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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (3 page)

BOOK: Algo huele a podrido
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Bradshaw me miró y alzó las cejas inquisitivo. Como Bellman —directora de Jurisficción— yo no tendría que haber participado en una misión sobre el terreno; pero nunca había sido de las que se quedan tras una mesa, y capturar al Minotauro era importante. Había matado a uno de los nuestros, lo que lo convertía en un asunto pendiente.

Durante la semana anterior habíamos explorado sin éxito seis novelas épicas de la Guerra Civil, tres historias de la frontera, veintiocho novelas del Oeste de gran calidad y noventa y siete de calidad más bien dudosa antes de llegar a
Muerte en el rancho Doble X
, una obra situada justo en el límite de lo que podía considerarse prosa aceptable. En ninguno de los libros habíamos encontrado nada. Ni Minotauro ni siquiera olor a Minotauro, y creedme, apestan.

—¿Una posibilidad? —dijo Bradshaw señalando el cartel de Providencia.

—Lo intentaremos —respondí, poniéndome unas gafas de sol y consultando una lista de posibles escondites del Minotauro—. Si no sirve de nada, pararemos a almorzar antes de dirigirnos a
El chico de Oklahoma.

Bradshaw asintió, sacó el cargador del rifle de caza y metió en él un cartucho. Era un arma convencional, pero cargada con munición poco convencional. Nuestra situación como agencia policial en el interior de la ficción nos daba acceso a tecnología abstracta. Un impacto de la cabeza borradora del rifle de Bradshaw y el Minotauro quedaría reducido a los elementos fundamentales de la existencia ficticia: texto y una neblina azulada… lo que queda cuando se rompe la conexión entre texto y significado. Las acusaciones de crueldad no tenían demasiado sentido, porque en el último Censo de Bestias había más de un millón de Minotauros casi idénticos, todos bien a resguardo en el interior de cientos de libros, novelas ilustradas y urnas que los exponían. El nuestro era diferente… un fugitivo. Un LibroHuido.

Al acercarnos, los sonidos de la atareada frontera de Nebraska llegaron a nuestros oídos. Estaban levantando un nuevo edificio, y el golpeteo de los clavos en la madera puntuaba el sonido de los cascos de los caballos, el restallido de las riendas y el traqueteo de las ruedas sobre la tierra apisonada. El eco metálico del martillo del herrero se mezclaba con la melodía distante de un coro que surgía de una iglesia de tablas, y sobre todo, se oía el alboroto general de las conversaciones de los ciudadanos ocupados. Llegamos a la esquina de los establos Eckley y echamos un vistazo cauteloso a la calle principal.

Providencia, tal y como la veíamos, disfrutaba felizmente del trasfondo narrativo, esperando pacientemente la llegada del protagonista dos páginas después. Entrar en el argumento principal y encontrarnos metidos en la historia no era algo que nos apeteciese, y dado que el Minotauro evitaba la línea argumental principal por temor a ser descubierto, era más probable dar con él en un lugar como aquél. Pero si, por cualquier razón, la narración se nos acercaba, yo recibiría un aviso… tenía en el bolsillo un Dispositivo de Proximidad Narrativa que emitiría un pitido de alarma en caso de que la trama se acercase en exceso. Podríamos ocultarnos hasta que pasase.

Un caballo pasó trotando cuando subíamos al porche crujiente del salón. Detuve a Bradshaw frente a las puertas dobles justo cuando echaban al borracho del pueblo, que salió volando. El tabernero salió tras él, limpiándose las manos con un trapo.

—¡Y no vuelvas hasta que no puedas pagar! —gritó, mirándonos con suspicacia.

Le mostré al tabernero la placa de Jurisficción mientras Bradshaw hacía guardia. En el género del Oeste hay demasiados pistoleros para estar tranquilo; cuando se inició el género hubo un error de cifras en la orden de pedido. Trabajar en novelas del Oeste podía significar tener hasta veintinueve duelos por hora.

