Llené lentamente la pipa y le di lumbre. Todo tiene un sentido oculto en este mundo, pensé. Hombres, animales, árboles, estrellas, todos son jeroglíficos; desdichado de aquel que empieza a descifrarlos y a entender lo que dicen... Cuando los tenéis ante la vista, no los comprendéis. Pensáis que son sólo hombres, animales, árboles, estrellas. Tienen que pasar muchos años para que, demasiado tarde, comprendáis...
El guerrero del casco de bronce, mi amigo recostado en la columna, el aguzanieve y lo que nos dijo en su canto, los versos de la canción fúnebre, todo eso, pienso hoy, puede tener un significado oculto. Sí, ¿pero cuál?
Seguía con la mirada las volutas de humo que se enroscaban y se desenroscaban en el claroscuro antes de esfumarse lentamente. Y mi alma se enlazaba al humo, se perdía lentamente en espirales azules. Largo rato pasó, mientras yo iba comprendiendo, sin ayuda de la lógica, con indecible certidumbre, el origen, el desarrollo y la desaparición del mundo. Como si estuviera inmerso de nuevo, aunque ahora sin palabras falaces ni juegos acrobáticos y descarados del espíritu, en el alma de Buda. Este humo es la esencia de su enseñanza, estas espirales moribundas son la vida, que desemboca impaciente, feliz, en el nirvana azul...
Suspiré suavemente. Y como si el suspiro me hubiera trasladado al minuto presente, miré en torno de mí y apareció a mi vista la mísera barraca de leño y, colgado a la pared, un espejito sobre el que caía, deshaciéndose en chispas, el primer rayo del sol. Enfrente, sobre el jergón, Zorba, sentado, me daba la espalda y fumaba.
De golpe surgió en mi recuerdo, con todas sus peripecias tragicómicas, la jornada de la víspera. Olores de violetas agitadas en el aire —violetas, agua de colonia, almizcle y ámbar—; un loro, un ser casi humano transformado en loro, que golpeaba con las alas los alambres de la jaula, al tiempo que llamaba a un antiguo amante; y una vieja mahona, galera desvencijada, único resto de perdida armada, que relataba remotos combates navales...
Zorba oyó mi suspiro, sacudió la cabeza y se volvió hacia mí.
—No hemos obrado bien —murmuró—; no, no hemos obrado bien, patrón. Te divertiste, yo también, y ella nos ha visto, la pobrecilla. Y esa manera de retirarte, sin cortejarla siquiera una pizca, como si fuera una vieja de mil años, ¡qué vergüenza! No es tener cortesía, eso, patrón, no es así como debe comportarse un hombre, permíteme que te lo diga. Al fin de cuentas, ella es una mujer, ¿no? Una criatura débil, quejumbrosa. Menos mal que me quedé yo a consolarla.
—¿Qué me estás diciendo, Zorba? —respondí—. ¿Crees de veras que todas las mujeres no piensan más que en eso?
—Sí, no piensan más que en eso, patrón. Escucha lo que te digo, yo que he visto cosas y las he hecho de todos colores... La mujer sólo piensa en eso, te aseguro; es una criatura enferma, melindrosa. Si no le dices que la amas y que la deseas, llora. Puede que ella, a su vez, no te desee, y hasta es posible que le asquees, y que esté decidida a decirte que no. Pero ésa es otra historia. Cuantos la ven tienen que desearla. Es lo que quiere, la pobre. Entonces, ¿qué te cuesta darle gusto?
»Mira, yo tenía una abuela que debía de andar por los ochenta años. Una verdadera novela la historia de la vieja aquella. Pero, bueno, esto también pertenece a otro capítulo... Así, pues, como te digo, debía de contar ya sus ochenta añitos, y enfrente de nuestra casa vivía una joven fresca como una flor. Kristalo era su nombre. Cada sábado por la noche, nosotros, los boquirrubios del pueblo, nos reuníamos para beber unas copas y el vino nos ponía alegres. Nos colocábamos una ramita en la oreja, un primo mío traía su guitarra y nos íbamos a brindarle serenatas. ¡Qué ardor! ¡Qué apasionamiento! Berreábamos como búfalos en celo. Todos la queríamos y cada sábado por la noche íbamos en tropel para que ella escogiera.
