
A más de las obras de estos sabios, se citan los relieves selenográficos del astrónomo alemán Julio Schinidt, los trabajos topográficos del padre Secchi, las magníficas pruebas del aficionado inglés Waren de la Due, y, finalmente, un mapa sobre proyección ortográfica de los señores Lecouturier y Chapuis, hermoso modelo trazado en 1860, de dibujo exactísimo y muy clara disposición.
Tal es el catálogo de los diferentes mapas relativos al mundo lunar, Barbicane poseía dos, el de Beer y Moedler, y el de Chapuis y Lecouturier; con el auxilio de ambos debía facilitarse sus trabajos de observador.
En cuanto a los instrumentos de óptica de que disponían, eran excelentes anteojos marinos, preparados especialmente para aquel viaje. Su fuerza llegaba a aumentar cien veces el tamaño de los objetos, lo que equivale a decir que hubiera hecho ver en la Tierra a la Luna a distancia de unas mil leguas. Pero entonces hallándose los observadores a cosa de las tres de la madrugada, a menos de ciento veinte kilómetros del astro, y sin el intermedio de atmósfera alguna que les perjudicara la visión, los instrumentos debían acercar la superficie lunar a unos mil quinientos metros de distancia.
—¿Has visto alguna vez la Luna? —preguntaba irónicamente un profesor a su discípulo.
—No, señor —replicó éste, más irónicamente aún—, pero debo confesarle que he oído hablar de ella alguna vez.
La mayor parte de los seres sublunares podían dar formalmente esta respuesta. ¡Cuántas personas han oído hablar de la Luna sin haberla visto nunca, por lo menos a través de un telescopio! ¡Cuántos no han visto jamás un mapa de su satélite!
Si se mira un mapa selenográfico, una cosa llama la atención ante todo. Al revés de lo que sucede en la Tierra o en Marte, los continentes ocupan más particularmente el hemisferio Sur del globo lunar; y no se presentan esas líneas terminales, tan claras y tan regulares, que dibujan la América Meridional, el África y la península india. Sus costas angulosas, caprichosas y profundamente festoneadas, abundan en golfos y penínsulas, presentando con bastante analogía el aspecto confuso de las islas de la Sonda, donde las tierras se hallaban excesivamente divididas. Si alguna vez ha habido navegación en la superficie de la Luna debió de ser muy difícil y peligrosa, y hay que compadecer a los marinos y a los hidrógrafos selenitas; a los unos cuando hubieran de acercarse a tan peligrosos fondeaderos, a los otros cuando tuvieron que levantar los planos de tan irregulares costas.
También se verá que en el esferoide lunar el Polo Sur es mucho más continental que el Polo Norte. En este último no existe más que un ligero casquete de tierras, separadas de los otros continentes por mares extensos. Hacia el Sur los continentes cubren casi todo el hemisferio; es, pues posible que los selenitas hayan plantado ya su pabellón en uno de los polos, mientras que los Franklin, los Rosse, y los Kane, los Dumont d'Urville, los Lambert y tantos otros se han esforzado inútilmente en encontrar ese punto desconocido de nuestro globo terrestre.
Por lo que se refiere a las islas, abundan muchísimo en la superficie lunar. Casi todas tienen figura oblonga o circular, como si estuvieran trazadas a compás, y forman como un gran archipiélago que sólo puede compararse con ese grupo encantador esparcido entre Grecia y el Asia Menor y que la mitología animó en tiempos antiguos con sus interesantes leyendas. Acuden, sin querer, a la memoria los nombres de Naxos, Tenedos, Cárpatos, y los ojos buscan el navío de Ulises o el clipper de los Argonautas. Esto es, por lo menos, lo que pedía Miguel Ardán, porque veía un archipiélago griego en el mapa. A los ojos de sus compañeros, no tan entusiastas como él, el aspecto de aquellas costas recordaba más bien a las tierras fraccionadas de Nueva Brunswick y de la Nueva Escocia; y donde el francés encuentra la huella de los héroes fabulosos, los americanos marcaban sitios a propósito para el establecimiento de factorías beneficiosas al comercio y a la industria lunares.
Para terminar la descripción de la parte continental de la Luna bastarán algunas palabras sobre su disposición orográfica. Se distinguen con mucha claridad en ella las cordilleras, las montañas aisladas, los circos y las fallas. Todo el relieve lunar se halla comprendido en esta división, y es sumamente quebrado, pudiéndose comparar con una Suiza dilatada o una Noruega continua, formada totalmente por la acción plutónica. Aquella superficie, tan profundamente desigual, es el resultado de las continuas contracciones de la corteza, en la época en que el astro se hallaba en vías de formación. El disco lunar es a propósito para el estudio de los grandes fenómenos geológicos. Como lo hacen notar algunos astrónomos, su superficie, aunque más antigua que la de la Tierra, se ha conservado más nueva. Allí no hay aguas que deterioren el relieve primitivo, y cuya acción creciente produzca una especie de nivelación general, ni aire cuya actividad disgregadora modifique los perfiles orográficos, Allí el trabajo plutónico, no alterado por las fuerzas neptunianas, se halla en toda su pureza nativa. Como en la Tierra tal y como debía de ser antes de que las mareas y las corrientes la hubieran cubierto de capas sedimentarias.
Después de recorrer aquellos vastos continentes la mirada se fija en los mares, más extensos aún. No sólo su conformación, su situación y su aspecto, recuerdan al de los océanos terrestres, sino que, además, como sucede en la Tierra, dichos mares ocupan la mayor parte del globo, y sin embargo, no son espacios líquidos sino llanuras, cuya naturaleza esperaban los viajeros determinar muy pronto.
Los astrónomos han adornado a esos supuestos mares con nombres de los más extraños, y que la ciencia, sin embargo, ha respetado hasta hoy. Miguel Ardán tenía razón al comparar aquel mapa con un «mapa de la Ternura» como pudieran haberlo formado la Scudery o Cyrano de Bergerac.
—Sólo que —añadía— éste ya no es el mapa del sentimiento como en el siglo diecisiete; es el mapa de la Vida, perfectamente dividido en dos partes, la una femenina, masculina la otra. A las mujeres, el hemisferio de la derecha, a los hombres, el de la izquierda.
Los compañeros de Miguel se encogían de hombros, porque consideraban el mapa lunar desde un punto de vista muy distinto que su poético amigo; y sin embargo, éste no dejaba de tener razón, como puede juzgarse.
En el hemisferio de la izquierda se extiende el Mar de los Nublados, en que tantas veces va a ahogarse la razón humana. No lejos de allí aparece el Mar de las Lluvias, alimentado por todas las agitaciones de la vida. Más allá se abre el Mar de las Tempestades, en que el hombre lucha sin cesar contra sus pasiones, las más de las veces victoriosas. Después, consumido por los desengaños, las traiciones, las infidelidades, y toda la serie de penalidades terrestres, ¿qué encuentra al fin de su carrera?, ese vasto Mar de los Humores, dulcificados apenas por algunas gotas de agua del Golfo del Rocío. Nubes, lluvias, tempestades, humores; ¿contiene otra cosa la vida del hombre, y no se resume en esas cuatro palabras?