Alexis Zorba el griego (34 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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—El cordero que comiste habla por tu boca, Zorba. Pero la verdad es que el cordero que comiste se te ha cambiado en lobo.

—¡Viejo, el cordero que comí se cambió en Zorba, y el que te habla es Zorba, escucha lo que te está diciendo! Después echarás cuantas pestes quieras a mi cuenta. Yo soy un Sinbad el Marino; no porque haya corrido mucho mundo, no, en modo alguno. Sino porque robé, maté, mentí, traté a infinidad de mujeres y violé los mandamientos. ¿Cuántos son? ¿Diez? ¡Por qué no, veinte, cincuenta, cien, para faltar a todos ellos! Y, sin embargo, si Dios existe, no tendré miedo cuando me toque presentarme ante Él. No sé cómo decírtelo para que lo entiendas. Para mí, creo que todo eso no tiene ninguna importancia. ¿Acaso se dignaría Dios prestar atención a unos gusanos y llevar cuenta de lo que hicieren? ¿Y se enojaría, tronaría, revolviéndose la bilis sólo porque uno de ellos dio un traspié, o acarició a la hembra del gusano vecino, o tragó un bocado el Viernes Santo? ¡Bah! ¡Cuentos de popes, ahítos de sopa!

—Bien está, Zorba —le dije por excitarlo—, bien está; no te pregunta Dios qué has comido, sino cómo te has portado.

—¡Pues yo te digo que ni eso pregunta! ¿Cómo lo sabes, grandísimo burro de Zorba?, dirás tú. Lo sé, estoy convencido, porque yo mismo procedería de igual manera: si tuviera dos hijos, uno juicioso, formal, ahorrativo, piadoso, y el otro pícaro, comilón, calavera, sin ley, yo los acogería a ambos a mi mesa, sin duda; pero por cierto también que mayor afición le tendría al segundo. ¿Quizás porque se parecería a mí? Pues ¿quién te dice que no me parezco yo más a Dios que el pope Stéfano, cuyo único afán es pasarse los días y las noches en genuflexiones y apañando dinero? Dios se regala, mata, comete injusticias, trabaja, emprende cosas imposibles, lo mismo que yo. Come lo que le agrada, se lleva las mujeres que quiere; tú ves a una mujer fresca como una rosa que anda por el mundo regocijándote el corazón; de repente, la tierra se abre y la mujer desaparece. ¿A dónde ha ido? ¿Quién se la llevó? Si era honesta, la gente dice: "Dios se la llevó." Si era una cualquiera, dicen: "El diablo cargó con ella." Pero yo, patrón, te digo y te repito: ¡Dios y diablo, todo es uno!

Tomó Zorba su bastón; calzó el gorro algo inclinado, gallardamente; me miró con lástima y se le movieron los labios como si quisiera decir algo; mas nada dijo y se marchó a paso vivo, alta la frente, hacia la aldea.

Yo veía, a la luz crepuscular, cómo se movía sobre el guijarral su sombra gigantesca que remolineaba el bastón. Toda la playa se animaba al paso de Zorba. Bastante rato estuve escuchando el rumor de sus pasos que amenguaba poco a poco. Y de pronto, en cuanto me sentí solo, me alcé de un brinco. ¿Por qué? ¿Para ir a dónde? No lo sabía. En mi espíritu nada se había decidido. Sólo mi cuerpo se movía. Él, sólo él, resolvía sin consultarme.

—¡Adelante! —dije con tono enérgico, como si diera una orden.

Me encaminé hacia la aldea con paso decidido y rápido. De cuando en cuando me detenía para aspirar el hálito primaveral. La tierra olía a manzanilla y al aproximarme a los huertos llegábanme a soplos los aromas de limoneros, de naranjos, de laureles en flor. En occidente, la estrella vespertina comenzó su danza jubilosa.

