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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (24 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Una muchacha de la jungla a la que amó con pasión le enseñó todo esto al alguacil Larson. Una hermosa vietnamita que le enseñó a ser hombre. La infantería de marina le había enseñado cómo ser una bestia en tres cortos meses. A Mai le llevó dos años enseñarle cómo ser hombre. Dos años y su vida. Cuando cierto herbicida se la llevó, Larson entendió al fin de qué hablaba ella. La muchacha murió devorada por un doloroso cáncer. Un producto químico que él había arrojado contra su voluntad se ocupó de terminar con lo que amaba. ¿Irónico? No, eso de la ironía es un invento estadounidense. Larson aprendió una lección. Que el hombre debe ponerse firme para defender aquello en lo que cree. Que todos venimos a este mundo a aprender. Larson supo que era afortunado por haberse dado cuenta de esto. Y, una vez aprendida la lección, regresó a su pueblo natal para trabajar para la comunidad. Pretendía curar las enfermedades de la sociedad.

Cada día, a primera hora de la mañana, el alguacil Larson iba al pueblo en su poderoso vehículo modificado.

Vivía bien lejos, mucho más allá de donde termina el asfalto y comienza la grava, en un lugar junto al mar. La suya era la única casa en muchos kilómetros a la redonda, y se alegraba de que así fuera. Y cada mañana, a las seis, se permitía el placer de abrir los ocho cilindros dispuestos en V del motor de su coche, arremetiendo por la carretera a ciento sesenta por hora. Se decía que lo menos que podía hacer por el municipio era mantener el coche listo para la acción; quizá, alguna vez, ocurriera algo emocionante.

La carretera siempre estaba vacía. Larson siempre prestaba atención en las curvas, pues una vez estuvo a punto de atropellar a un ciervo, cosa que hubiese terminado con su vida además de con la de la infortunada bestia. Pero en las rectas, que eran muchas, le daba rienda suelta al vehículo hasta que el delicioso, satisfactorio, zumbido del turbo llenaba el interior del vehículo.

Esa mañana de rocío, a las 5:53, el alguacil Larson, que iba acelerando y ya alcanzaba los ciento treinta por hora, pisó el freno con tanta fuerza que sintió como si su pie fuese a atravesar el suelo del coche y rozar el asfalto. Por primera vez, el sistema de frenado automático del Mustang se activó; los frenos bombearon a tal ritmo que el vehículo se clavó en seco, sin que sus neumáticos Eagle extra anchos se deslizaran ni un milímetro sobre el pavimento. Entonces, el alguacil Larson volvió a abrir los ojos y vio, inmóvil en la carretera y a menos de un metro de su parachoques, no a un gamo, sino a un niño. Un niño pequeño, blanco, de sexo masculino, de aproximadamente seis años de edad, un metro veinte de estatura, unos veinticinco kilos de peso, cabello oscuro y rizado un poco largo, ojos oscuros más abiertos de lo que uno habría creído posible en un ser humano. Paralizado. Como un ciervo ante las luces de un coche.

El alguacil respiró hondo mientras pasaba la palanca a la posición de aparcar. El corazón le galopaba y se preguntó cómo demonios habría seguido el asunto si hubiese aplastado al niñito sobre el asfalto. Otra pizza de carretera para gusanos y aves. Se apeó del coche y miró al niño, que seguía inmóvil.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Pero el niño no respondió. Estaba paralizado por el terror. Movió la cabeza —como un animal, pensó el alguacil— desplazando su atención del alguacil al parachoques, y desde ahí al bosque que se extendía a su derecha. El alguacil miró hacia allí y vio qué era lo que miraba el niño. Un pastor alemán. Agazapado, gruñía desde la linde de la carretera. Reconoció al perro. Era el que la mujer esa había llevado a la Posada Stikine. El perro ladró una vez y corrió a la carretera. El niño reaccionó al instante, retirándose a toda prisa al límite del bosque que había al otro lado del camino.

