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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (13 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Pero al tercer día, por un cúmulo de múltiples circunstancias azarosas, subiendo hacia el solárium con una pala roja de ping-pong, mi pala preferida, coincidí en el ascensor nada menos que con Louis H. Derek, el veterano productor, y me di cuenta enseguida que ése era el tren que de ningún modo podía dejar escapar. Por suerte entendí pronto que, más que presentarme como investigador, me convenía adoptar la figura de un periodista barcelonés, amigo de los guionistas que se reunían en el solárium. Y también por suerte entendí rápido que sería mejor no dar rodeos verbales porque no había tiempo que perder. El ascensor no permitía recrearse en nada, el ascensor subía como una exhalación hasta la última planta. Y fuera del ascensor, ya no tendría ninguna opción.

Apremiado por el tiempo del que disponía, actué con celeridad y logré situar a míster Derek en sólo tres preguntas en el centro mismo de mi inquietud y búsqueda. El hombre entendió a la primera, tras las tres preguntas o los tres tiempos diferentes de mi asalto, lo que quería saber y me sacó de dudas con una facilidad asombrosa. Nunca pensé que fuera tan fácil llegar a semejante información. Tras simular que se rascaba la cabeza en busca de lo que yo necesitaba, terminó diciéndome que había un superviviente.

¿Habría entendido bien? No podía ni creérmelo. Le pregunté, todavía receloso, si podía confirmarme que me había hablado de un superviviente. Me sonrió. En Culver City, si no se equivocaba, a sesenta kilómetros de allí, seguía vivo John Pechmann, uno de los ocho guionistas de
Tres camaradas
; tenía más de noventa años y, según había oído comentar, «el viejo cascarrabias» seguía en forma: buen jardinero, buen conversador y, además, si sus noticias eran ciertas, un jubilado muy activo desde que en los últimos años se dedicaba al estudio y práctica de la hipnosis.

Culver City era una pequeña ciudad ligada a los primeros estudios de la Metro Goldwyn Mayer, y allí en una urbanización próxima al museo de Tecnología Jurásica, en un gran caserón, vivía el viejo Pechmann. Por lo visto, Pechmann hacía treinta años que no probaba nada de alcohol y había pasado a humanizarse y a comportarse como una persona muy razonable. Pero, según solía comentar el propio Pechmann, abandonar las tinieblas etílicas y querer darse de alta en la raza humana le había llevado a descubrir que no había tal raza humana. Dicho de otro modo, no había encontrado a muchas
personas
en Los Angeles.

En cierto modo, el caso de Pechmann, tratando de humanizarse tras una etapa de alcohol y nubes, me recordó al de mi padre, que, como muy probablemente todos ustedes sabrán, tras sufrir algunos accidentes aparatosos y dejar la bebida, también depositó muchas esperanzas en descender al mundo real, pero contó en muchos lugares que lo pasó pésimo al descubrir que, en contra de lo que había imaginado, el mundo de los abstemios era peor que el alcohólico, pues era despiadadamente inhumano; en definitiva, le pareció que no había valido la pena el esfuerzo de intentar comunicarse con el mundo de la gente sensata y serena, porque ese mundo no existía. Y semejante convicción le devolvió —en los tres últimos meses, que yo sepa— al mundo del trago fuerte en una decisión a la que contribuyó también la penosa inestabilidad en la que entraron sus relaciones sentimentales.

3

Fui al día siguiente a Culver City, esa ciudad que me parecía remota y que hoy recuerdo tan cercana como adorable, llena de bonitos árboles y de entrañables recuerdos cinematográficos. Tenía el teléfono, la dirección de Pechmann, lo había conseguido todo, había logrado incluso que el viejo guionista aceptara recibirme. Louis H. Derek, crucial en las gestiones, estuvo a punto de acompañarme, pero a última hora recordó que era imprescindible que asistiera a una boda en Malibú y finalmente fui solo y, durante el viaje, decidí que ante el viejo me presentaría como lo que era, como un joven cineasta y no como un periodista o un investigador privado. Tenía la impresión de que en casos como aquél lo mejor era ser sencillo, no complicar las cosas, no impostar, no inventarse personalidades dobles,
ser yo mismo más que nunca
.

