Albert Speer (56 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Hitler no toleraba que se criticara su forma de vivir, y su entorno la aceptaba a pesar de la inquietud que sentía por él. Cada vez rehuía más las conversaciones de carácter personal, y sólo mantenía algunas con sus camaradas de los tiempos de lucha, como Ley, Goebbels o Esser. Sin embargo, su manera de dirigirse a mí o a los demás era impersonal y distante. Que Hitler tomara alguna decisión con la frescura y espontaneidad de antes o que escuchara atentamente los argumentos que se oponían a los suyos resultaba muy poco frecuente y que lo hiciera provocaba siempre comentarios entre nosotros.

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A Schmundt y a mí nos pareció que sería buena idea presentar a Hitler a jóvenes oficiales llegados del frente, que podrían introducir algo del espíritu del mundo exterior en la sofocante y cerrada atmósfera del cuartel general, pero nuestro intento fue un fracaso. Por un lado, Hitler no mostró grandes deseos de emplear en ello su escaso tiempo, y además tuvimos que reconocer que más bien creaba contratiempos. Por ejemplo, un joven oficial de una división acorazada le habló del avance en el Terek, en el que su unidad casi no había encontrado resistencia y sólo se había visto detenida por la falta de municiones. Hitler se excitó mucho e insistió durante varios días en el tema.

—¡Eso es lo que ocurre! ¡Falta munición del siete y medio! ¿Qué pasa con la producción? Hay que aumentarla rápidamente como sea.

De hecho, a pesar de la escasez de nuestros recursos, disponíamos de existencias suficientes de aquel tipo de munición, pero la impetuosidad del avance había hecho imposible que el suministro llegara a tiempo; debe tenerse en cuenta que la trayectoria de abastecimiento era desmesurada. Pero Hitler se negaba a aceptarlo.

Sus encuentros con jóvenes oficiales del frente le permitieron averiguar otros detalles en los que quiso ver enseguida serias negligencias del Estado Mayor. En realidad, la mayor parte de las dificultades se debían a la velocidad que Hitler imponía a las tropas, pero a los especialistas les resultaba imposible hacérselo ver porque no conocía bien el complicado aparato que implicaba un avance de tal naturaleza.

Hitler siguió recibiendo, aunque no con mucha frecuencia, a aquellos oficiales y soldados, a los que distinguía con altas condecoraciones. Dada su desconfianza respecto a la capacidad del Estado Mayor, esas visitas solían ir seguidas de toda clase de enfados y órdenes. Para evitarlo, Keitel y Schmundt trataban de neutralizar en la medida de lo posible a los visitantes antes de que se entrevistaran con él.

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El té nocturno de Hitler, al que también nos invitaba en el cuartel general, se había ido retrasando paulatinamente hasta las dos de la madrugada y terminaba a las tres o a las cuatro. Hitler demoraba cada vez más la hora de acostarse y no se iba a la cama hasta altas horas de la mañana, lo que me hizo decir en una ocasión:

—Si la guerra dura mucho más, conseguiremos ajustamos al horario de los madrugadores y los tés nocturnos de Hitler se convertirán en nuestro té de la mañana.

No hay duda de que Hitler sufría de insomnio. Hablaba de torturantes horas en blanco si se acostaba demasiado pronto. Durante la hora del té solía quejarse de que la noche anterior no había conseguido conciliar el sueño hasta primeras horas de la mañana y que aquel rato se le había hecho interminable.

Sólo eran admitidos al té los conocidos más íntimos: sus médicos, sus secretarias, sus asistentes militares y civiles, el delegado del jefe de prensa, el embajador Hewel, a veces su cocinera vienesa, algún visitante que le fuera muy próximo y el inevitable Bormann. También yo era bien acogido en todo momento. Tomábamos asiento en el comedor, en incómodas butacas. A Hitler le gustaba seguir creando una atmósfera «agradable», a ser posible frente al fuego del hogar. Servía el pastel a las secretarias con gesto caballeroso y se ocupaba afectuosamente de sus invitados, como un anfitrión despreocupado. A mí me daba pena; sus intentos de irradiar calidez para poder recibirla eran del todo inútiles.

Como en el cuartel general la música estaba mal vista, sólo nos quedaba la conversación, cuyo peso llevaba Hitler casi exclusivamente. Aunque sus archisabidos chistes eran recibidos con las mismas risas de la primera vez y sus relatos sobre su dura juventud o sus «tiempos de lucha» se escuchaban con el mismo interés que el primer día, aquel círculo no podía contribuir mucho a animar la velada. Una ley no escrita prohibía hablar de política o de los sucesos del frente, y también criticar a los dirigentes. Es comprensible que Hitler no tuviera ganas de hablar de eso. El único que se permitía hacer comentarios provocativos era Bormann. También las cartas de Eva Braun podían romper aquella regla si escribía, por ejemplo, sobre la extrema cerrazón de los departamentos oficiales. Cuando en pleno invierno se prohibió a los muniqueses practicar el esquí en las montañas cercanas, Hitler se mostró muy alterado y pronunció unas parrafadas interminables sobre su lucha eterna y vana contra la estupidez de la burocracia. Al final Bormann recibía el encargo de ocuparse del asunto.