—Jurisficción —le dije—. Éste es Bradshaw, yo soy Next. Buscamos al Minotauro.

El tabernero me miró fríamente.

—Creo que no han venido al género más adecuado, amigos —dijo.

Todos los protagonistas y los personajes secundarios de los libros están catalogados de la A a la D y de uno a diez. Los de grado A son como Gatsby o Jane Eyre, los de grado D son los peones que componen las escenas de calle y de habitaciones atestadas. El tabernero tenía diálogo, por lo que probablemente fuese un C-2. Lo suficientemente inteligente para responder pero no tanto como para tener mucha libertad como personaje.

—Puede que se haga llamar Norman Johnson —añadí, mostrándole la foto—. Alto, cuerpo de hombre, cabeza de toro, le gusta comer gente.

—No puedo ayudarla —dijo, negando lentamente con la cabeza mientras examinaba la foto.

—¿Algún brote de comedia de enredo o visual? —preguntó Bradshaw—. ¿Guantes de boxeo que saltan de cajas, pesos de dieciséis toneladas que caen sobre la gente, cosas así?

El tabernero rio.

—No he visto ningún peso caer encima de nadie, pero he oído que al sheriff le dieron en la cara con una sartén voladora, el martes.

Bradshaw y yo nos miramos.

—¿Dónde anda el sheriff? —pregunté.

Seguimos las indicaciones del tabernero y recorrimos el porche de madera dejando atrás la barbería y dos mineros de larga barba que conversaban muy animadamente usando auténtica jerga de la frontera. Detuve a Bradshaw cuando llegamos a un callejón. Había un duelo. O al menos, lo hubiese habido de no haber empezado una discusión sobre la hora asignada a cada enfrentamiento. Los dos pares de pistoleros —dos vestidos de color claro, dos de oscuro, con cinturones bajos decorados con hileras de balas relucientes— discutían sobre la hora de sus duelos mientras dos damas idénticas miraban con ansiedad. Intervino el alcalde y les dijo que si seguían discutiendo los dos perderían el turno y tendrían que volver al día siguiente, así que aceptaron a regañadientes echarlo a cara o cruz. Los ganadores ocuparon la calle principal mientras todos los demás hacían el favor de correr a esconderse. Se miraron, con la mano ligeramente por encima del revólver, a veinte pasos de distancia. Se produjo un estallido de acción, hubo dos detonaciones y uno de los pistoleros de negro dio contra el suelo mientras el vencedor lo miraba muy serio, ya que, dramáticamente, el tiro de su oponente sólo le había quitado el sombrero. Su dama corrió a abrazarle mientras se guardaba el revólver con una floritura.

—Vaya tontería —musitó Bradshaw—. ¡El verdadero Oeste no era así!

Muerte en el rancho Doble X
estaba ambientada en 1875 y se había escrito en 1908, se diría que con suficientemente proximidad temporal como para ser fidedigna pero no. La mayoría de las novelas del Oeste tendían a mostrar una versión idealizada del Viejo Oeste que no había existido en realidad. En el Oeste de verdad los duelos a pistola eran muy raros, acertar a alguien con un Colt 45 de cañón corto era prácticamente imposible a menos que fuese a quemarropa: la pólvora de la década de los setenta del siglo XIX producía tal cantidad de humo que dos disparos en un bar lleno dejaban a los parroquianos tosiendo… y sin poder ver prácticamente nada.

—Eso da igual —respondí mientras se llevaban al pistolero muerto—. La leyenda es siempre mucho más entretenida, y no olvides que ahora estás en novela popular… la prosa mala es mucho más frecuente que la buena prosa y sería demasiado pedir que nuestro amigo vacuno se escondiese en Zane Grey u Owen Wister.

Seguimos avanzando, dejando atrás el hotel Majestic mientras pasaba una diligencia que levantaba una nube de polvo, con el conductor haciendo restallar el látigo por encima de la cabeza de los caballos.