—¡Mar, mujer, vino, trabajo afanoso! —murmuraba yo, repitiendo a pesar mío las palabras de Zorba, mientras caminaba—. ¡Mar, mujer, vino, trabajo afanoso! ¡Lanzarse de cabeza en el trabajo, en el vino, en el amor, sin temor de Dios ni del diablo, tal es la juventud! —Y me lo repetía, cual si tratara de darme ánimos, mientras seguía avanzando.

De pronto quedé plantado. Como si hubiera llegado a destino. ¿A cuál? Miré: me hallaba frente al huerto de la viuda. Detrás del cerco de juncos y de higuera de tuna, suave voz femenina tarareaba una canción. Acerquéme, separé los juncos: junto a un naranjo, una mujer vestida de negro, de pechos abundantes, cortaba ramas florecidas y cantaba. En el crepúsculo, le brillaba la parte alta del pecho, descubierta.

Se me cortó el aliento. Es un felino, pensé, es un felino y sabe que lo es: ¡qué insignificantes criaturas, dementes, extravagantes, sin fuerzas de resistencia, han de ser los hombres para ella! Semejante a algunos insectos, la manta religiosa, la saltona, la araña, ésta también, a la vez harta e insaciada, debe de devorar al macho cuando asome la hora del alba.

¿Sintió la viuda el peso de mi mirada? Interrumpió de pronto su cantar y volvió la cabeza hacia mí. En un relámpago se cruzaron nuestras miradas. Se me doblaron las rodillas, cual si entreviera al través de los juncos a un tigre en acecho.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz ahogada, mientras se cubría el pecho con el manto. Se le oscureció el rostro.

A punto estuve de echar a correr. Pero las palabras de Zorba repercutieron en mi corazón, afirmándolo y dándole fuerzas: Mar, mujer, vino...

—Soy yo —respondí—, soy yo, abre.

No bien lo dije me dominó el terror. Sentí nuevamente ganas de huir de allí, pero las contuve, avergonzado.

—¿Y quién eres tú?

Dio un paso adelante, lento, prudente, silencioso; alargó el cuello, entornó los ojos para ver mejor; dio otro paso, inclinando algo el cuerpo, a la espera.

De pronto se le iluminó el rostro. Asomó la punta de la lengua y se la pasó por los labios.

—¿El dueño de la mina? —dijo, y lo dijo ya con voz más firme.

Adelantó otro paso, encogida, como pronta para dar un salto.

—¿El dueño? —repitió con voz sorda.

—Sí.

—¡Ven!

Era día claro ya. Zorba estaba de regreso, sentado ante la cabaña. Al parecer, me esperaba, fumando y contemplando el mar.

En cuanto me vio, alzó la cabeza y apoyó en mí la mirada. Le palpitaron las fosas nasales como a un lebrel; tendió el cuello, aspiró profundamente, como si me olfateara. Y, repentinamente, la satisfacción le resplandeció en el semblante: había percibido en mí la huella de la viuda.

Se levantó muy despacio, sonrió con todo su ser y tendió los brazos:

—¡Yo te bendigo! —dijo.

Me acosté; cerré los ojos. Oía el respirar tranquilo del mar, con ritmo mecedor y parecíame que subía y bajaba flotando en la cresta de una ola como las gaviotas. Suavemente mecido por aquel rumor, me adormecí y soñé: vi en sueños algo así como a una negra gigantesca en cuclillas, ante lo que me pareció antiguo templo ciclópeo de granito negro. Yo daba vueltas en torno de ella para descubrir la entrada, angustiado; apenas si con toda mi estatura alzaba más que el dedo gordo de su pie. De pronto, al dar la vuelta al talón de la negra, divisé una puerta tenebrosa semejante a una gruta; una voz tonante me ordenó: "¡Entra!"

Y entré.

Cerca de mediodía desperté. El sol, colándose por el ventanuco, daba en las sábanas de la cama y hería con tal intensidad el cristal de un espejito colgado a la pared que parecía quebrarlo en mil pedazos.

