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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (29 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Y recuerdo también que esa noche me acordé de mi «agenda americana» de principios del 63. De adolescente, al igual que Lancastre, yo también había sido víctima del implacable tedio general que envolvía mi ciudad. Ahora bien, hubo un día en que sospecho que no debí de aburrirme tanto, y ese día sólo pudo ser el 24 de mayo, fecha en la que no escribí nada en la agenda y la interrumpí para siempre.

¿Qué pudo suceder para que la interrumpiera tan abruptamente? Llevaba años ojeando de vez en cuando aquella «agenda americana» de cuatro meses y tres días y jamás me había hecho esa pregunta, jamás había reparado en el enigma del radical silencio de ese día en el que sospecho que debí de pasar a otro estado de conocimiento de las cosas del mundo y desinteresarme de golpe de mi vida de pobre escolar, siempre suspendido en la eternidad cuadrangular del tedio de las horas.

Sabiendo ya lo del Juicio Final que en mayo del 63 y con edad bien parecida a la mía decía Lancastre haber entrevisto de adolescente, no fue raro que me preguntara si no sería exactamente el 24 de mayo de aquel año el día en el que él creyó presenciar aquellas escenas. Y eso me sirvió de pretexto para llamar a Vilnius y preguntarle si conocía la fecha exacta del día en que su padre tuvo sus extrañas visiones bíblicas en la calle Enrique Granados. Si me decía que fue el 24 de mayo, no sería una coincidencia desdeñable y me resultaría, además, quizás más fácil imaginar —por mucho que Débora opinara que los recuerdos de esos días son intransferibles— que los dos, Lancastre y yo, en la Barcelona tan borrada en aquellos años de todos los mapas, habíamos presenciado la misma escena, el mismo y trascendente final del mundo.

Así que llamé a Vilnius para preguntarle acerca de la fecha, pero se encontraba en cama, con fiebre alta, con un virus estomacal, y no podía articular palabra. Hablé con Débora, que me preguntó si estaba ya escribiendo la autobiografía. Por ahora la preparo, que ya es mucho, le dije. Ella quiso entonces saber por qué zona de las memorias abreviadas me estaba paseando en aquel momento. Bueno, le dije, aún estoy esperando que me cuentes qué contaba Lancastre en el manuscrito quemado, pero mientras tanto imagino posibles capítulos y ahora, por ejemplo, estoy merodeando por el Juicio Final de mayo del 63 en Barcelona. Interesante, comentó Débora, y preguntó si sabía que el filósofo sueco Swedenborg, a finales del
XVIII
, escribió que el Día del Juicio Final realmente había ya ocurrido el 9 de enero de 1757. Lo sabía, dije. Swedenborg fue el primer hombre en avisarnos a todos de que ese Juicio ya había tenido lugar, dijo ella. Sí, le contesté, también yo creo que ese Juicio, en efecto, ya tuvo lugar; es curioso cómo los informativos de televisión, por ejemplo, jamás tienen en cuenta ese dato, es como si informaran sin saber que, por ejemplo, la Revolución francesa ya hace años que tuvo lugar.

—La humanidad —seguí diciéndole— ya ha tenido su Juicio Final y los condenados ya han sido condenados, pero todo el mundo hace como si no se hubiera enterado de esto. En cuanto al otro juicio, el que decía haber visto Lancastre, tengo muchas dudas, creo que estaba muy borracho cuando se emocionó contándole todo aquello a Vilnius. Aun así, lo voy a considerar un recuerdo auténtico de sus años de adolescencia y lo incluiré en su autobiografía. De hecho, creo recordar que también yo presencié esa escena barcelonesa de fin de mundo…

No se oía nada al otro lado del hilo telefónico. Y pregunté si había todavía alguien a la escucha. Débora acabó reapareciendo cuando menos ya lo esperaba.

—No le estaba siguiendo, usted perdone. Y bien, no quisiera que su cabeza se volviera un bombo más grande todavía, pero quiero darle noticias de nuestra sociedad. Los últimos viernes de cada mes, y eso va también por usted que ya es de los nuestros, vestiremos trajes de tallas superiores a las que tenemos. Serán vestimentas que no podremos quitamos en todo el día, pues habremos mandado a la lavandería el resto de nuestras ropas.

Le pedí que hablara más despacio, ya que apenas entendía lo que me decía. En realidad, le mentí, pero es algo que a veces hago para no perder la práctica de hablar y no decir la verdad, práctica no siempre necesaria para la creación de ficciones, pero que tampoco es conveniente perder de vista.

—No poder vestir de otra forma —continuó ella— facilitaría que marcáramos la distancia entre el traje y nosotros; es decir, que tomáramos distancia frente a una cultura que nos viene grande y nos incordia y nos sobra, una cultura con la que simplemente no conectamos.

—¿Es la idea del día? —pregunté.

—Es mi idea —respondió—, sólo mi idea, porque Vilnius no tendrá hoy ninguna; únicamente fiebre y ansia de venganza, lanza improperios todo el rato contra los asesinos y también contra Rosencrantz y Guildenstern, ya me dirá usted, creo que la fiebre es alta. A este paso, de tanto invocarlos, acabarán Rosencrantz y Guildenstern viniendo a visitarnos.

