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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Alrededor de la luna (18 page)

BOOK: Alrededor de la luna
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—La humedad interior se condensa en los cristales; y si continúa el descenso pronto vamos a ver que nuestro aliento cae al suelo convertido en nieve.

—Preparemos un termómetro —dijo Barbicane.

—Claro es que un termómetro ordinario, no hubiera dado resultado alguno en las circunstancias en que iba a usarse. El mercurio se hubiese solidificado en la probeta puesto que para ello sólo necesita 42° bajo cero. Pero Barbicane se había provisto de un termómetro del sistema Walferdin, que da fracciones de temperatura sumamente baja.

Antes de empezar el experimento, se comparó aquel termómetro con otro de las condiciones ordinarias, y Barbicane se dispuso a hacer uso de él.

—¿Cómo nos arreglaremos? —preguntó Nicholl.

—Nada más fácil —respondió Miguel Ardán, que nunca se apuraba—. Se abre rápidamente la lumbrera, se lanza el instrumento, que seguirá dócilmente al proyectil, y al cabo de un cuarto de hora se le retira…

—¿Con la mano? —preguntó Barbicane.

—Con la mano —respondió Miguel.

—Pues bien, amigo mío; no te expongas a tal cosa —respondió Barbicane—; porque la mano que saques para hacerlo se quedaría hecha un muñón helado y deforme por esos fríos espantosos.

—¿De veras?

—Tendrías la sensación de una quemadura terrible, como si te acercara un hierro candente; porque, lo mismo que el calor, el frío entra en gran cantidad en nuestra carne o sale de ella. Además tampoco estoy seguro de que ahora nos sigan los objetos que hemos arrojado fuera.

—¿Por qué? —preguntó Nicholl.

—Porque si atravesamos una atmósfera, aunque sea muy poco densa, esos objetos se moverán ya con más dificultad y se quedarán atrás. La oscuridad nos impide ver si todavía nos siguen; así, pues, para no exponernos a perder el termómetro, le sujetaremos de modo que podamos retirarlo fácilmente cuando nos convenga.

Se siguieron los consejos de Barbicane; se abrió rápidamente la lumbrera y Nicholl arrojó al espacio el termómetro, al cual se había atado una cuerda corta con el fin de poderlo retirar rápidamente. La lumbrera estuvo abierta a lo sumo un segundo, y, sin embargo, bastó para que penetrara en el proyectil un frío violento.

—¡Demonio! —exclamó Miguel Ardán—. Hace un frío capaz de helar a los osos blancos.

Barbicane aguardó a que pasara una media hora, tiempo más que suficiente para que el instrumento pudiera descender hasta la temperatura del espacio. Luego retiraron el termómetro tan rápidamente como lo habían sacado.

Barbicane calculó la cantidad de mercurio pasada a la ampollita soldada a la parte inferior del instrumento.

—Ciento cuarenta grados centígrados bajo cero —exclamó.

Pouillet tenía razón contra Fourier. Ésta era la horrible temperatura de los espacios siderales. Ésta quizá la de los continentes lunares cuando el astro de la noche ha perdido por irradiación el calor recibido en los quince días del Sol.

Capítulo XV. Hipérbola y parábola

Acaso sorprenda al lector ver a Barbicane y a sus compañeros tan poco preocupados del porvenir que les aguardaba en aquella prisión de metal arrastrados por los espacios infinitos del éter. En lugar de pensar a dónde iban, pasaban el tiempo haciendo experimentos, como si se encontraran en su gabinete de estudio.

A esto podríamos responder que hombres de un temple tan superior no se tomaban tales cuidados ni se apuraban por tan poca cosa, sino que pensaban en otras de más importancia para ellos que su suerte futura.

Verdad es que no eran dueños de su proyectil ni podían variar la marcha ni su dirección. Un marino varía a su antojo el rumbo de su barco; y un aeronauta puede imprimir a su globo movimientos verticales. En cambio, ellos no tenían acción alguna sobre su vehículo; toda maniobra les resultaba imposible y por lo tanto lo dejaban correr.

¿Dónde se encontraban en aquel momento que equivalía en la Tierra a las ocho de la mañana del 6 de diciembre? Seguramente muy cerca de la Luna, lo bastante para que les pareciera una inmensa pantalla negra extendida en el firmamento. En cuanto a la distancia que de ella los separaba era imposible calcularla. El proyectil, sostenido por fuerzas inexplicables, había pasado rasando el Polo Norte del satélite a menos de 50 kilómetros. Pero en las dos horas que llevaba en el cono de sombra, ¿se había aumentado o se había disminuido esta distancia? No había punto de mira para apreciar la dirección y velocidad del proyectil. Quizá se alejase rápidamente del disco, en términos de salir muy pronto de la sombra pura; tal vez, al contrario, se acercaba a él sensiblemente, hasta el punto de tropezar con algún pico elevado del hemisferio invisible; lo cual hubiera terminado el viaje probablemente con perjuicio de los viajeros.