Volvióme a la memoria el sueño de la negra; el mar roncaba; cerré los ojos, sintiéndome feliz. El cuerpo liviano y satisfecho, reposaba cual la fiera que salió de caza, atrapó la presa, la devoró y tendida al sol se relame. El alma, como otro cuerpo, descansaba también en su saciedad. Dijérase que para cada uno de los problemas vibrantes y complejos que la atormentaban había hallado maravillosa y sencilla solución.

Toda la alegría de la noche anterior resurgía desde lo íntimo de mi ser, ramificándose e irrigando abundantemente la tierra de que estoy hecho. Tendido así, con los ojos cerrados, parecíame escuchar el crujido del crecimiento de mi ser. Por vez primera percibí tan nítidamente esa noche que el alma es carne, más móvil, quizás, más diáfana, más libre, pero carne. Y que la carne es alma, un tanto soñolienta, fatigada por el largo andar, agobiada por pesadas cargas hereditarias.

Sentí el paso de una sombra sobre mí; abrí los ojos: Zorba estaba en el umbral y me miraba contento.

—¡No despiertes todavía, muchacho, no despiertes! —me dijo quedamente con ternura muy maternal—. Hoy es día festivo, duérmete.

—Bastante he dormido —dije incorporándome.

—Te preparé un huevo batido —dijo sonriendo—; reconforta.

Sin contestarle, corrí hacia la playa, me sumergí en el mar y me sequé tendido al sol. Pero todavía percibía cierto olor suave y persistente en las fosas nasales, en los labios, en la punta de los dedos. Olor a agua de azahar, o de aceite de laurel, con que se untan los cabellos las mujeres de Creta.

Ayer estuvo ella cortando una brazada de ramas florecidas de naranjo, para ofrendárselas esta noche a Jesús, a la hora en que los labradores danzan bajo los álamos blancos de la plaza y está desierta la iglesia. El iconostasio de la cabecera de su cama cubierto de flores de limonero, mostraba entre las flores el rostro afligido de la Virgen de grandes ojos rasgados.

Zorba se acercó para dejar junto a mí la taza con el huevo batido, dos naranjas y un bollo pascual. Servía sin ruido, dichoso como una madre cuyo hijo hubiera regresado de la guerra. Me dirigió una mirada acariciadora y se marchó.

—Voy a plantar algunos postes —dijo.

Yo masticaba tranquilamente al sol y experimentaba un bienestar físico como si nadara en el mar fresco y verde. No le permitía a mi alma que se apropiara de la alegría carnal y la amasara a su modo para convertirla en pensamiento. Dejaba que el cuerpo se sintiera jubiloso de la cabeza a los pies, como un animal satisfecho. A veces, sólo concedía al éxtasis que echara una mirada en torno de mí, dentro de mí, para contemplar el milagro del mundo: ¿Qué ocurre?, decía para mí. ¿Cómo pudo ser que el mundo se adapte tan bien a nuestros pies, a nuestras manos, a nuestro vientre? Cerraba de nuevo los ojos y callaba.

En cierto momento me levanté, entré en la cabaña, tomé el manuscrito del
Buda
y lo abrí. Había llegado a las páginas finales. Buda, acostado a la sombra del árbol flor, alzaba la mano y ordenaba a los cinco elementos que lo integraban —tierra, agua, fuego, aire, espíritu— que se disolvieran al instante.

Ya no tenía yo necesidad de aquella faz de mi propia angustia; la había sobrepasado; había cumplido mi servicio junto a Buda; alcé yo también la mano, pues, y le ordené a Buda que se disolviera en mí.

A toda prisa, mediante el empleo de conjuros todopoderosos, las palabras, iba desmenuzando su cuerpo, su alma, su espíritu. Sin compasión, tracé las últimas palabras del escrito, lancé el postrer grito de alivio, puse con lápiz mi nombre al pie. Aquello estaba terminado.

Busqué un bramante grueso y con él até fuertemente el manuscrito. Experimenté curiosa alegría, como si ligara de pies y manos a un enemigo temible, o lo sujetara cual hacen los salvajes con sus muertos queridos para evitar que se salgan de sus sepulcros y se conviertan en aparecidos.

