Alguien robó la luna (5 page)

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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

BOOK: Alguien robó la luna
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—Jenna, ¿dónde coño estás? —chilló en el teléfono.

—En el coche.

—Vaya, quién lo hubiera dicho… ¡Si estoy llamando a ese número! ¿Dónde estás?

—Estoy bien. Sólo quería despejarme un poco. Regreso enseguida —dijo Jenna, mirando de soslayo al policía con una sonrisa de disculpa.

—¿Por qué me dejaste solo en la fiesta? ¿Qué te pasa?

—Estoy bien. No te preocupes. Pronto estaré en casa.

Cortó cuando él comenzaba a hacer otra pregunta.

Volvió a mirar al poli. Tarde por la noche, en la carretera con un poli. Ideal para una buena porno. Agente, haré lo que sea para que no me multe. Cualquier cosa.

—Señora, le permitiré marcharse con una advertencia, nada más. A partir de ahora, préstele atención al indicador de velocidad y no a las vibraciones del coche, ¿de acuerdo? Y regrese a casa, o si no se siente segura, váyase a dormir a un motel. A esta hora de la noche, esta carretera es muy oscura como para andar de paseo.

Se apartó de la ventanilla.

—Sí, agente. Gracias.

Él se volvió y emprendió el regreso a su coche. Jenna lo miró. Sacó la cabeza por la ventanilla y le habló.

—Agente… ¿Está seguro de que no quiere una caja de menta? Están buenas.

Él se detuvo y se volvió hacia ella. Tenía un bonito perfil, una bonita sonrisa. Se llamaba McMillian. Así lo decía su insignia. Movió la cabeza.

—No, señora, pero gracias por el ofrecimiento.

Se metió en su coche y apagó la destellante luz azul. Jenna puso el coche en marcha y regresó a la carretera. El teléfono volvió a sonar. No respondió, pero cuando la campanilla se interrumpió, imaginó la voz de ordenador que debía de haber atendido.

—Lo sentimos, pero el cliente con el que intenta comunicarse no se encuentra disponible. Puede dejar un mensaje pulsando el uno… ahora.

6

S
alió de la autopista en Bellingham. Estaba cansada y hambrienta. Entró a una gasolinera para cargar algo de combustible en la máquina y se compró unas nueces al maíz y una Coca-Cola… combustible para ella. De pronto, su paseo parecía haberse transformado en un viaje de toda la noche. De pie bajo ese dosel de luces fluorescentes. Luz solar artificial. Realidad electrificada. Todos estarían durmiendo de no ser por la electricidad.

Jenna inhaló los embriagadores efluvios mientras contemplaba el paso de los números. Hay algo consolador en el olor de la gasolina. Tal vez se trate de que huele igual en todas partes, esté donde esté. O quizá sea porque el olor a gasolina representa al hombre conquistador de la naturaleza. Excava hasta las profundidades de la tierra, bombea un limo negro a la superficie, lo cuece en tanques de aluminio para que sirva de alimento a un BMW. La evolución del hombre huele a gasolina.

Eran las dos y media y Jenna se dirigió al centro de la ciudad de Bellingham sin tener una idea clara de cuál sería su siguiente movimiento. ¿A casa o a un motel Days Inn? Como respondiendo a su pregunta, todos los carteles indicadores señalaban al puerto. Era como si se hubiesen puesto de acuerdo. De modo que Jenna los siguió, hasta detenerse en la avenida Harris, a una calle de la meta que le asignaban. Vio que había alguna actividad en los embarcaderos; siempre hay vida en los puertos. Embarcaciones que van y vienen, cargan y descargan. Pero no se acercó más. No porque no quisiera hacerlo. Sin duda quería explorar el puerto. Ver de qué hablaban todos esos indicadores. Pero le daba un poco de miedo internarse allí a vagar por su cuenta. Tendría que esperar a la mañana para explorar.