»Pues bien, ¿lo creerás, patrón? Es un misterio que lo deja a uno azorado: existe en la mujer una llaga que no cierra nunca. Todas las llagas cicatrizan, pero ésa, a pesar de lo que te afirmen tus libracos, no cicatriza jamás. ¿Qué, aun cuando la mujer tenga ochenta años? Pues sí, señor, esa llaga queda siempre abierta.
»De manera, pues, que todos los sábados la vieja acercaba su jergón a la ventana, tomaba a ocultas su espejito y, ¡anda!, se peinaba las pocas crines que le quedaban, separándolas cuidadosamente con una raya en el medio. Observaba de soslayo en torno para que no la sorprendieran; si alguien se acercaba se apelotonaba tranquilamente como una mosquita muerta y simulaba estar dormida. ¡Pero qué dormir! Si estaba esperando la serenata... ¿A los ochenta años? Ya ves qué misterio es la mujer, patrón. A mí ahora eso me da ganas de llorar. Pero en aquel tiempo era un atolondrado que no comprendía y me causaba risa. Un día me irritó su conducta. Me reprendía por mi inclinación a las faldas, entonces yo le canté las verdades que le cuadraban, sin lástima: "¿Para qué te frotas los labios con hojas de nogal todos los sábados y te peinas de raya al medio? ¿Te imaginas, acaso, que para ti es la serenata? Nosotros a quien queremos es a Kristalo, tú no eres sino un cadáver ¡apestas el aire!"
»¡Créelo, patrón! Ese día comprendí qué cosa es la mujer. Dos lágrimas brillantes manaron de los ojos de la abuela. Se enroscó como una perra y la barbilla le temblaba. "¡Kristalo!", le grité acercándome a ella para que me oyera bien, "¡Kristalo!" Es una bestia feroz el joven, la juventud es inhumana y cerrada a toda comprensión. Mi abuela alzó al cielo los descarnados brazos y exclamó: "¡Te maldigo desde lo más hondo del corazón!" Y desde aquel día fue rodando cuesta abajo. Se debilitó visiblemente y dos meses después entregó el alma al demonio. En la hora de su agonía me vio cerca; sopló como una tortuga y tendió la mano seca para cogerme: "¡Tú me diste el golpe mortal, Alexis maldito! ¡Que mi maldición caiga sobre ti! ¡Que padezcas lo que yo he padecido!"
Zorba sonrió.
—¡Ah! ¡No falló la maldición de la vieja! —dijo acariciándose el bigote—. Ya entré, supongo, en los sesenta y cinco años de mi edad, pero aun cuando hubiera de vivir cien, nunca sentaría juicio. Siempre llevaré un espejito en el bolsillo y no pararé de perseguir a la especie hembra.
Sonrió de nuevo, arrojó el cigarrillo por el tragaluz y se desperezó.
—Tengo muchos defectos —dijo—; pero ése es el que me matará.
Salióse de la cama.
—Dejemos estas historias, basta de charla. ¡Hoy se trabaja!
Se vistió en un santiamén, calzóse y salió.
Yo rumiaba las palabras de Zorba, con la barba apoyada en el pecho, y de repente acudió a mi memoria una lejana ciudad cubierta de nieve. Me había detenido en la contemplación de una enorme mano de bronce, en una exposición de obras de Rodin, la
Mano de Dios
. La palma a medio cerrar contenía a un hombre y a una mujer, enlazados, extáticos, que luchaban y confundían en una sola masa ambos cuerpos.
Allegóse una joven y se detuvo a mi lado. Ella también, miraba, turbada, el inquietante y eterno enlace del hombre y la mujer. Era una joven delgada, bien vestida, de espesa cabellera rubia, mentón saliente, labios estrechos. Había en ella algo como decisión y virilidad. Y yo, que me resisto a entablar conversaciones fútiles, no sé a qué fuerza superior hube de ceder, pues volviéndome hacia ella, le pregunté:
—¿Qué le sugiere a usted?
—¡Si uno pudiera librarse! —murmuró con despecho.
—¿Para ir adónde? La mano de Dios está en todo lugar. No hay salvación. ¿Lo lamenta usted?