—Eh, espera un poco.

Al alguacil Larson aún no le quedaba claro cuál era la situación, aunque lo cierto era que sólo había una posibilidad evidente: el chaval estaba huyendo del perro.

—Eh, chico, vamos, ven aquí —le dijo al perro, que ladró en tono aún más amenazador, sin dejar de mirar al niño.

Larson se dirigió al niño.

—¿Estás bien, hijo?

Se le acercó, procurando interponerse entre el perro y él. El muchacho dio un respingo y el perro se precipitó hacia él; cruzó la carretera de un brinco y le lanzó una dentellada al brazo. El niño lo esquivó y le tiró un puñetazo que le acertó de lleno. No dio la impresión de ser un golpe fuerte, pero sin duda dio en el lugar justo, porque el perro reculó. El pequeño se volvió y se internó en el bosque a la carrera en el mismo momento en que Larson se echaba sobre el perro y lo cogía del collar. El animal aulló y se debatió, pero no consiguió liberarse. El alguacil Larson era un hombre robusto. Levantó al can en vilo y, tras echarlo en el asiento trasero del coche patrulla, cerró la puerta de golpe.

Escrutó el bosque, buscando al niño, pero no pudo verlo. Llamó y nadie le respondió. En el coche, el perro pareció enloquecer. Se arrojaba contra la ventanilla, desesperado por escapar. El alguacil se aventuró unos pasos bosque adentro, llamando al chico. No perdía de vista el coche, porque no quería perderse. Sabía cuán engañosos podían ser esos bosques. Llenos de ilusiones. El bosque podía atraerte y hacerte dar vueltas y más vueltas hasta que te resultara imposible encontrar la salida.

El niño no estaba por ningún lado. El alguacil encontraba toda la situación de lo más inquietante. Para empezar, ¿qué hacía el crío allí? Regresó al coche. El perro se había tranquilizado, pero aun así, el alguacil se alegró de que una barrera de alambre tejido separara el asiento trasero de la cabina. Mientras se dirigía a la ciudad, se dijo que mandaría a dos de sus asistentes a registrar la zona. No es que esperara que encontrasen nada. El niño era muy veloz, y se veía que no estaba herido en modo alguno. De modo que lo más probable era que se encontrase a salvo en su casa. Eso era todo. Ahora, tenía que ver qué hacer con el maldito perro.

25

J
enna volvió a casa de Eddie e improvisó una compresa envolviendo una bolsa de plástico llena de hielo en un trapo. Se echó a los hombros el chal del sofá, se sentó en el banco de madera del porche y dispuso el paquete helado sobre su palpitante tobillo.

Lo hizo todo con severa determinación, actitud que había adoptado para combatir la ansiedad que le producía su estado mental. Jenna estaba confundida. No sabía qué le estaba ocurriendo. A su entender, existían dos posibilidades. Una: el alma de su hijo había sido robada por espíritus tlingit. Espíritus nutria, nada menos. Pequeñas criaturas peludas que parten almejas sobre sus vientres y retozan en la bahía. O dos: estaba cayendo por un tobogán metálico muy empinado y engrasado a un bullente caldero de locura. Ambas opciones eran mutuamente excluyentes. No había término medio. Quizá se trata de que estoy un poquito loca y de que hay unos pocos espíritus. No. Era lo uno o lo otro. Y Jenna estaba decidida a averiguar la verdad.

Se debe decir que veía todo el asunto con cierto humor. ¿Cómo no hacerlo? Sospechaba que si se lo tomaba demasiado en serio, alguien podía venir a encerrarla en un manicomio. Y por ello había decidido contárselo todo a Eddie. Sacarlo todo a la luz. Decirle que a ella también le parecía una idea demencial, pero que debía explorarla hasta el fondo. Así, nadie podría acusarla de loca. Ya lo habría hecho ella misma.

