Las eternas preguntas, inútiles, tontas: ¿por qué?, ¿para qué?, vuelven una vez más a envenenar el corazón. Esa ánfora inacabada, contra la cual se había quebrado el vuelo jubiloso y firme de la inspiración del artista, os embebe el alma de amargura.
De repente, un pastorcillo bronceado por el sol, de negras rodillas, atado a la cabeza el pañuelo de listas coloreadas que le envolvía los rizados cabellos, apareció subido a una piedra junto al palacio real derribado.
—¡Eh, amigo! —me gritó.
Yo prefería estar solo, por lo cual hice como que no lo oía. Pero el pastorcillo se rió burlonamente:
—¡Eh, no simules que estás sordo! ¡Eh, amigo! ¿Tienes cigarrillos? Dame uno; en este desierto me aburro mucho.
Cargó las últimas palabras con tal tristeza que me dio lástima.
Yo no tenía cigarrillos, quise darle dinero. Pero se disgustó.
—¡Al demonio el dinero! —exclamó—. ¿Qué hago con él? Lo que me pasa es que me aburro ¡dame un cigarrillo!
—¡No tengo —le dije apenado—, no tengo!
—¡No tienes! —gritó exasperado, golpeando violentamente el suelo con el cayado—. ¿Qué llevas, entonces, en esos bolsillos tan hinchados?
—Un libro, un pañuelo, papel, un lápiz, un cortaplumas, —contesté extrayendo uno a uno tales objetos del bolsillo—. ¿Quieres que te dé el cortaplumas?
—Poseo uno. Tengo de todo: pan, queso, aceitunas, un cuchillo, una lezna, cuero para hacer botas, una cantimplora de agua, de todo, de todo. Lo que me faltan son cigarrillos ¡y es como si careciera de todo! ¿Y qué andas buscando, tú, en las ruinas?
—Contemplo las antigüedades.
—¿Y qué ganas con eso?
—¡Nada!
—Yo tampoco. Ésos han muerto, nosotros vivimos. ¡Ea, vete! ¡Que Dios te acompañe!
Dijérase que el espíritu del lugar me expulsaba de allí.
—Me voy —dije obedientemente.
Volví con paso rápido al sendero, presa de leve ansiedad.
Un momento después miré hacia el pastorcillo aburrido y lo vi de pie en la piedra. Los cabellos rizados se le escapaban del pañuelo negro y flotaban agitados por el viento del sur. De la cabeza a los pies le daba plenamente la luz: semejaba una estatua en bronce de efebo; ahora había cruzado el cayado en la espalda y silbaba.
Busqué otro camino y comencé a bajar hacia la costa.
De tanto en tanto envolvíanme cálidos soplos aromados por los huertos cercanos. La tierra estaba embalsamada, el mar riente, el cielo azul, brillante como acero.
El invierno nos encoge el cuerpo y el alma; ahora llega el calor que nos dilata el pecho. Mientras avanzaba, oí de repente roncos graznidos en lo alto. Alcé la cabeza y vi el estupendo espectáculo que desde la infancia me ha asombrado siempre: las grullas, volando como una flota aérea en orden de combate, volvían de las regiones cálidas trayendo consigo, según lo afirma la leyenda, a las golondrinas, amparadas en sus alas y en los huecos profundos de sus cuerpos.
El ritmo infalible del año, la rueda rodante del mundo, las cuatro fases de la tierra que una tras otra se exponen a los rayos del sol, la vida que se va, todo ello sustentaba de nuevo mi cavilar opresivo. De nuevo repercutía en mi alma, con el grito de las grullas, la terrible advertencia de que esta vida es única, para todos los hombres, que no existe otra vida, que todo cuanto puede gozarse, sólo aquí se ha de gozar. No volveremos a tener en lo eterno de los tiempos otra probabilidad como ésta.