—Ahí —dijo Bradshaw, señalando un edificio situado al otro lado de la calle que se distinguía del resto del pueblo porque era de ladrillo. Sobre la puerta rezaba: «Sheriff.» Cruzamos rápidamente la calle. Nuestra ropa llamaba bastante la atención entre vestidos largos, corpiños, chaquetas, guardapolvos, chalecos, cartucheras y corbatas de lazo. Sólo los agentes de Jurisficción con destino permanentemente se molestaban en adoptar la indumentaria de la novela, y muchos de los agentes que controlan el género del Oeste son personajes de los libros que patrullan… por tanto, no tienen que vestirse de nada.

Llamamos y entramos. El interior estaba oscuro en contraste con el soleado exterior y parpadeamos unos momentos mientras nos acostumbrábamos. En la pared, a nuestra derecha, había un tablón de anuncios generosamente cubierto de carteles de busca y captura… no sólo de Nebraska, sino de todo MundoLibro; uno amarillento ofrecía trescientos dólares por cualquier información sobre el paradero de Big Martin. Debajo había una cafetera con el esmalte desconchado encima de una estufa de hierro, y en la pared de la izquierda un armero. Un gato atigrado dormía encima de un enorme escritorio. La pared del fondo era el comienzo de la zona de celdas, en una de las cuales se alojaba un borracho profundamente dormido que roncaba con fuerza en su camastro. En medio de la habitación había una mesa enorme llena hasta los topes de papeles: circulares de la legislatura de Nebraska, algunas enmiendas a las leyes narrativas del Consejo de Géneros, el boletín de la sociedad de campanología y un catálogo de unos grandes almacenes abierto por la sección de artículos de lujo. Además, en la mesa había un par de botas gastadas de piel y, dentro, unos pies, unidos a su vez al sheriff, que vestía de negro de los pies a la cabeza y al que le hubiese venido bien un buen baño. Llevaba una estrella de metal en el pecho y de su cara sólo veíamos las guías de un enorme bigote gris que sobresalían del sombrero con que se la cubría. Estaba completamente dormido y se mantenía en precario equilibrio sobre las dos patas traseras de una silla que crujía con sus ronquidos.

—¿Sheriff?

No hubo respuesta.

—¡Sheriff!

Se despertó sobresaltado, quiso levantarse, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Se derrumbó en el suelo y también se dio contra el escritorio, en el que resulta que había una jarra de agua. La jarra se inclinó y el contenido mojó al sheriff, que soltó un grito, que despertó al gato, que lanzó un aullido y saltó a las cortinas, que cayeron con estrépito sobre la estufa, que tiró el café e incendió las cortinas resecas. Corrí para apagar el fuego, golpeé la mesa y derribé el revólver cargado del sheriff, que cayó al suelo disparando un único tiro, que cortó el cordón de una cabeza de alce disecada, que cayó sobre Bradshaw. Así estábamos los tres; yo intentando apagar el fuego, el sheriff empapado de agua y Bradshaw tropezando con los muebles intentando quitarse la cabeza de alce. Era justo lo que buscábamos: un brote incontrolado de comedia de enredo completamente inapropiado.

—Sheriff, siento todo esto —dije disculpándome tras apagar el fuego, retirar el alce de la cabeza de Bradshaw y ayudar al hombre mojado a ponerse en pie. Medía más de metro ochenta, tenía un rostro castigado por los elementos y los ojos de un azul profundo. Le mostré la placa—: Thursday Next, directora de Jurisficción. Este es mi compañero, el comandante Bradshaw.

El sheriff se tranquilizó, e incluso logró sonreír un poco.

—Creía que eran ustedes de los Baxter —dijo, cepillándose con las manos y secándose el pelo con una servilleta para el té que decía: «Salones de Dawson City»—. Me alegro mucho de que no lo sean. Jurisficción, ¿eh? Hace mucho que no vemos a agentes de Jurisficción por aquí… Déjalo de una vez, Howell.