Se discutió este punto, y Miguel Ardán, siempre rico en explicaciones, fue de la opinión que el proyectil, retenido por la atracción lunar, caería al fin como, cae un aerolito en la superficie del globo terrestre.

—En primer lugar, querido compañero —le respondió Barbicane—, no todos los aerolitos caen a la Tierra; al contrario, son los menos. Así, pues, aunque pasásemos al estado de aerolito, no se deduce de esto que cayéramos a la superficie de la Luna.

—Sin embargo —replicó Miguel—, si nos acercáramos bastante…

—No importa —replicó Barbicane—. ¿No han visto en ciertas épocas atravesar el cielo a millares las estrellas fugaces?

—Sí.

—Pues bien, esas estrellas, o mejor dicho, esos cuerpecillos, no brillan sino porque se ponen candentes al rozar las capas atmosféricas; es señal de que pasan a menos de 15 leguas del Globo, a pesar de lo cual rara vez caen. Lo mismo le debe ocurrir a nuestro proyectil; puede acercarse mucho a la Luna y, sin embargo, no caer finalmente en ella.

—Pues entonces —dijo Miguel—, quisiera yo saber qué hará en el espacio nuestro vehículo errante.

—Sólo veo dos hipótesis —respondió Barbicane, al cabo de unos instantes de reflexión.

—¿Cuáles?

—El proyectil tiene que elegir entre dos curvas matemáticas y seguirá una u otra, según la velocidad de que esté animado, y que no puedo apreciar en este momento.

—Sí —dijo Nicholl—, seguirá una parábola o una hipérbola.

—En efecto —respondió Barbicane—; con cierta velocidad seguirá la parábola, y con una velocidad mayor la hipérbola.

—Mucho me gustan las palabras retumbantes —respondió Miguel Ardán—; en seguida se sabe lo que quieren decir. ¿Tenéis la bondad de explicarme qué es vuestra parábola?

—Amigo mío —respondió el capitán—, la parábola es una línea curva de segundo orden que resulta de la sección de un cono cortado por un plano, paralelamente a uno de sus lados.

—¡Ah, ah! —dijo Miguel, satisfecho.

—Es poco más o menos la trayectoria que describe una bomba lanzada por un mortero.

—Perfectamente. ¿Y la hipérbola? —preguntó Miguel.

—La hipérbola es una curva de segundo orden producida por la intersección de una superficie cónica y de un plano paralelo a sus dos generatrices y que constituye dos ramas separadas una de otra y se extiende indefinidamente.

—¿Es posible? —exclamó Miguel Ardán con la mayor seriedad, y como si le contaran algún suceso grave—. Entonces, fíjate bien en esto, querido capitán; tu definición de la hipérbola es para mí todavía más incomprensible que la palabra misma.

Poco caso hacían Nicholl y Barbicane de las cuchufletas de Miguel Ardán, empeñados como estaban en un debate científico. Lo que les inquietaba era saber qué curva seguiría el proyectil; uno decía que la hipérbola, otro sostenía que la parábola; se daban mutuamente razones plagadas de x. Sus argumentos se formulaban en un lenguaje que atacaba los nervios a Miguel. La discusión era viva y ninguno de los dos adversarios quería sacrificar su curva predilecta. Aquella discusión científica se prolongó tanto que acabó por impacientar a Miguel.

—¡Vaya, señores de los cosenos! —dijo—. ¿Cuándo acabaran de arrojarse parábolas e hipérbolas a la cabeza? Yo quiero saber lo único interesante de este asunto; convenimos en que seguiremos una u otra de vuestras curvas; pero ¿a dónde nos conducirán?

—A ninguna parte —respondió Nicholl.

—¿Cómo que a ninguna parte?

—Sin duda —respondió Barbicane—; son curvas abiertas que se prolongan hasta lo infinito.

—¡Ah, sabios, sabios! —exclamó Miguel—. Os tengo clavados en el corazón. ¿Qué nos importa vuestra parábola o vuestra hipérbola, si una y otra nos elevan al infinito en el espacio?

Barbicane y Nicholl no pudieron menos de sonreír. Acababan de hacer arte, por el placer del arte mismo. Nunca se había presentado cuestión más intempestiva en momento más inoportuno. La terrible verdad era que, arrastrado el proyectil hiperbólica o parabólicamente, no habría de encontrar jamás a la Tierra ni a la Luna.

¿Qué sucedería, pues, a aquellos atrevidos viajeros en un plazo no muy lejano? Si no morían de hambre, si no morían de sed, morirían a los pocos días por falta de aire, cuando se les concluyera el gas, si el frío no había concluido antes con ellos.

