Otra circunstancia acrecentaba ese día la intranquilidad de Zorba: cuando se disponía a bajar a la mina, el pope de la aldea, cabalgando en un mulo, se dirigía a toda prisa hacia el vecino convento para suministrar la extremaunción a una monja moribunda. Por suerte tuvo tiempo Zorba, antes que el pope le hablara, de escupir tres veces en el suelo.
—¡Buenos días, pope! —dijo entre dientes, contestando al saludo del sacerdote. Y en voz un poco baja—: ¡Tu maldición sobre mí!
Sin embargo, no le parecieron suficientes tales exorcismos y se internó con los nervios excitados en la nueva galería.
Denso olor a lignito y acetileno. Los obreros habían comenzado a afianzar los postes para sostener la galería. Zorba les dio los buenos días con tono brusco, con no habitual hosquedad; se arremangó y sin más demora comenzó a trabajar.
Unos diez obreros iban atacando el filón con los picos, amontonaban el carbón a sus pies; otros lo recogían con las palas y cargándolo en carretillas lo llevaban afuera.
De pronto, Zorba se detuvo, con una seña indicó a los obreros que pararan el trabajo, y prestó oído. Así como el jinete forma un solo cuerpo con su corcel, así como el capitán con su navío, Zorba y la mina eran uno; sentía como venas de sus carnes las galerías subterráneas, y lo que no le estaba consentido a las masas oscuras de carbón, lo sentía él con consciente lucidez humana.
Después de parar la velluda oreja, espiaba. En ese momento llegaba yo a la mina. Como movido por un presentimiento, como impelido por una fuerza ignota, me había despertado sobresaltado, me había vestido a toda prisa y había saltado afuera, sin saber por qué me apuraba tanto ni adónde tenía que ir; sin embargo, mi cuerpo, sin vacilar, tomó el camino de la mina. Llegaba precisamente en el instante en que Zorba, inquieto, paraba la oreja para escuchar.
—Nada... —dijo al cabo de un rato—. Me pareció que... ¡Al trabajo, muchachos!
Se volvió, advirtió mi presencia, frunció los labios:
—¿Subes a tomar aire fresco, patrón? Otro día vendrás a dar unas vueltas por aquí.
—¿Qué ocurre, Zorba?
—Nada... Fueron imaginaciones mías... Esta mañana temprano me he cruzado con un pope. ¡Vete!
—Si hubiera peligro, ¿no sería vergonzoso que me retirara?
—Sí
—¿Te irías tú?
—No.
—¿Entonces?
—Lo que dispongo que haga Zorba —dijo fastidiado—, no tiene nada que ver con la conducta de los demás. Pero puesto que entiendes que sería desdoroso irte, no te vayas. Quédate. ¡Tanto peor!
Con un martillo se dio a la tarea de hundir unos grandes clavos en los maderos del techo, para asegurarlos. Descolgué de un poste una lámpara de acetileno, y yendo de un lado a otro por el barro, observé el filón pardo oscuro que brillaba reflejando la luz. Bosques inmensos quedaron enterrados, millones de años transcurrieron, la tierra rumiaba, digería, transformaba, a sus criaturas: los árboles se cambiaron en lignito, el lignito en carbón; hasta que llegó Zorba y...
Colgué de nuevo la lámpara y miré cómo trabajaba Zorba. Se entregaba por entero a su labor; ninguna otra cosa se imponía en su espíritu; era una unidad juntamente con la tierra, el pico y el carbón. Era una unidad con el martillo y los clavos, en su lucha contra la madera. Sufría juntamente con el techo que se combaba. Luchaba contra la montaña entera para apoderarse, mediante la astucia, mediante la violencia, del carbón que guardaba. Zorba percibía la materia inánime con infalible seguridad y la hería sin errar allí donde era más débil, allí donde resultaba más fácil vencerla. Y tal como yo lo veía en ese momento, manchado de arriba abajo, cubierto de polvo negro, masa oscura en que sólo el blanco de los ojos brillaba, antojábaseme disfrazado de carbón para poder acercarse más cómodamente a su adversario y forzar sus defensas.