La insignificancia de los temas tratados demostraba hasta qué punto había descendido el umbral del interés de Hitler. Con todo, las nimiedades servían para relajarlo, pues lo devolvían a una escala pequeña en la que su criterio seguía teniendo valor y le hacían olvidar, al menos por unos momentos, la impotencia que sentía desde que era el enemigo quien determinaba el curso de los acontecimientos y sus órdenes militares no conseguían los objetivos deseados.

Sin embargo, a pesar de todos sus intentos de evadirse, Hitler no se podía sustraer ni siquiera en aquel reducido círculo a la conciencia de la situación. Entonces le gustaba repetir sus viejas lamentaciones de que en realidad se había hecho político en contra de su voluntad, que en el fondo era un arquitecto frustrado y que si no había logrado ejercer era sólo porque había tenido que convertirse en promotor estatal para encargar las únicas obras que estaban a su altura. Se dejaba llevar por la autocompasión y solía decir que sólo le quedaba un deseo:

—Volveré a colgar la guerrera gris en cuanto me sea posible.
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Cuando la guerra concluya y hayamos logrado la victoria, la misión de mi vida habrá terminado y me retiraré en Linz, cerca del Danubio. Y entonces, ¡que mi sucesor se apañe con todos los problemas!

Aunque ya había expresado a veces tales pensamientos antes de la guerra, durante las relajadas tertulias de té del Obersalzberg, entonces sólo se trataba de una especie de coquetería. Ahora, sin embargo, formulaba estas ideas sin nada de patetismo, en un tono normal y mostrando una amargura que parecía real.

También su interés siempre vivo por los proyectos relacionados con la ciudad a la que pensaba retirarse parecía cada vez más una forma de evadirse de la realidad. En los últimos tiempos de la guerra, Hermann Giessler, el arquitecto jefe de Linz, era llamado cada vez con más frecuencia al cuartel general para presentar sus proyectos, mientras que Hitler apenas se acordaba de los proyectos de Hamburgo, Berlín, Nuremberg o Munich, que tanto habían significado para él. Después decía abatido que los tormentos que tenía que soportar hacían que la muerte sólo significara una liberación. Al examinar los planos de Linz, ese estado de ánimo lo llevaba a mirar una y otra vez los bocetos de su tumba, que debía situarse en una de las torres de las instalaciones del Partido en Linz. De este modo dejaba claro que ni siquiera después de ganar la guerra estaba dispuesto a ser enterrado junto a sus mariscales en la «Galería de los Soldados» de Berlín.

En las conversaciones nocturnas mantenidas en los cuarteles generales de Ucrania o de la Prusia Oriental, Hitler daba a menudo la impresión de estar desequilibrado. A los pocos que participábamos en ellas nos afectaba la plúmbea pesadez de las primeras horas de la mañana. Sólo la cortesía y el sentido del deber nos movían a quedarnos, aunque a duras penas lográbamos mantener los ojos abiertos, ya que aquellas monótonas charlas tenían lugar después de las agotadoras reuniones estratégicas. Antes de que Hitler se presentara, alguien preguntaba:

—¿Dónde está Morell esta noche?

Y otro respondía con desgana:

—Ya hace tres noches que no viene.

Y una de las secretarias observaba:

—Ese bien se podría quedar despierto un rato más. Siempre somos los mismos… A mí también me gustaría dormir.

Otra secretaria añadía:

—En realidad deberíamos quedarnos por turnos. No puede ser que siempre tengamos que quedarnos los mismos mientras otros se escabullen.

Por supuesto, Hitler seguía siendo venerado en aquel círculo, pero su aureola se había diluido.

• • •

Después de que Hitler hubiera desayunado, a última hora de la mañana, se le presentaban los periódicos del día y los comunicados de prensa. Este servicio era de crucial importancia para que se formara una opinión e influía mucho en su estado de ánimo. Ciertas noticias del extranjero provocaban en él una reacción inmediata; daba entonces réplicas oficiales, por lo general agresivas, que solía dictar a su jefe de prensa, el doctor Dietrich, o a su representante, Lorenz. Se inmiscuía sin reflexionar en asuntos que incumbían a uno u otro Ministerio y no informaba siquiera a los ministros responsables, normalmente Goebbels o Ribbentrop.