Entonces, Jenna sonrió porque divisó a Eddie, que se acercaba a la casa —con paso tan ágil que casi corría— con una bolsa de plástico en la mano. Sonrió y cerró los ojos, esperando que él no supiera interpretar la expresión de su rostro. La expresión que revelaba que estaba enamorada de él. Esperaba que no se le ocurriera preguntar por qué sonreía todo el tiempo. Al fin y al cabo, ¿quién hubiera podido resistirse a sonreír? Todo el asunto era desternillante. Toda una comedia. No sólo estaba perdiendo la razón, sino que caía perdidamente enamorada del primero que se le cruzaba.

Eddie llegó al porche y se detuvo frente a Jenna, que aún tenía los ojos cerrados.

—Toc, toc.

—¿Quién es? —respondió Jenna, siguiéndole el juego.

—Arty.

—¿Qué Arty?

—Arty Mañas, el que siempre obtiene lo que quiere.

Jenna abrió los ojos y rio.

—¿No tienes nada mejor?

—Todos los otros toc-toc que me sé son pornográficos —dijo él—. ¿Qué te pasó en el pie?

—Me caí en el agujero de la hoguera.

—¿El agujero de la hoguera? ¿Dónde?

—En la casa del jefe Shakes.

Él asintió con la cabeza.

—Vaya, qué cosa más extraña. ¿Tienes hambre?

Ella cabeceó, pero sin incorporarse. Quería terminar con la cuestión. No quería preocuparse más.

—¿Podemos hablar un poco? —preguntó.

El joven se encogió de hombros.

—Claro. Espera que ponga esto en la nevera.

Entró a la casa; se oyó la puerta del refrigerador, que se abría y se cerraba. Volvió y se sentó en la barandilla.

—¿Qué querías decirme?

Jenna carraspeó. El corazón le latía muy deprisa. Se lanzó al agua.

—Bueno. Sabes que estoy casada, ¿verdad?

Eddie asintió.

—Bien. En fin. Es que… la última vez que estuve en Alaska fue hace un par de años; de hecho esta semana se cumplieron dos años. Fueron unas vacaciones en familia: mi marido y yo, y nuestro hijo.

—Ah, entiendo. —Eddie parecía un poco sorprendido. Ella no había mencionado un hijo hasta entonces. Que lo hiciera en ese momento tenía ciertas implicaciones, aunque no estaba muy seguro de cuáles eran. Todo lo referido a Jenna era un misterio para Eddie.

—Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Hay algo más. En el transcurso de esas vacaciones mi hijo murió. Se cayó de una barca y se ahogó.

—Dios mío. Lo siento.

—No, no se trata de eso. Mira Eddie; desde que llegué me están pasando muchas cosas extrañas. Un tío muy raro me persiguió en el bosque. Ya viste los arañazos. Me pareció ver a alguien que me acechaba mientras me daba una ducha. Y después Rolfe contó esa historia hoy…

—¿Lo del kushtaka?

—Sí, el kushtaka. Y le encuentro cierto sentido a todo ello, ¿sabes? Pero al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Sabes a qué me refiero?

Él volvió a asentir con la cabeza. Cuántas cabezadas daba.

—En otras palabras… —prosiguió Jenna, respirando hondo. Tenía que decirlo todo de una vez. Sacarlo a la luz—. Creo que la historia del kushtaka puede tener algo que ver con la muerte de mi hijo y quiero investigar esa posibilidad. El hombre de la casa del jefe Shakes me dijo que tengo que encontrar un chamán. Así que eso es lo que haré. Y te estoy contando esto porque quiero ser franca contigo y sé que lo más probable es que pienses que estoy loca y que quieras que me marche. ¿Entiendes? Temes que vaya a levantarme en medio de la noche y te clave un cuchillo en el corazón porque creo que eres uno de ellos. Pero no te preocupes, no lo haré. Tú no eres uno de ellos, yo no soy uno de ellos; pero alguien lo es y por eso necesito un chamán.