El espíritu capaz de escuchar la advertencia implacable —y a la vez tan piadosa— se decide enérgicamente a vencer las mezquindades y flaquezas propias, a triunfar de la pereza, de las grandes esperanzas engañosas, y a prenderse con dientes y uñas a cada segundo que pasa y se va para no volver. Numerosos ejemplos acuden a la memoria, veis con meridiana claridad que sólo sois un hombre perdido, que vuestra vida se consume en minúsculas satisfacciones y en aflicciones mínimas, agotada en la hueca vanidad de las palabras. ¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia!, exclamáis mordiéndoos los labios.
Pasaron las grullas rasgando el cielo; ya han desaparecido hacia el norte; sin embargo, siguen graznando sus voces roncas y vuelan sin descanso desde una de mis sienes a la otra.
Llegué al mar. Caminaba muy junto al agua a paso rápido. ¡Cuán angustioso es caminar uno solo por la orilla del mar! Cada ola, cada pájaro del cielo os llaman para recordaros vuestro deber. Cuando vais acompañados, riendo y charlando, no oís lo que dicen olas y pájaros. Puede ser, también, que no digan nada. Os miran mientras pasáis envueltos en vanas chácharas, y callan.
Me tendí en la arena seca, cerré los ojos. ¿Qué es el alma, pensé, y qué vínculo oculto hay entre ella y el mar, las nubes, los perfumes? Como si el alma se convirtiera de repente en mar, nube y perfume...
Al rato me levanté y reanudé la marcha decidido. ¿Decidido a qué? Lo ignoraba. Una voz me sorprendió detrás de mí:
—¿A dónde vas, guiado por Dios, amito? ¿Al monasterio?
Volví la cabeza. Un anciano robusto, rechoncho, sin bastón, con el pañuelo anudado en torno de los blancos cabellos, agitaba la mano, a guisa de saludo, sonriente. Seguíale una vieja y detrás de ella la hija de ambos, una morenita de ojos bravíos, que llevaba cubierta la cabeza con blanca mantilla.
—¿Al monasterio? —preguntó nuevamente el viejo.
Y al instante me di cuenta de que lo que tenía decidido sin saberlo era precisamente encaminarme hacia allá. Meses hacía que deseaba visitar el convento de monjas, pequeñito, edificado junto al mar; pero nunca me resolví a cumplir tal propósito. Ahora, mi cuerpo, sin intervención de la conciencia, había decidido cumplirlo.
—Sí —respondí—, voy al monasterio a escuchar las letanías de la Virgen.
—¡Así Ella te tenga en su santa gracia!
Apuró el paso para juntarse conmigo.
—¿Eres tú de la Compañía, que dicen, del carbón?
—Yo soy.
—¡Pues que la Santísima Virgen te conceda gran provecho! Siembras el bien en la aldea, das de comer a muchas familias pobres. ¡Bendito seas!
Y, al cabo de un instante, el malicioso anciano que no debía de ignorar la pésima marcha de los negocios, agregó estas palabras consoladoras:
—Y aunque no saques provecho alguno, hijo, no te aflijas. Que saldrás ganando: tu alma volará derechito al Paraíso...
—Precisamente a eso aspiro, abuelo.
—Yo carezco de mayor instrucción, pero una vez oí en la iglesia algo que dijo Cristo. Se me ha quedado grabado en la cabeza y no lo olvido: "Vende —dijo el Salvador—, vende cuanto poseas para adquirir la Gran Perla." ¿Y qué es esa Gran Perla? La salvación del alma, hijo. En cuanto a ti, mi amo, bien encaminado estás hacia la adquisición de la Gran Perla.
¡La Gran Perla! ¡Cuántas veces habrá brillado en lo íntimo de mi ser, en medio de las tinieblas, semejante a una gruesa lágrima!
Seguimos andando, los dos hombres delante, las mujeres detrás, con las manos cruzadas. De cuando en cuando emitíamos alguna observación: ¿se sostendrían a los embates del viento las flores de los olivos? ¿Acabaría por llover a tiempo para que germinara el trigo? Aparentemente, ambos sentíamos apetito, pues la conversación cayó sobre los alimentos y no nos apartamos ya del tema.