A continuación, Hewel le exponía cuestiones de política exterior, que Hitler se tomaba con más calma que los comunicados de prensa. Visto en retrospectiva, tengo la impresión de que daba más importancia al efecto que a la realidad y de que las noticias impresas le interesaban más que los propios acontecimientos. Acto seguido, Schaub le facilitaba los informes sobre los ataques aéreos de la noche anterior, que habían sido transmitidos a Bormann por los jefes regionales. Como uno o dos días después yo solía inspeccionar las fábricas de las ciudades destruidas, estoy en disposición de afirmar que Hitler era correctamente informado sobre la magnitud de los daños. De hecho, habría sido poco inteligente que los jefes regionales trataran de restarles importancia, puesto que su prestigio aumentaba si conseguían reactivar la producción y la vida normal de la ciudad a pesar de los terribles desperfectos.

Hitler quedaba visiblemente abatido tras escuchar estos informes, aunque menos por las bajas sufridas por la población o porque se hubieran destruido zonas habitadas que por la pérdida de edificios valiosos, sobre todo si eran teatros. Al igual que antes de la guerra con sus proyectos para «reestructurar las ciudades alemanas», lo que le interesaba por encima de todo era la representación. En cambio, pasaba por alto la penuria social y el sufrimiento humano; sus exigencias casi siempre incluían que se reedificaran los teatros destruidos por las llamas. Le hice notar más de una vez las dificultades por las que pasaba la construcción y, al parecer, también los departamentos políticos locales vacilaban antes de poner en práctica unas órdenes tan impopulares; Hitler, absorbido por la situación militar, apenas se informaba nunca sobre el estado de los trabajos. Sólo se impuso en dos ciudades: insistió en que los teatros de ópera de Munich, su segunda ciudad natal, y Berlín fueran reconstruidos a cualquier precio.
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Por lo demás, demostraba un notable desconocimiento de la verdadera situación y del ambiente de la calle cuando rechazaba todas las objeciones diciendo:

—Las representaciones teatrales deben proseguir precisamente para elevar el estado de ánimo de la población.

No cabe duda de que la gente que vivía en las ciudades tenía otras preocupaciones. Las palabras de Hitler demostraban una vez más su «espíritu burgués».

Durante la lectura de los informes de daños, Hitler acostumbraba insultar groseramente al Gobierno británico y a los judíos, a los que consideraba culpables de los ataques. Decía que sólo la creación de una gran flota de bombarderos podría obligar al enemigo a suspenderlos. Si yo objetaba que carecíamos de aviones y explosivos suficientes para una guerra de bombardeos prolongada, su respuesta era siempre la misma.
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—Usted ha hecho posibles tantas cosas, Speer, que también conseguirá esto.

Visto en retrospectiva, creo que el hecho de que nuestra producción aumentara continuamente a pesar de los bombardeos enemigos fue una de las razones de que Hitler no se tomara en serio la batalla aérea que se estaba librando en los cielos de Alemania y de que rechazara las propuestas que le hacíamos Milch y yo de disminuir de manera radical la fabricación de bombarderos y aumentar la de cazas hasta que fue demasiado tarde.

Intenté que Hitler viajara por las poblaciones arrasadas y se dejara ver en ellas;
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el propio Goebbels fracasó en el empeño a pesar de su ascendiente sobre Hitler, y se refería con envidia al comportamiento de Churchill:

—¡Con el partido propagandístico que yo podría sacarle a una visita así!

Hitler, sin embargo, no quería hacerlo. Cuando se dirigía desde la estación de Stettin a la Cancillería del Reich o acudía a su domicilio de Munich, en Prinzregentenstrasse, ordenaba que se tomara el camino más corto, cuando antiguamente siempre le había encantado dar grandes rodeos. Algunas veces lo acompañé en esos viajes y pude constatar el desinterés y la indiferencia con que tomaba nota de las imágenes que ofrecía el enorme campo de ruinas que atravesaba su coche.

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A pesar de que Morell le había recomendado dar largos paseos, no le hizo demasiado caso. ¡Con lo sencillo que habría sido trazar algunos caminos en los bosques de la Prusia Oriental! Pero Hitler se oponía a ello, y su paseo diario se limitaba a un breve trayecto circular, de apenas cien metros de longitud, dentro de la zona restringida número I.

Durante sus paseos, el interés de Hitler no se centraba en su acompañante, sino en su perro pastor Blondi, al que intentaba amaestrar. Después de algunos ejercicios de cobrado de piezas, el perro tenía que hacer equilibrios sobre una pasarela de unos veinte centímetros de anchura y ocho metros de longitud, montada a una altura de dos metros. Naturalmente, Hitler sabía que para el perro no hay otro amo que el que le lleva la comida, y antes de dar al criado la orden de abrir la puerta de la perrera hacía que el animal, excitado por la alegría y el hambre, se pasara algunos minutos saltando contra la cerca de tela metálica entre ladridos y aullidos. Como yo disfrutaba del favor de Hitler, alguna vez me permitió acompañarlo a dar de comer al perro, mientras que todos los demás tenían que asistir a esta operación desde lejos. Es probable que aquel perro pastor desempeñara el papel principal en la vida privada de Hitler; era más importante que sus más estrechos colaboradores.

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