Me convenía presentarme como un joven colega, como un cineasta que buscaba un dato para una película que preparaba. Nada de decirle, por ejemplo, que en ese largometraje deseaba filmar el gran espectáculo mundial del fracaso, visto como brutal y gigantesca extensión de la realidad provinciana que apenas había cambiado en mi país desde los tiempos del Quijote. Nada de decirle estas cosas que sonaban tan rebuscadas y en América, además, sonaba a lenguaje de terrorista. Y aunque pensaba preguntarle si conocía al autor de la frase «Cuando oscurece…», no pensaba ni loco insinuarle, por ejemplo, que lo buscaba para averiguar quién, tiempo antes de que yo naciera, dijo unas palabras de las que yo iba a ser el máximo, en realidad único, destinatario en la Tierra. Y aún menos contarle que creía que, si localizaba a la persona que escribió esa frase, tendría pistas seguramente decisivas para acercarme a mi verdadera identidad y a lo que podríamos llamar mi realidad última, la mía y también la del mundo en general. Y ya no digamos decirle que tenía la impresión de que mi padre muerto no había abandonado todavía este planeta al que llamamos Tierra y a veces entraba a ráfagas en mi mente y trataba de traspasarme, sin éxito, parte de su memoria y experiencia; sin éxito, porque me resistía como podía a ese tipo de embates no deseados que no hacían más que complicarlo todo y, además, parecían llevar una carga de pura venganza, como si quisiera él decirme: ya ves, deseabas ser
auténtico
para diferenciarte así de mí, deseabas librarte de mi sombra, pero ni siquiera ahora, exánime como estoy, voy a permitir que tengas un estilo único, un estilo propio y que encima disfrutes del estúpido orgullo de sentirte auténtico, faltaría más.

No, nada de eso. Habría sido un error inmenso, grandioso, comentarle algo de todo aquello a John Pechmann. Los americanos son muy sencillos, creen en muertos que están muy vivos después de su muerte, pero no en muertos moviéndose con el estilo que yo imaginaba que exhibía mi padre por los parajes del más allá. Porque el espectro paterno inconfundiblemente europeo que yo notaba que pululaba a veces por mi habitación del Earle era un espíritu que no tenía ganas de discutir conmigo de nada y sólo estaba interesado en ayudarme. Quizás por eso, porque andaba tan cerca y porque al verme tan perdido en el universo no se decidía nunca a largarse al otro mundo, acabó ocurriendo que durante mi segunda noche en el hotel soñé algo que sólo era posible que lo soñara él, únicamente él, no yo, aunque ante mi asombro lo soñé yo. Naturalmente, un suceso tan desconcertante como éste me dejó preocupado, y eso a pesar de que no era la primera vez que me tocaba cargar con visiones que sin lugar a dudas pertenecían al mundo personal de otros: en varias ocasiones, al tomar pastillas de melatonina en viajes transatlánticos, había acabado soñando historias —perfecta y misteriosamente diseñadas por algún creador oculto— que me habían hecho entrar en el mundo de personas que no conocía y a las que, por haberlo tenido yo, privé seguramente de la posibilidad de tener ellos aquel sueño que les pertenecía.

En mi segunda noche en el Earle, vi en sueños a un amigo de mi padre, al que no he tratado nunca personalmente pero del que en familia siempre he oído hablar mucho. Caminaba eléctrico por el callejón de un viejo núcleo urbano, posiblemente europeo. La lluvia, en cambio, no ofrecía dudas: era mexicana, la había visto años antes en D. F. Y me había llamado mucho la atención porque, por un raro efecto visual, parecía contaminada, casi parecía lluvia de Chernóbil. Entró el amigo de mi padre en un aula de estudios y comenzó a escribir signos que yo nunca había visto, los escribía con gran velocidad en una pizarra de un color verde extraordinariamente potente. La pizarra se transformó en una puerta encajada en un arco ojival árabe, una puerta de un verde aún más potente y sobre la que él inscribía, ralentizando el ritmo de su mano, la poesía de un álgebra desconocida: fórmulas y misteriosos mensajes de aire cabalístico, judío, aunque quizás el aire fuera sólo musulmán, musulmán de la China, o simplemente italiano, de los tiempos de Petrarca: poesía de un álgebra extraña, sin patria, que remitía al centro mismo del misterio del mundo.