4

Nada más colgar, me puse a imaginar un capítulo entero de la autobiografía de Lancastre, montado alrededor de unas palabras que supuestamente habría él escrito, palabras sobre la imposibilidad de llevar un traje ajustado a nuestra verdadera manera de entender el estilo: «Extraña forma de vida la que nos obliga a llevar esta podrida cultura que nos han impuesto. Me gustaría algún día alcanzar una mayor libertad de palabra y escapar de algún modo de esta cultura en la que el escritor malo no puede decir nada porque es malo y el bueno tampoco puede decir algo porque es bueno, esclavo de su nivel y de su estilo.»

Imaginé el capítulo entero, y eso me hizo sentirme más que satisfecho, aunque al mismo tiempo me coloqué en situación de alarma. Cada vez tenía pensados más capítulos de la autobiografía, pero no había empezado a escribir ni uno. A ese paso, terminaría desnudo, sin traje —de una talla más grande o no— que ponerme. Siendo preocupante, más lo era el estado de mi mente, pues me sentía demasiado cargado de capítulos no escritos, de modo que decidí que lo mejor sería salir a dar una vuelta por el barrio. En otra época, la zona de la avenida de Sarrià colindante con la calle Buenos Aires estuvo atestada de bares llamados «de alterne». Hoy quedan en pie sólo algunos de esos bares, últimos bastiones de un antiguo esplendor. Al lado mismo del Littré, está el Newport, un bar en el que las mujeres de la barra comunican alegría, muy especialmente Victoria, joven argentina, de ojos vidriosos y pelo corto, cara de porcelana y boca siempre pintada de color escarlata. Fui al Newport a pasar un rato, no era la primera vez que iba. Es más, consideraba aquel local ya como un segundo hogar dentro de mi nuevo barrio, con la ventaja añadida de que desde la puerta se podía espiar a la perfección todo lo que sucedía en Harry Chong y en la Bernat, esos lugares donde sólo aparentemente no pasaba nada.

5

Al día siguiente, volví a llamar esperando que Vilnius hubiera ya mejorado y me dijera la fecha exacta del día en que su padre vio el Juicio Final en Barcelona. Pero seguía sin poder ponerse al teléfono, y de nuevo hablé con Débora. Continuaba ella con la idea de los trajes de tallas superiores que teníamos que vestir en una fecha fija. Por primera vez en mucho tiempo, una idea te dura dos días, le dije. Se enfureció y comenzó a hablarme de una cajita de pastillas y de una boca que las tragaría todas y, como no entendí nada, decidí interrumpirla para decir que ya llamaría al día siguiente. Se ha vuelto usted un buen interrumpidor y creo que le falta poco para convertirse en Lancastre, bromeó. Quise decirle que me tuteara, pero me pareció que era dar un paso peligroso, incluso dar una pista innecesaria acerca de lo que podía estar sintiendo por ella.

Cuando por la noche me llamó Vilnius, tenía él una voz nada enferma, pero hablaba con espantoso tono de ultratumba. No me daba miedo aquella voz porque reconocía en todo momento siempre a Vilnius, pero sí imponía un cierto respeto comprobar lo mucho que parecía saber acerca de la vida que su difunto señor padre llevaba después de la muerte. Al parecer, Lancastre se había ido calmando en los últimos días y, como si también estuviera tocado por alguna rara fiebre, ya no le apretaba nada a la hora de querer infiltrarse en su mente, pues felizmente parecía haber comenzado a borrarse, a perderse para siempre, siguiendo de lejos a una sombra, la del dios Hermes.

—Tiene usted que creerme, no le alcanza el alma a mi padre para seguir al dueño de la sombra, pero sí para seguir a ésta, lo sé porque él todavía está ahí —me dijo.

Al preguntarle dónde podía yo situar más o menos ese
ahí
, pude percibir que la fiebre potenciaba seguramente la imaginación o las supersticiones de Vilnius, tal vez —con este tipo de cosas nunca se sabe— su más lúcido sentido de la realidad. El pasado, dijo, mi propio pasado, el pasado de todos los demás, todavía está ahí, una cámara secreta de mi interior, como una de esas salas selladas que hay tras una falsa pared, donde toda una familia podría vivir oculta durante años; nuestra familia, por ejemplo.

¿Nuestra familia? Entendí que se refería a nuestra sociedad, a la familia que habíamos formado a partir del «trabajo de duelo» que había originado la muerte de Lancastre. La muerte de una persona cierra muchos espacios, pero puede abrir otros. Nuestra sociedad le debía mucho al trabajo de duelo que en su momento había puesto en marcha Vilnius, el hijo aparentemente no afligido. Pensé en esto y luego en el dios Hermes y en su eterno sombrero, llamado —si no me equivocaba— pétaso, palabra rara. Con ese pétaso, Hermes se protegía del sol y acompañaba las almas de los muertos, su mayor especialidad. Pensé todo el rato en ese sombrero mientras Vilnius me contaba que Hermes era polítropo, es decir, hombre de multiforme ingenio, como Odiseo, y poseedor de los más astutos pensamientos. Su ciencia, oí que me decía Vilnius, era la politropía, don que sólo se recibía al nacer. La mente de Hermes tenía muchas formas, pliegues y distintos aspectos. Era muy flexible. Se transformaba incesantemente. Si la realidad era múltiple y casual, él la hacía todavía más multiforme y casual. Tenía, además, una mente de muchas gamas diferentes y la extraña propiedad de exhibir todas las edades y las etapas por las que habían pasado todos los Hermes, todos los Hamlet, todos los Dylan.