—No. Puede ser que el amor resulte el goce más intenso que se sienta en este mundo. Puede ser. Pero viendo esta mano de bronce, deseo evitarlo.
—¿Prefiere usted la libertad?
—Sí.
—¿Y si resultara al fin que sólo cuando obedecemos a la mano de bronce somos libres? ¿Si la palabra "Dios" no tuviera el sentido cómodo que le atribuye el vulgo?
Me miró intranquila. Sus ojos eran grises, metálicos, y sus labios secos y amargos.
—No comprendo —dijo, y se alejó.
Así como entonces desapareció de mi vista, lo mismo había desaparecido de mis recuerdos. Sin embargo, vivía sin duda en mí, bajo la losa de mi pecho, y hoy, en esta costa desierta, surge de pronto desde lo íntimo de mi ser, pálida y dolorida.
Sí, me había comportado mal, Zorba estaba en lo cierto. Buen pretexto aquella mano de bronce. El primer contacto había sido feliz. Puesto el cebo de las primeras palabras dulces, poco hubiera costado después que nos enlazáramos y nos uniéramos en la mano de Dios. Pero yo me había lanzado impetuosamente en un vuelo de la tierra al cielo, y la mujer asustada había huido de mí.
El viejo gallo cantó en el patio de doña Hortensia. Ya había entrado el día, todo blancura, por la ventanuca. Me levanté de un salto.
Comenzaban a llegar los obreros con picos, palancas y azadones. Oía cómo Zorba estaba dando órdenes. Él se había entregado sin demora a su tarea; advertíase en él al hombre que sabe mandar y tiene sentido de su responsabilidad.
Asomé la cabeza por el ventanillo y lo vi, de pie, alto y firme, entre unos treinta hombres flacos, rudos, atezados, de angostas cinturas. Tendía el brazo imperiosamente, las palabras surgían de sus labios breves y precisas. En cierto momento cogió del cuello a un menudo mocito que estaba murmurando y se adelantaba vacilante:
—¿Tienes que decir algo, tú? —le gritó—. ¡Pues dilo en alta voz! Los refunfuños no me agradan. Para el trabajo, es necesario estar bien dispuesto. Si no lo estás, márchate a la taberna.
Entonces apareció doña Hortensia, despeinada, caídas las mejillas, sin afeites, llevando una holgada camisa poco limpia y arrastrando unas chancletas de talón torcido. Tosió con esa tos de las viejas cantantes, ronca como un rebuzno, se detuvo y miró a Zorba con orgullo. Enturbiáronsele los ojos. Tosió de nuevo para que él la oyera y pasó meneándose, con marcado contoneo de las ancas, muy junto a él. Por el espesor de un cabello no lo rozó al pasar. Pero Zorba ni siquiera se volvió a mirarla. Le quitó a uno de los obreros un trozo de galleta de cebada y un puñadito de aceitunas.
—¡Vamos, muchachos —gritó—, persignaos, en nombre de Dios!
Y a largas zancadas se llevó consigo al equipo directamente hacia la montaña.
No he de describir aquí el trabajo en la mina. Para eso sería necesaria mucha paciencia y yo carezco de ella. Habíamos alzado, con cañas, mimbre y latas de nafta vacías, una barraca cerca del mar. Al amanecer, Zorba se levantaba, cogía el azadón, entraba en la mina antes que los obreros, cavaba una galería, la abandonaba, encontraba una veta de lignito que brillaba como hulla y poníase a bailar jubiloso. Algunos días después la veta se agotaba y Zorba se echaba al suelo, de espaldas, y con los pies y las manos en alto le hacía la higa al cielo.
Había tomado a pecho el trabajo. Ya ni me consultaba. Desde los primeros días, toda preocupación, toda responsabilidad, habían pasado de mi persona a la suya. Él se encargaba de decidir y de ejecutar. Yo, de pagar los platos rotos. Lo que, por lo demás, no me disgustaba. Pues, bien lo advertía yo, esos meses habrían de quedar señalados en mi vida entre los más dichosos. Así, habida cuenta de todo, tenía clara conciencia de estar pagando mi felicidad a muy poco precio.