—¡Adelante, mi valiente Zorba! —exclamé impulsado por ingenua admiración.
Pero él no se volvió siquiera. ¿Cómo podría distraerse en charlar en ese momento con una rata papiróvora que, en lugar de pico, sostenía en la mano el mísero cabo de un lápiz? Él se hallaba ocupado, no se dignaba conversar.
—No me hables cuando estoy trabajando —me había dicho una tarde—, porque puede resultar que me quiebres.
—¿Que te quiebre, Zorba? ¿Qué quieres decir?
—¡Otra vez con tus preguntas inútiles! Eres como una criatura que en todo momento pregunta: ¿por qué? ¿De qué modo te lo explicaría yo? Si estoy entregado a una tarea, con el espíritu tendido, completamente tieso de la cabeza a los pies, pegado a la piedra, al carbón o al
santuri
, y tú vienes y bruscamente me tocas, o me hablas de repente, y yo para atender me vuelvo, puedo muy bien quebrarme. ¡Eso es todo!
Miré mi reloj pulsera: las diez.
—Es hora de tomar un bocado, amigos —dije—. Ya trabajaron mucho.
Los obreros dejaron al instante las herramientas en un rincón, enjugáronse las caras sudorosas y se dispusieron a salir de la galería. Zorba, entregado a su labor, no había oído. Y aunque hubiera oído, no se hubiera movido de allí. Porque ahora volvía a parar la oreja, inquieto.
—Esperen —dije a los obreros—, ¡un cigarrillo!
Metí la mano en el bolsillo, los obreros esperaban.
De repente, Zorba manifestóse sobresaltado. Pegó el oído a la pared de la galería. Al fulgor de la lamparilla, yo le veía la boca convulsivamente abierta.
—¿Qué te pasa, Zorba? —exclamé.
Pero en ese momento pareció que todo el techo de la galería temblaba sobre nuestras cabezas.
—¡Váyanse! —gritó Zorba con voz ronca—. ¡Váyanse!
Nos precipitamos hacia la salida; mas no habíamos llegado al primer arco de sostén cuando otro crujido más intenso nos sorprendió. Zorba, en tanto, alzaba un grueso tronco con el propósito de calzarlo en apoyo del arco que cedía. Si alcanzaba a cumplir su intento con suficiente rapidez, quizás el techo resistiera unos segundos, permitiéndonos salir de allí.
—¡Váyanse! —repitió la voz de Zorba, ahogada ahora, como si surgiera de las entrañas de la tierra.
Todos, con la cobardía que suelen mostrar los hombres en los momentos de peligro, nos echamos afuera, sin preocuparnos por la suerte de Zorba. Sin embargo, segundos después reaccionaba yo y me lancé hacia él.
—¡Zorba! —grité—. ¡Zorba!
Me pareció que gritaba ese nombre; pero pronto comprendí que no había salido el grito de mis labios: el miedo ahogaba mi voz.
Me sentí avergonzado. Adelanté un paso, tendiendo los brazos. En ese momento, Zorba, tras dejar afirmado el grueso puntal, resbalando en el barro, dio un salto hacia la salida. En la penumbra, arrastrado por el impulso, se echó contra mí. Sin quererlo nos hallamos uno en brazos del otro.
—¡Salgamos! —exclamó con voz ahogada—. ¡Salgamos pronto!
Nos echamos a correr y salimos a la luz. Los obreros amontonados a la entrada, espiaban, pálidos...
Se oyó un tercer crujido, más intenso, como el de un árbol que desgarra la tempestad. Repentino bramido corrió formidable cual el rodar del trueno, sacudió la montaña, y al instante la galería se derrumbó.
—¡Dios bendito! —murmuraron los obreros persignándose.
—¿Dejaron los picos abajo? —preguntó Zorba encolerizado.
Los obreros callaban.