Más por importante que les fuera ahorrar gas, el excesivo descenso de la temperatura atmosférica les obligó a consumir cierta cantidad de éste. En rigor podían pasarse sin luz, pero no sin calor. Por fortuna, el calórico desarrollado por el aparato Reiset y Regnault, elevaba algo la temperatura interior del proyectil y podía mantenerse sin gran gasto, en un grado soportable.

Mientras tanto, las observaciones a través de las lentes se habían hecho muy difíciles. La humedad interior del proyectil se condensaba en los cristales y se congelaba inmediatamente. Había que quitar la opacidad del cristal por medio de continuos frotamientos. A pesar de estos obstáculos se pudieron observar fenómenos del más alto interés.

Efectivamente; si aquel disco invisible hubiera tenido su atmósfera, ¿no debieran haber visto las estrellas errantes cruzando con sus trayectorias? Si el proyectil mismo atravesaba estas capas fluidas, ¿río podría percibirse algún ruido repercutido por los ecos lunares, los rugidos de una tempestad, por ejemplo, los estallidos de un alud, las detonaciones de un volcán en actividad? Y si alguna montaña en ignición se coronaba de un penacho de resplandores, ¿no se hubieran podido distinguir sus intensas fulguraciones? Hechos semejantes, minuciosamente comprobados, les hubiesen aclarado mucho el oscuro problema de la constitución lunar. Por este motivo Barbicane y Nicholl, colocados en sus lentes, como astrónomos, observaban con escrupulosa paciencia, pero hasta entonces el disco permanecía mudo y sombrío, y no contestaba a nada de las múltiples preguntas que le dirigían aquellos hombres. Este silencio provocó la siguiente reflexión de Ardán, bastante justa al parecer.

—Si otra vez hacemos este viaje, haremos bien en escoger la época de la Luna nueva.

—En efecto —respondió Nicholl—, esa circunstancia sería más favorable. Convengo en que la Luna sumergida en los rayos solares no sería visible durante el trayecto; pero, en cambio, se distinguiría la Tierra, que estaría en pleno. Además, si fuéramos atraídos alrededor de la Luna como ahora sucede, tendríamos al menos la ventaja de ver su disco, actualmente invisible, magníficamente iluminado.

—Bien dicho, Nicholl —contestó Miguel Ardán—. ¿Qué piensas tú de todo ello, Barbicane?

—Pienso —respondió el grave presidente— que si volvemos a emprender este viaje, partiremos en la misma época y en las mismas condiciones. Supongamos que hubiésemos logrado nuestro objetivo; ¿no hubiera valido más encontrar continentes llenos de luz que una región sumergida en una noche oscura? ¿No se habría efectuado en las mejores circunstancias nuestra primera instalación? Evidentemente sí. En cuanto a este lado invisible, lo hubiéramos visitado en nuestros viajes de investigación sobre el globo lunar. Por lo tanto, la época del plenilunio estaba perfectamente escogida. Era necesario llegar al fin de nuestro camino, y para esto, no desviarse en él.

—Nada se puede objetar a eso —dijo Miguel Ardán—. ¡He aquí, sin embargo, una buena ocasión perdida de observar el otro lado de la Luna! ¡Quién sabe si los habitantes de los otros planetas están a la misma altura que los sabios de la Tierra en cuanto al conocimiento de sus satélites!

A esta observación de Miguel Ardán se hubiera podido contestar fácilmente de este modo: si otros satélites han podido ser estudiados con más exactitud el por su mayor proximidad. Los habitantes de Saturno, de Júpiter y de Urano, si existen, han podido establecer comunicaciones más fáciles con sus Lunas. Los cuatro satélites de Júpiter gravitan a una distancia de ciento ocho mil doscientas sesenta leguas; ciento setenta y dos mil doscientas leguas; doscientas setenta y cuatro mil doscientas leguas, y cuatrocientas ochenta mil ciento treinta leguas, respectivamente. Pero estas distancias están contadas desde el centro del planeta y deduciendo la longitud del radio que es de diecisiete a dieciocho mil leguas, se ve que el primer satélite no se halla tan lejos de la superficie de Júpiter como la Luna de la superficie de la Tierra. De las ocho Lunas de Saturno, cuatro están igualmente más próximas; Diana a ochenta y cuatro mil seiscientas leguas; Thetys a sesenta y dos mil novecientas sesenta leguas; encerrado a cuarenta y ocho mil noventa y una leguas y, finalmente, Mimas a una distancia media de treinta y cuatro mil quinientas únicamente. De los ocho satélites de Urano, el primero, Ariel, no está más que a cincuenta y una mil ciento veinte leguas del planeta.

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