El borracho, Howell, se había despertado y exigía un trago «para empezar el día».

—Buscamos al Minotauro —le expliqué, mostrándole la fotografía al sheriff.

Se mesó pensativo la barba de tres días y negó con la cabeza.

—No recuerdo haber visto a este bicho, señorita Next.

—Tenemos razones para creer que no hace mucho que pasó por su oficina… lo hemos marcado con comedia de enredo.

—¡Ah! —dijo el sheriff—. Ya me parecía raro. Howell y yo llevamos algún tiempo tropezando y cayéndonos, ¿verdad, Howell?

—Di que sí —dijo el borracho.

—Podría ir disfrazado y usar un nombre falso —aventuré—. ¿Le suena de algo el nombre de Norman Johnson?

—La verdad es que no, señorita. Tenemos a veintiséis Johnson, pero son todos C-7… no son tan importantes como para tener nombre de pila.

Dibujé un sombrero vaquero sobre la fotografía del Minotauro, y también un guardapolvo, un chaleco y un cinturón.

—¡Oh! —dijo el sheriff reconociéndole súbitamente—. Ese señor Johnson.

—¿Sabe dónde está?

—Claro que sí. Lo tuve encerrado la semana pasada acusado de comerse a un cuatrero.

—¿Qué pasó?

—Pagó la fianza y le soltamos. Las leyes de Nebraska no dicen que no te puedas comer a un cuatrero. Un momento.

Fuera se había oído un disparo seguido de varios gritos de ciudadanos pillados por sorpresa. El sheriff sacó el Colt, abrió la puerta y salió. Solo en la calle, mirándole, había un joven de expresión seria, sujetando un arma con mano temblorosa. Su cartuchera estaba elegantemente trabajada y vi que la llevaba atada… señal clara de otro duelo en potencia.

—¡Vuelve a casa, Abe! —gritó el sheriff—. Hoy no es un buen día para morir.

—Mataste a mi papi —dijo el joven—, y al papi de mi papi. Y al papi de su papi. Y a mis hermanos Jethro, Hank, Hoss, Red, Peregrine, Marsh, Junior, Dizzy, Luke, Peregrine, George y todos los demás. Vengo a por ti, sheriff.

—Has repetido Peregrine.

—Era especial.

—Abel Baxter —susurró el sheriff entre dientes—, uno de los chicos Baxter. Aparecen puntuales como un reloj, y yo los mato con la misma regularidad.

—¿A cuántos ha matado? —le pregunté en susurros.

—Según el último recuento, unos sesenta. ¡Vuelve a casa, Abe, no lo voy a repetir!

El joven nos miró a Bradshaw y a mí y dijo:

—¿Nuevos ayudantes, sheriff? ¡Te van a hacer falta!

Y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que Abel Baxter no estaba solo. Saliendo de los establos, a cada lado, aparecieron cuatro personajes de aspecto bastante poco recomendable. Fruncí el ceño. Parecían fuera de lugar en
Muerte en el rancho Doble X.
Para empezar, ninguno iba de negro, ni tampoco llevaban cinturones de cuero muy trabajado ni revólveres niquelados. Sus espuelas no sonaban al caminar y sus cartucheras eran simples y las llevaban en la cadera: esos hombres habían elegido el Winchester como arma. Me estremecí al comprobar que a uno le faltaba un botón del chaleco raído y que la suela, en el dedo gordo de la bota, se le había abierto. Las moscas revoloteaban alrededor de sus caras mugrientas y sin afeitar, y la marca de sudor del sombrero les llegaba casi hasta el cielo de la copa. No eran pistoleros C-2 genéricos de una novela popular, sino A-7 bien descritos de una novela de gran capacidad expresiva… y si podían disparar tan bien como el autor los había descrito íbamos a tener problemas.

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