—¿Por qué no los recogieron? —gritó de nuevo, furioso—. ¿Se cagaron en los pantalones, eh, valientes? ¡Lástima de herramientas!
—No es éste el momento de afligirnos por unos picos más o menos, Zorba —dije interponiéndome—. ¡Alegrémonos de que todos los hombres estén sanos y salvos! ¡Gracias a ti, Zorba! ¡Todos nosotros te debemos la vida!
—Tengo hambre —dijo Zorba—. Esto me ha abierto el apetito.
Del saco que contenía el refrigerio, tomó pan, aceitunas, cebollas, una patata hervida, y una cantimplora pequeña con vino.
—¡Ea, no viene mal un bocado, muchachos! —dijo con la boca llena.
Comía ávidamente, de prisa, como si hubiera perdido de pronto las fuerzas y quisiera recuperarlas sin tardanza.
Comía inclinado, silencioso; luego, alzando la cantimplora, echó la cabeza hacia atrás y dejó que cayera burbujeante el vino en la garganta seca.
Los obreros también recobraron ánimos, abrieron los sacos respectivos, y se pusieron a comer. Todos se hallaban sentados, con las piernas cruzadas, en torno de Zorba y lo miraban mientras comían. Hubieran deseado echarse a sus plantas, besarle las manos; pero conocían su genio brusco y huraño y nadie se animó a iniciar la demostración de gratitud.
Al fin, Michelis, el de mayor edad, hombre de grandes bigotes grises, se decidió y dijo:
—Si no hubieras estado tú,
maese
Alexis, a estas horas nuestros hijos eran huérfanos.
—¡Cierra el pico! —dijo Zorba con la boca llena; y nadie se animó a chistar.
"¿Q
UIÉN
ha creado ese dédalo de incertidumbre, ese templo de presunción, ese cántaro de pecados, ese campo sembrado de arterías, esa puerta del Infierno, ese cesto desbordante de astucia, ese veneno que se asemeja a la miel, esa cadena que sujeta a los mortales en la tierra: la mujer?"
Yo copiaba lentamente, silenciosamente, este canto búdico, sentado en el suelo, junto al brasero encendido. Me esforzaba así, amontonando conjuro sobre conjuro, por alejar de mi espíritu a un cuerpo mojado por la lluvia, de ondulantes caderas, que durante todas las noches de ese invierno había estado pasando y volviendo a pasar ante mis ojos, en el aire húmedo. No sé cómo, poco después del derrumbamiento de la galería, en que estuvo a punto de escapárseme la vida, la imagen de la viuda había surgido en mi sangre; me llamaba como una fiera, imperiosa, llena de reproches.
—¡Ven, ven! La vida es sólo un relámpago. ¡Ven, pronto, ven, ven antes que sea demasiado tarde!
Yo sabía perfectamente que se trataba de "Mara", el espíritu del "Malo", bajo la apariencia falaz de un cuerpo femenino, de grupas potentes. Luchaba. Me entregué de lleno a la redacción del
Buda
; así como los salvajes en sus cavernas grababan con una piedra aguzada o pintaban en rojo y blanco las figuras de las fieras hambrientas que los acechaban. Esforzábanse, también ellos, por dejarlas sujetas a la roca, mediante el dibujo o la pintura; si así no lo hubieran hecho, las fieras se hubieran arrojado sobre ellos para devorarlos.
Desde el día en que por poco quedo aplastado en la mina, la viuda se aparecía en el aire inflamado de mi soledad y me llamaba con el meneo voluptuoso de sus caderas. Durante el día, las fuerzas no me abandonaban, se mantenía vigilante mi espíritu, lograba apartarla de mí. Iba yo describiendo las formas en que el "Tentador" se presentó ante Buda, de qué modo, bajo figura de mujer, vino a posar en las rodillas del asceta sus pechos duros y, en fin, cómo Buda, sospechando el engaño, movilizó las facultades todas de su alma para derrotar al "Malo" y espantarlo. Yo también llegué a vencerlo, empujándolo a la fuga.