Reclinó un poco el asiento, abrió el refresco y las nueces al maíz y rio para sus adentros. ¿Así que éste es el viaje en coche que nunca hiciste? Se suponía que uno lo lleva a cabo en sus días de estudiante. Te metes en el coche y conduces sin rumbo. Duermes en el coche, comes cualquier cosa. Jenna se sintió rejuvenecer un poco al rememorar los momentos perdidos de su juventud.

Le pesaban los ojos; bostezó. Un cartel indicador frente a ella señalaba directamente a la autopista marítima estatal de Alaska, el sistema de transporte mediante embarcaciones de pasajeros que conecta Alaska con los cuarenta y ocho estados que quedan al sur de ella. La abuela solía cogerlos cuando partían desde Seattle. Barcos azules con la bandera de Alaska en la chimenea, la Osa Mayor y la Estrella Polar. Uno de ellos se llamaba Columbia. La abuela se repantigaba en un gran sillón del salón durante el viaje, que duraba tres días. Le encantaba. Hablaba sin parar con la gente; hacía nuevos amigos y oía las historias de sus vidas. La abuela nunca abordó un avión hasta que regresó a Wrangell aquella última vez. Debieron quitar los respaldos de los asientos, porque iba en camilla. Jenna no estuvo allí, pero podía imaginárselo.

Tuvieron que cortarle un pie a la abuela. Estaba gangrenado y hubo que amputarlo. También estaba carcomida por el cáncer. Eso dijo el médico. Había vivido mucho tiempo con mucho dolor. Jenna imaginó los órganos de su abuela, todos agujereados. Jenna paseaba su silla de ruedas por el hospital. Sólo como para andar un poco. La abuela gritaba: ¡Eh, Hombre!, ¡Eh, Hombre! Mamá dijo que llamaba a Dios. Que le pedía que le quitara el dolor. Eh, Hombre. Dios era el Hombre. El hombre huele a gasolina, Dios a desinfectante de hospital. Estaba lleno de viejos, todos doloridos. Todos drogados hasta el delirio. Un médico dijo que tendrían que cortar la pierna a la altura del muslo. La mamá de Jenna pidió que no. El doctor explicó que las posibilidades de que saliera de la anestesia eran de menos del cincuenta por ciento. Lo más probable era que la operación no detuviese la gangrena; también era posible que la abuela no sobreviviese a la cirugía. Que no despertara nunca. Tenía noventa y seis años. Había vivido una vida plena. Mamá dijo que si lo que el médico quería era someterla a una eutanasia, que lo olvidase. Ningún médico va a dormir a mi mami como si fuese un perro. Eh, Hombre, por favor, quítame este dolor.

La abuela quería regresar a su casa de Alaska. A todos les pareció una estupidez, menos a mamá. Mamá dijo: sabe que va a morir y quiere hacerlo en su casa. ¿Quién sería capaz de negárselo? Hace noventa y seis años que vive en esa casa. Sus once hijos nacieron en ella. Su marido murió allí. ¿Por qué demonios no iban a permitirle que muriera allí?

De modo que la montaron en un avión e hizo el viaje. Murió al cabo de unos nueve meses. En su casa.

***

Cuando Jenna despertó, eran las seis, y el sol entraba a raudales por la ventanilla trasera del coche. Enderezó el asiento, lo ajustó en esa posición y salió del coche.

Tenía la espalda envarada; se desperezó, aspirando el aire limpio de la mañana. No vio un gentío, pero sí una considerable cantidad de personas que se apresuraban a llegar a sus trabajos oficinescos. Jenna divisó una cafetería Starbucks al otro lado de la calle y se dirigió hacia allí.