—¿Y qué plato prefieres, abuelo?
—Todos, todos, hijo mío. Gran pecado es decir: esto es bueno, esto, no.
—¿Por qué? ¿Acaso no podemos escoger entre unas cosas y otras?
—Por cierto que no, no podemos.
—¿Por qué?
—Porque hay gente que en ese mismo momento padece hambre.
Callé, avergonzado. Nunca mi corazón había alcanzado tal altura de nobleza y de compasión.
La campanita del convento sonó alegre, juguetona, como risa de mujer.
El viejo se persignó.
—¡Que la Santísima Degollada nos socorra! —murmuró—. Una cuchillada le seccionó el cuello y le mana sangre. En tiempos de los corsarios...
Y el viejo fue tejiendo la historia de los padecimientos de la Virgen, como si se tratara de los de una mujer de carne y hueso, de una joven refugiada, víctima de las persecuciones de los infieles, quienes la habrían apuñalado y ella, llorando, hubiera llegado aquí desde Oriente, con su hijo.
—Una vez cada año la llaga mana verdadera sangre —prosiguió el viejo—. Recuerdo que en cierta ocasión, el día de la Virgen, en tiempos en que yo no tenía bigotes todavía, vinimos de todos los pueblos a postrarnos ante la Santísima. Era el quince de agosto. Nosotros, los hombres, nos habíamos acostado en el patio del monasterio para pasar la noche; las mujeres en habitaciones interiores. Pues ocurrió que durante el sueño oí un grito de la Virgen. Me levanté al instante y corrí hasta el icono; púsele la mano en el cuello y, ¿qué veo? Los dedos estaban empapados en sangre...
El viejo se persignó, luego dirigiéndose a las que venían detrás de nosotros:
—¡Vamos, mujeres, ánimo —les gritó—, ánimo que ya llegamos!
Bajó la voz:
—En aquel entonces no estaba casado. Me eché de bruces, postrándome ante Nuestra Señora, decidido a dejar el mundo de apariencias y mentiras y a hacerme monje...
Riéndose interrumpió el relato.
—¿Por qué ríes, abuelo?
—¿Te parece que no hay motivo de risa, hijo? Has de saber que ese mismísimo día, durante los festejos de la celebración, el diablo en figura de mujer vino a plantarse frente a mí. ¡Era ella!
Y me indicó, sin volver la cabeza, dirigiendo el pulgar hacia atrás por encima del hombro, a la vieja que nos seguía callada.
—No la mires ahora —dijo—, que quita el hipo de fea. En aquel tiempo esta alcachofa se meneaba como un pez. "La hermosa de las largas pestañas" la llamaban ¡y a fe que no le sentaba mal el mote a la bandida! Ahora ¡ay, pobres de nosotros! ¿Qué se hicieron las pestañas? ¡El diablo las peló, que anda toda desplumada!
En ese momento, detrás de nosotros la vieja gruñó sordamente como perro arisco que la cadena sujeta. Pero no dijo una palabra.
—¡Ea, ahí está el monasterio! —dijo tendiendo el brazo.
A orillas del mar, acuñado entre dos grandes peñas, el monasterio, pequeñito, relumbraba en su blancura. En el centro, la cúpula de la capilla, recientemente encalada, pequeña y redonda como pecho de mujer; en torno de la capilla, cinco o seis celdas de puertas azules; en el patio, tres altos cipreses y, a lo largo del cercado de clausura, grandes higueras en flor.
Apuramos el paso. Melodiosas salmodias llegaban desde las abiertas ventanas del santuario; el aire salino se aromatizó de benjuí. La puerta principal, de arco de medio punto, abierta de par en par, daba al patio muy limpio, perfumado, cubierto el suelo por una capa de cantos rodados negros y blancos. A derecha e izquierda, contra las paredes, larga hilera de macetas de romero, mejorana y albahaca.