Una niñita descalza llegó corriendo. Vestía ropas amarillas y estrechaba en la mano un huevo rojo. Se detuvo y me miró con ojos espantados.

—Bien —le dije sonriendo para animarla—, ¿buscas algo?

Resopló y me contestó con vocecilla jadeante:

—Dice la señora que vayas. Está en cama. ¿Eres tú el que llaman Zorba?

—Bien, gracias, iré.

Le puse en la otra manita un huevo rojo; lo apretó contra sí y salió a todo correr.

Me levanté y emprendí el camino. Los rumores de la aldea se aproximaban: dulce son de la lira, gritos, disparos de fusil, canciones alegres. Cuando llegué a la plaza, se hallaban reunidos mozos y mozas al pie de los álamos de follaje nuevecito y se aprontaban para la danza. Alrededor, sentados en bancos, los viejos apoyaban la barba en el puño del bastón y miraban. Más atrás, las viejas, de pie. En medio de los bailarines dominaba el célebre tocador de lira, Fanurio, puesta una rosa de abril en la oreja. Con la mano izquierda sujetaba la lira apoyada en la rodilla, con la derecha probaba el arco adornado con rumorosos cascabeles.

—¡Cristo resucitó! —les grité al pasar.

—¡En verdad, ha resucitado! —respondió un coro jovial.

Eché rápida mirada al conjunto: mozos bien plantados, de angosta cintura, vestían amplias bragas y llevaban atado a la cabeza el pañuelo, cuyas puntas les caían sobre la frente y las sienes como mechones rizados; mocitas, de collares hechos con monedas y ceñidas con pañoletas bordadas, que esperaban palpitantes, puestas las miradas en el suelo.

—¿No te dignarás quedarte con nosotros, amo? —preguntaron algunos.

Yo pasé de largo.

Doña Hortensia estaba en su gran cama, único mueble que le permaneciera fiel. Le ardían de fiebre las mejillas y tosía.

No bien me vio suspiró quejosa:

—¿Y Zorba, compadre, y Zorba?...

—No anda bien. Desde el día en que enfermaste, cayó enfermo él también. Tiene continuamente en la mano tu retrato y no aparta los ojos de él, suspirando sin cesar.

—Háblame, háblame aún... —murmuró la pobre sirena, cerrando los ojos, contenta.

—Me envía a preguntarte si deseas algo. Él vendrá esta noche, me lo aseguró, aunque apenas puede tenerse en pie. No soporta el estar separado de ti.

—Habla, habla, habla aún...

—Recibió telegramas de Atenas. Los vestidos de bodas están terminados, las coronas prontas, vienen ya por mar... junto con los cirios blancos de cintas rosadas...

—Sigue, sigue...

El sueño la venció; la respiración tomó diferente ritmo; poco después deliraba. La habitación olía a agua de colonia, a amoníaco y a sudor. Por la ventana abierta llegaba el acre olor de la gallinaza y de las cagarrutas de conejo esparcidas por el patio.

Me deslicé fuera de la pieza. En la puerta di con Mimito que ese día llevaba puestas las botas y bragas nuevas; de la oreja le colgaba una ramita de albahaca.

—Mimito —le dije—, corre hasta el pueblo de Kalo y tráete al médico.

Mimito ya se había quitado las botas para no gastarlas con la marcha, y las tenía bajo el brazo.

—Busca al médico, salúdalo en mi nombre, dile que monte su mula sin tardanza y que venga cuanto antes. La señora, se lo dirás, está muy enferma. Tomó frío, la pobrecilla; tiene fiebre alta, se muere. Dile todo eso. ¡Corre!

—¡Hop! ¡Hop! Voy.

Se escupió en las manos, las frotó alegremente una con otra, pero no se movió. Me miraba con gesto contento.

—¡Anda, te digo!

No se movía. Me guiñó un ojo y con satánica sonrisa me dijo:

—Patrón, llevé a tu casa una botella de agua de azahares, como regalo.

Se interrumpió, esperando que le preguntase quién me la enviaba. Pero yo callé.

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