Se sentó en el largo mostrador que miraba a la calle, bebiéndose un café y comiendo un bollo. Los clientes hacían cola para disparar sus pedidos. Capuchino-de-moca-doble-descafeinado-súper-largo-con-leche-descremada-en-bolsa-sin-tapa, por favor. Caray. ¿Cómo llegan a saber las personas qué es lo que les gusta? Precisar cada posibilidad podía llevar años. Y después, ¿cómo haces para recordarlas? La gente entraba y les disparaba sus pedidos a las chicas de la barra. ¡Y ellas los recordaban! Era como un restaurante griego. Doble-d-moca-capu-descre-sinta-para-llevar. ¡Caramba! ¿Tuviste una idea? Gana mil millones de dólares.

Una joven pareja de hippies estaba sentada ante el mostrador, al lado de Jenna. Sandalias y mochilas. Apenas unos chavales, de unos dieciocho años. Parecían confundidos y ansiosos. El chico revisaba con desesperación la mochila de la chica. Quizá se hubiesen bebido unos expresos dobles o algo por el estilo.

—No está ahí.

—Bueno, tiene que estar en algún lado.

—Ya miré. No está. ¿Qué haremos?

El hippie se rascó la cabeza.

—Maldita sea, Debbie. Tiene que estar en algún sitio.

Debbie se echó a llorar. El muchacho procuró consolarla.

—Haremos autoestop. En la carretera Alean. Seguro que nos lleva alguno que tenga una casa rodante Winnebago.

—Oh, Willie, estoy tan deprimida.

Debbie lloró aún más. Willie la abrazó, incómodo.

Jenna se dio cuenta de que se los había quedado mirando. Sus ojos y los de Willie se habían encontrado en una suerte de fijación vidriosa; Jenna pensó que hubiese sido de esperar que Willie le dedicase una mueca, una cara de «ocúpate de tus asuntos», pero eso no ocurrió.

—¿Cuál es el precio del billete? —preguntó Jenna de pronto.

Willie se sobresaltó. No la había estado mirando. Ni siquiera había registrado su presencia.

—¿Cuánto necesitáis?

Willie miró a Debbie antes de volver a mirar a Jenna.

—Doscientos cuarenta y seis dólares hasta Skagway.

—Yo os compraré el billete.

Debbie la miró entre su pelo. Willie frunció el ceño y meneó la cabeza.

—¿Por qué?

Jenna se encogió de hombros.

—Porque quizá nunca volváis por aquí. Y si no cogéis ese barco, vuestras vidas serán completamente diferentes. Y no puedo cargar con eso sobre mi conciencia.

Debbie lanzó una corta risa y se sorbió los mocos. Le dedicó una sonrisa angelical a Jenna. Casi eran unos niños. Bobby hubiera hecho como ellos algún día. Se habría ido a viajar un par de meses en
ferry
con una chica, desembarcando y volviendo a embarcar en pueblecitos deprimentes, comiendo la peor comida, durmiendo en carpas bajo la lluvia. Gozando como nunca.

El trío salió de Starbucks y se dirigió a la terminal de
ferrys
. Jenna y Willie llevaban la delantera, la chica los seguía. La temperatura subía y se veía que sería otro día hermoso. El puerto aparecía nítido y colorido, las olas chispeaban bajo el sol. Jenna sonrió para sí al pensar que debía parecer una loca, con su vestido negro arrugado y el maquillaje del día anterior, ofreciéndose a comprarle a la chica un billete para el
ferry
.

Willie fue el primero en entrar a la terminal, un vasto recinto recién pintado, con un mostrador pequeño contra uno de los muros. Sobre el mostrador había un inmenso logo de la compañía de
ferrys
. En las otras paredes se veían pinturas que representaban tótems de los indios del noroeste. Había pocas personas en el lugar; alguien dormía en una silla, una familia aguardaba sentada en el suelo, rodeada de su equipaje, un empleado barría en silencio en un rincón.

Willie se detuvo y le dirigió a Jenna una mirada cargada de escepticismo. Debbie se puso a su lado y también la miró.

—¿Vas a hacer esto de verdad?

Jenna asintió.