¡Qué serenidad! ¡Qué dulzura! Poníase ya el sol, pintando de rosa las blanqueadas paredes. La capillita, tibia, poco iluminada, olía a cera. Hombres y mujeres movíanse entre el humo del incienso, y cinco o seis religiosas, ceñidas en los negros hábitos, entonaban con dulces voces agudas el "Señor Omnipotente". A cada rato se arrodillaban y se oía el roce de sus vestiduras como un batir de alas.
Hacía muchos años que no escuchaba las letanías de la Virgen. En la época rebelde de la juventud, pasaba desdeñoso e irritado ante las iglesias. Con el andar del tiempo me apacigüé y asistía a veces a las solemnes celebraciones de Navidad, Vísperas, Pascua de Resurrección, y me regocijaba el renacer de mi alma de niño. El fervor místico de antaño había decaído hogaño en goce estético. Los salvajes creen que cuando un instrumento musical deja de servir en los ritos religiosos, pierde su fuerza divina, pero se le pueden arrancar entonces armoniosos sones. De igual modo, la religión habíase degradado en mí, para convertirse en arte.
Me quedé en un rincón, apoyado en una silla de coro que las manos de los fieles dejaron lisa como marfil. Escuchaba, seducido, desde las profundidades del tiempo, las melopeas bizantinas: "¡Salve, Cima inaccesible para el pensamiento humano! ¡Salve, Cima invisible hasta para las miradas de los ángeles!... ¡Salve, Esposa sin Esposo, oh, Rosa mística!...
Y las monjas de nuevo prosternadas tocaban el suelo con la frente, mientras los hábitos crujían con rumor de alas.
Los minutos pasaban cual ángeles perfumados de benjuí que llevaran lirios cerrados y cantaran loas a María. El sol se puso; el crepúsculo cayó con blandura de plumón, teñido de azul. No recuerdo cómo nos vimos de pronto en el patio, donde quedé a solas con la anciana Madre Superiora y dos monjas jóvenes, al pie del ciprés más alto. Una novicia vino a traerme la ofrenda de la cucharada de dulce, agua fresca y café, luego de lo cual la apacible charla continuó. Hablamos de los milagros de la Virgen, de la mina de lignito, de las gallinas que en ese comienzo de primavera volvían a poner, de la hermana Eudoxia enferma de histerismo, que caía de golpe en las losas de la capilla, daba botes de pez fuera del agua, se le llenaba de espuma la boca, y blasfemaba desgarrándose los hábitos.
—Tiene treinta y cinco años —agregó suspirando la Superiora—. ¡Edad maldita, horas penosas! ¡Que le conceda su gracia Nuestra Señora Degollada, y curará! Dentro de diez o quince años recobrará la salud.
—¡Diez o quince años!... —murmuré espantado.
La Superiora me atajó, severa:
—¿Qué son diez o quince años ante la eternidad?
No contesté. Yo sabía que la eternidad es cada uno de los minutos que pasan. Beséle la mano a la Superiora, mano blanca y llena, que olía a incienso, y luego me retiré.
Era noche cerrada. Dos o tres cuervos regresaban de prisa a sus nidos; las lechuzas salían de entre los troncos huecos para comer; los caracoles, las orugas, los gusanos, los musgaños, salían de las cuevas para que se los comieran las lechuzas. La misteriosa serpiente que se muerde la cola encerróme en su círculo: la tierra da a luz y devora a sus hijos, echa otros al mundo y los devora también.
Miré en torno de mí; la oscuridad era completa. Los aldeanos rezagados ya se habían marchado a su vez; la soledad reinaba, nadie me veía. Me descalcé, hundí los pies en las aguas del mar, me eché a rodar por la arena. Sentía la necesidad de tocar con el cuerpo desnudo las piedras, el agua, el aire. La palabra "eternidad" que dijo la Superiora me exasperaba, la sentía sobre mí como el lazo que captura en plena carrera a los potros indómitos, y daba saltos para librarme de él. Ansiaba tocar despojado de ropas, pecho contra pecho, a la tierra y al mar, ansiaba asegurarme de que esas cosas efímeras y bien amadas existían en la realidad.