Se vio forzada a interrumpirse. Se había quedado sin aliento. No sabía qué más decir. No sabía si Eddie la había comprendido.

—Ésta es la cosa más importante que haya hecho en mi vida —dijo con lentitud. Le temblaba la voz. Percibía sus emociones muy cerca de la superficie, a flor de piel. No quería perder el control, pero sí que Eddie la entendiera—. Se trata de Bobby. Mi hijo. ¿Comprendes?

Él le dio tiempo a que recuperara la compostura. Jenna respiró hondo varias veces. Después, Eddie asintió con la cabeza.

—Comprendo.

Se quedaron en silencio por un momento en la tarde vacía.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Eddie.

—Estoy bien. ¿Tú cómo estás?

—Bien. —Se la quedó mirando hasta que los ojos de ambos se encontraron—. Gracias por decírmelo.

—Necesitaba hacerlo.

—No, no era necesario, pero de todos modos lo hiciste. Gracias.

—Quería hacerlo —insistió Jenna. Otro silencioso momento transcurrió entre ellos—. ¿Sabes una cosa? —prosiguió ella—, en realidad no estoy segura de cómo vine a dar aquí. Abandoné a mi marido en mitad de la noche y terminé en el
ferry
, y ahora me encuentro aquí contigo, y no sé cómo sucedió. Y de pronto, algo de lo que no había oído hablar jamás aparece por todos lados. El kushtaka. Y me es imposible ignorarlo. No sé si estoy sufriendo una crisis nerviosa o si me estoy volviendo loca o si simplemente me aferro a cualquier cosa. No lo sé.

—No creo que tu cordura esté en juego.

—Me alegro de que lo digas. Pero… no me gusta endilgarte todo este rollo. Ni siquiera te conozco; no es justo para ti, pero…

—Continúa.

—Cuando las personas pierden a un ser querido, lo habitual es que se vuelquen en la religión. Es algo que está estudiado. Lo aprendí tras dos años de terapia y media docena de psicólogos. Todos lo dicen. La gente se vuelca con la religión. Los psicólogos incluso lo alientan. Porque si crees en un poder superior, puedes desligarte de toda responsabilidad por esa muerte, ¿entiendes? Puedes decir «tenía que ocurrir» y lavarte las manos de todo sentimiento de culpabilidad, y así dejas de atormentarte. Pero yo no me volqué en la religión, porque no creo en eso. Yo estaba allí. Vi lo que ocurrió. Y no fue algo que tuviera que ocurrir. Todo lo contrario.

—Y ahora, lo del kushtaka.

—Exacto. Ahora lo del kushtaka. Vengo aquí siguiendo un impulso, y cada persona con la que me topo tiene algo que decir sobre los kushtaka. Hasta me pareció haber visto uno. Dos, tal vez. No soy de las que creen en lo sobrenatural, pero intuyo que aquí hay algo y debo indagar. Necesito un chamán. Equivale a lo de volcarse en la religión, me doy cuenta. Querían que lo hiciera, pues lo estoy haciendo. Sólo que no del modo que ellos imaginaban.

Rio y se frotó el rostro.

—Dios. ¿Estoy loca, Eddie?

—No, no estás loca. Sólo tienes mucha imaginación. Mira, si yo tuviera un dólar por cada persona que tiene una historia de los kushtaka en Wrangell, tendría dos mil dólares.

—¿Qué quieres decir?

—Que esta isla tiene dos mil habitantes. Cada uno de ellos tiene una historia. Mira Jenna, no vayas a creer que no me alegro de que me hayas contado todo esto. Pero sé que has sufrido mucho. Lo de tu hijo debe de ser muy duro. Lo entiendo. Pero, créeme, no hay ningún kushtaka. Sólo son una leyenda. No existen. De niño, pernocté en los bosques de por aquí infinidad de veces. Nunca vi uno. ¿Por qué no iban a venir a por mí?

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