Willie se la quedó mirando un buen rato. Asintió con la cabeza, se volvió y se dirigió a la mujer que atendía el mostrador. Jenna y Debbie miraron cómo hablaba y gesticulaba. La mujer sacó algo de un cajón. Tomó una guía y la consultó. Calculó unas cifras. Le dijo algo a Willie. Willie asintió. Se volvió hacia Jenna y le hizo señas de que se acercara.

—Son doscientos sesenta y cinco, impuestos incluidos.

Jenna sonrió a la empleada. Abrió el bolso, sacó la billetera y le tendió una tarjeta Visa a la mujer. La mujer la verificó con su máquina y Jenna firmó el talón. Y eso fue todo. Willie cogió el billete y los tres salieron.

—Muchas gracias. Por favor, deme su nombre y dirección; le pagaremos en cuanto tengamos el dinero.

Jenna sonrió.

—No te preocupes.

Willie movió un poco los pies, incómodo. Tendió la mano y Jenna se la estrechó.

—Bueno, muchas gracias, entonces. Gracias.

Señaló al gran barco azul y blanco amarrado al embarcadero. Debbie miró a Jenna. Parecía relajada, aliviada de que las cosas se hubiesen arreglado. Jenna le acarició la mejilla.

—Que tengáis un buen viaje, chicos.

Willie y Debbie se alejaron en dirección al muelle, donde otros jóvenes errabundos aguardaban, sentados sobre sus mochilas, a que comenzara el embarque.

Jenna caminó en dirección a la calle. Cuando estaba a punto de salir del muelle, se volvió a mirar. El
ferry
estaba amarrado al embarcadero y su proa se alzaba mucho por encima del agua.
El Columbia
. El mismo barco que Jenna había tomado cuando, estando en secundaria, fue con su amiga Patty a pasar un tiempo a casa de la abuela.

Jenna se preguntó qué habría sido de la casa de la abuela en Wrangell. Supuso que nadie viviría en ella. Era tan vieja que lo más probable fuera que se hubiese derrumbado. En la calle Front, muy cerca del puerto. Una gran casa con planta alta. El piso superior estaba clausurado cuando Jenna y Patty estuvieron allí. Ya estaba muy deteriorado, y de todos modos a la abuela le era imposible subir las escaleras. Jenna no había vuelto a ver la casa desde entonces. Diecisiete años atrás. Cuando el fatídico viaje, hacía dos años, había tenido intención de detenerse en Wrangell con Robert y Bobby en el camino de regreso desde la Bahía Thunder. Pero el viaje había quedado interrumpido.

Jenna miró su reloj. Las siete y media. De repente, sintió el impulso de abordar el barco e ir a Alaska. De ver Wrangell otra vez. Vagar por las calles de esa pequeña ciudad. ¿Qué le impedía subir al barco, ir de vacaciones al lugar que vio nacer a su madre y a su abuela? Le diría a Robert que necesitaba alejarse unos días. Él lo entendería. Bueno, quizá no, pero ¿y qué? Se trata de mi vida, no de la suya. Es mía, y si quiero irme de viaje, lo haré.

Jenna se mordisqueó el labio durante un momento; contempló el mar, los amenazantes círculos que las gaviotas describían sobre su cabeza. Después, se volvió en forma repentina y marchó de regreso a la terminal de
ferrys
, al mostrador de despacho de billetes.

7

¿C
ómo funciona esto? —preguntó Ferguson. Estaba sentado junto al fuego. El calor de las llamas sobre su espalda era agradable…

David estaba recorriendo el lado opuesto de la casa comunitaria, estudiando las paredes, vigas, ventanas; de cuando en cuando, le daba una sacudida a su sonajero.

—¿Cómo funciona qué?

—Eso de ser chamán. La magia.

—¿Qué pasa? ¿Ahora quieres una introducción a las técnicas chamánicas?

Ferguson se encogió de hombros.

—No sé. Por ejemplo, ¿qué estás haciendo ahora?

—¿Ahora? Estoy mirando la construcción del edificio. Hicieron un buen trabajo con el encastre de las vigas.

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