Mi abuelo materno vivía en una aldea de Creta. Cada anochecer tomaba la linterna y se iba a dar una vuelta por el pueblo, para ver si acaso algún forastero había llegado; si así era, lo llevaba consigo a su casa, le servía abundante comida y buena bebida y, luego, acomodándose en el diván, encendía el largo chibuquí, y se dirigía a su huésped —para el que había llegado el momento de satisfacer la deuda— diciéndole imperiosamente:
—¡Cuéntame!
—¿Contarle qué, tío Mustoyoryi?
—Lo que eres, quién eres, de dónde vienes, qué ciudades y aldeas vieron tus ojos, todo, cuéntamelo todo. ¡Vamos, habla!
Y el huésped comenzaba a contar, revueltamente, verdades y mentiras, mientras mi abuelo fumaba en el chibuquí, lo escuchaba atento y viajaba en su compañía, tranquilamente sentado en el diván. Y si el huésped le agradaba, decíale:
—Mañana te quedas conmigo, no te marchas. Tienes todavía muchas cosas que contar.
Mi abuelo no había salido nunca de su aldea, ni siquiera habíase llegado hasta Candía o hasta La Canea. ¿Para qué ir allá?, decía. Hay caniotas y candiotas que pasan por aquí, Candía y La Canea vienen a mí, ¡que la paz sea con ellas! ¿Para qué he de ir yo hasta allá?
Yo reproduzco hoy en esta ribera cretense la manía de mi abuelo. Yo también he dado con un huésped, como si lo hubiera buscado a la luz de la linterna. No lo dejo que se vaya. Me cuesta mucho más que una cena, pero lo merece. Noche a noche lo espero después del trabajo, hago que se siente frente a mí, comemos juntos, y llegado el momento en que ha de pagar, le digo: ¡Cuenta! Fumo en mi pipa y escucho. ¡Cómo ha explorado la tierra, este huésped mío, cómo ha explorado el alma humana! No me canso ni me harto de escucharlo.
—¡Cuéntame, Zorba, cuéntame!
Y al instante, evocada por esas palabras, toda la Macedonia se tiende ante mí, se instala en el breve espacio que media entre Zorba y yo, con sus montañas, sus bosques y sus torrentes, sus
comitadjis
, sus mujeres infatigables en el trabajo, sus hombres sólidos. El Monte Atos, también, con sus veintiún monasterios, sus arsenales y sus holgazanes nalgudos. Zorba menea el cuello al fin de sus cuentos de monjes y exclama con una carcajada:
—¡Dios te guarde, patrón, del trasero de los mulos y del delantero de los monjes!
Cada noche, Zorba me lleva de paseo por Grecia, Bulgaria y Constantinopla; cierro los ojos y veo. Ha recorrido los Balcanes embrollados y atormentados, lo ha observado todo con sus ojillos de halcón, que abre desmesuradamente a cada instante, llenos de estupor. Las cosas a las que nosotros nos hallamos acostumbrados y ante las cuales pasamos indiferentes, se le presentan a Zorba como tremendos enigmas. Si ve a una mujer que pasa, se detiene estupefacto:
—¿Qué misterio es éste? —pregunta—. ¿Qué es una mujer y por qué nos sorbe el seso tan fácilmente? ¿Qué significa eso, dímelo tú?
Con idéntico estupor plantea el interrogante en presencia de un hombre, de un árbol en flor, de un vaso de agua fresca. Zorba ve cada día a todas las cosas por vez primera.
Ayer nos habíamos sentado ante la barraca. Después de beber un vaso de vino me preguntó alarmado:
—¿Qué viene a ser, en verdad, esta agua enrojecida, patrón? Dilo. Una vieja cepa echa ramas, hay en ellas unos como adornos ácidos colgados, y pasa el tiempo, y el sol los madura: se ponen dulces como miel y se les llama entonces uvas; se las pisa, se pone el zumo extraído en unos toneles; allí fermenta solo, se le destapa el día de San Jorge-bebedor ¡Y es vino! ¡Qué prodigio! Bebes el zumo rojo y tu alma se te acrecienta, no cabe ya dentro de tu pellejo, se siente con ánimos de desafiar a Dios mismo a que lidie contigo. ¿Qué significa eso, patrón? Explícamelo tú.