Cada línea que escribía traíame alivio, me fortalecía el ánimo, me permitía ver el retroceso del espíritu maligno, doblegado por el conjuro más poderoso, el de la palabra. De día, sí, luchaba yo con todas mis fuerzas; pero por la noche se me caían las armas de la mano, las puertas interiores se franqueaban y la viuda no hallaba obstáculos que la detuvieran y entraba.
Despertaba por la mañana agotado y roto; era el momento en que la lucha debía comenzar de nuevo. Había ratos, hacia el caer de la tarde, en que alzando la cabeza veía cómo la luz se retiraba, perseguida por las tinieblas, que de golpe se adueñaban del espacio. Los días se acortaban aproximándose la Navidad, y mientras lidiaba yo encarnizadamente, me decía:
—No lucho solo. También una gran fuerza, la luz, está empeñada en un combate, a ratos vencida, a ratos vencedora, pero sin desmayar en la porfía. ¡Yo combato y espero, como ella!
Pues suponía, y esto alentaba mi valor, que estaba cediendo al impulso de un gran ritmo universal al luchar contra la obsesión de la viuda.
"La astuta materia ha adoptado esa figura para ir apagando y matar al fin la libre llama que arde en mí", pensaba.
Y me decía yo: "Divina es la fuerza imperecedera que transforma la materia en espíritu. Cada hombre lleva en su interior una porción del divino torbellino y por obra de él consigue convertir el pan, el agua y la carne en pensamiento y en acción. Dice bien Zorba: ¡Dime en qué conviertes lo que comes y te diré quién eres!"
Así pues, me empeñaba, dolorosamente, en transformar el violento deseo de la carne en la sustancia de mi
Buda
.
—¿Qué piensas? Pareces estar fuera de caja, patrón —díjome Zorba una noche, en vísperas de Navidad, sospechando contra qué demonio se libraba mi lucha.
Simulé no haber oído. Pero no era hombre Zorba que cediera con demasiada facilidad.
—Eres joven, patrón —me dijo.
Y de pronto su voz adquirió resonancia amarga e irritada.
—Eres joven, eres fuerte, comes bien, bebes bien, respiras aire de mar que tonifica, almacenas energías ¿y qué haces con ellas? ¡Lástima de energías, si te acuestas solo! No pierdas tiempo, ve esta misma noche, patrón, todo es sencillo en este mundo. ¿Cuántas veces he de decírtelo? ¡No compliques las cosas!
Tenía abierto ante mí el manuscrito del
Buda
y lo hojeaba; oía en tanto las palabras que pronunciaba Zorba y sabía que indicaban un camino seguro, muy humano, seductor; con esas palabras también el espíritu de "Mara", el ladino alcahuete, me estaba llamando.
Escuchaba sin decir nada, resuelto a resistirme, y hojeaba lentamente el manuscrito, silbando para ocultar mi turbación. Pero Zorba, ante mi mudez, estalló:
—Esta noche es Nochebuena, viejo, date prisa, ve en su busca antes que se vaya a la iglesia. Ésta es la noche en que nace Cristo, patrón ¡haz tú también un milagro!
Me levanté; se me estaba acabando la paciencia.
—Basta, Zorba —dije—. Cada cual sigue su camino. El hombre, has de saberlo, es como el árbol: a nadie se le ocurre reñir a la higuera porque no da cerezas ¿verdad? ¡Por lo tanto, cállate! Se acerca la medianoche, vayamos a la iglesia a celebrar nosotros también el nacimiento del Salvador.
Zorba se encasquetó el grueso gorro de invierno.
—Bien está —dijo con fastidio—, ¡vamos! Pero quiero que sepas que más le agradaría a Dios que hubieras visitado esta noche a la viuda, como el arcángel Gabriel. Si Dios hubiera emprendido el mismo camino que tú sigues, patrón, Jesús no hubiera nacido. Y si me preguntas cuál es el camino de Dios, te diré que es el que conduce hacia María. María para ti es la viuda.