Quizás por eso, siguió diciéndome Vilnius, personificaba el espíritu de la frontera que se manifestaba en cualquier tipo de intercambio, transición, tránsito o travesía. Siempre estuvo conectado con actividades que requerían algún tipo de cruce, lo que explicaría su relación con las mutaciones del propio destino, con los intercambios de bienes, con las palabras enredadas en el comercio, con la interpretación, la oratoria y la escritura, y también con la forma en la que el viento puede transportar vidas y mundos y también cenizas de un lugar a otro. Y por tanto, por supuesto, relacionado con la transición al otro mundo.

¿Podía dar por hecho que esa sombra hermética era un nuevo elemento de aquella familia o comitiva en creativo duelo por la muerte de Lancastre? Opté por preguntarle algo más urgente a Vilnius, preguntarle en qué día de mayo dijo su padre haber visto el Juicio Final. A Vilnius le cambió la voz de golpe, como si hubiera vuelto al mundo de los vivos. No le había hablado su padre de ningún día de mayo en concreto. Le pedí que me dijera si estaba del todo seguro. Tanto como que Cass Cleave estaba loca, contestó. Preferí no preguntar quién era Cass Cleave. Pero además poco importa el día, dijo, ¿o de verdad cree usted que presenció el Juicio Final? No, pero quien lo presenció fui yo, contesté. No le entiendo, dijo. Pues tan sencillo como que voy a inventarme algunos de los hechos autobiográficos de tu padre, le expliqué. Ah, en ese caso, dijo Vilnius, podría también usted decir que la identidad del sujeto contemporáneo, por mucho que lo parezca, no fue una de sus obsesiones centrales, lo fue de su pobre hijo Vilnius, enemigo de cualquier máscara. Podría decirlo, le contesté, pero no trabajo exactamente para ti, Vilnius y, además, tienes una fiebre que has de vigilar mucho.

6

En los días que siguieron a aquella noche de viaje por el gran espacio desamparado de los muertos, se fue haciendo patente el intercambio de papeles que había empezado a producirse entre Vilnius y Lancastre.

Lancastre vagaba ya, efectivamente, por el otro mundo, convertido en lo opuesto de lo que había sido en sus últimos años de vida, pues se había ido transformando en un alma única que por vez primera en mucho tiempo exhibía, al modo de una estrella perdida en el firmamento, el brillo de lo auténtico.

Vilnius, en cambio, ante la desaparición de las incursiones mentales de su padre, se había ido volviendo polítropo e iniciado un viraje hacia una personalidad mucho menos compacta, menos rígida y menos única. Seguía siendo
él mismo
, pero en realidad estaba ya más abierto al infraleve arte de ser muchos. Un alegre e inesperado espíritu de frontera había potenciado su imaginación y había empezado a comunicarle cada día más con Hermes y con lo multiforme, con aquel dios de quien su padre ya sólo podía perseguir la sombra, es decir, que Vilnius, en cuanto había comenzado a percibir la imposibilidad de afirmarse como sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado, había abierto el juego por completo y pasado a hermanarse de verdad con nosotros, sociedad de distintas aunque muy conectadas identidades (Débora, Vilnius, yo mismo, Lancastre, y la sombra hermética que éste perseguía), todos conscientes de que, como decía Débora, ninguno de nosotros era una isla, ninguno era algo completo en sí mismo, sino un fragmento del continente, una parte del conjunto de nuestra sociedad de aire.

7

¿No será que los duelos por la muerte de alguien, si los prolongamos en exceso nos acaban convirtiendo en la persona cuya ausencia penamos? Pienso en el caso del joven Vilnius y sus largas exequias —como mínimo mentales— por su padre. Éstas las prolongó de un modo quizás arriesgado porque mientras tanto el mundo fue girando y la idea de huir de todas las máscaras modernas para viajar hacia lo auténtico y hacia la emoción original también fue girando, hasta dejar a Vilnius doblemente girado y en un lugar inédito y bien raro, un lugar nunca hollado por nadie, cargado de ruidos leves pero extraños, donde parecía imposible que pudiera llegar en algún momento a oír voces y palabras amigas, aunque sin embargo las oyó. No tardó entonces en comprender que ya nunca más volvería a ser íntegramente
él mismo
. Empezaba, además, a parecerse a su padre, justo cuando éste, en medio de las risas más desatadas, se estaba alejando ya del todo, viajando hipnotizado tras la estela más hermética del ruido eterno.

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