No digo que esté seguro del todo, pero quizás en este sueño pudo mínimamente influir el hecho de que, antes de dormirme, hubiera yo abordado la relectura de
Hambre
, novela de Knut Hamsun que me gusta mucho porque habla de un joven perdido y de los movimientos de su mente. De hecho, es la novela que me inspiró la idea de llevar un Registro del Inconsciente, que hoy en día es una carpeta de mi ordenador en la que anoto las inspecciones que llevo a cabo de los caminos imprevistos de mi pensamiento. Recuerdo que a Hamsun le interesaban los secretos movimientos que se realizan inadvertidos en lugares apartados de la mente, esos devaneos sin rumbo que emprenden el pensamiento y el sentimiento, viajes aún no hollados que se realizan con la mente y el corazón, extrañas actividades nerviosas, murmullos de la sangre, plegarias de huesos, toda la vida interior del inconsciente. Creo que nada me quedó tan grabado, cuando las leí, como estas palabras de Hamsun.

Pero en fin, nada, absolutamente nada de todo esto pensaba comentarle a John Pechmann porque no me interesaba asustarle. Llegue a su casa de Culver City justo al mediodía, exactamente a la hora pactada. Su casa, tan grande como la había descrito Derek, tenía un espléndido jardín de estilo oriental aunque la mansión era de estilo afrancesado: tres plantas, coronadas por unas elegantes mansardas. Inscrito en el arco de la puerta de la entrada principal podía leerse esta solemne y rara frase: «Si uno tiene la intención de comprender a los demás, debe antes intensificar su propia personalidad.»

No entendí bien qué quería decir, pero lo anoté mentalmente para luego pasarlo en limpio a una carpeta muy especial de mi archivo digital sobre el fracaso. Me pregunté si sería precisamente el hipnotismo lo que habría reforzado, en los últimos años, la «personalidad» del dueño de aquella casa. ¿Qué sabía yo de las técnicas de sugestión y de sueño? Si Pechmann me daba conversación sobre ese tema, iba a andar muy perdido. Previamente había buscado en Wikipedia toda la información que pudiera encontrar sobre Pechmann y así había sabido que pertenecía a una familia acomodada de Decatur, Illinois, había estudiado en Harvard y, después de muchos años de guionista en Hollywood, se había dedicado, al retirarse o perder el favor de los productores, a estudios sobre la historia del circo, no el circo romano, sino ese espectáculo artístico, normalmente itinerante, que puede incluir acróbatas, payasos, magos, adiestradores de animales y otros artistas.

Leyendo, por cierto, esa descripción me acordé de que, de niño, mi padre, vuestro adorado Juan Lancastre, le dijo a su padre que quería ser director de un circo, aunque en realidad, según aclaró él mismo muchos años más tarde, lo que quería era dirigir algo, lo que fuera, pues no deseaba que le dirigiera su padre siempre.

Sigo con Wikipedia y Pechmann: estuvo estudiando, sin demasiado éxito, para mago y finalmente, a través de un profesor pakistaní que le instruyó a fondo, adquirió ciertas dotes de hipnotizador, que le llevaron a escribir un libro famoso sobre esa ciencia y le dieron, de paso, una segunda fama, quizás ésta de mayor relieve que la que en su momento llegó a adquirir como guionista de segunda fila de Hollywood.

Fue el propio Pechmann quien me abrió la puerta. Estaba cerca de la puerta, me dijo con sencillez, como excusándose. Había un mayordomo a diez metros y parecía contrariado de no haber podido abrir él. Amplia sonrisa de Pechmann. Tenía cara de hombre muy viejo, tal como me esperaba, pero también una notable cara de loco, lo que francamente me esperaba menos. Me hizo pasar al salón principal de la casa, pero se cansó enseguida de estar allí y me llevó a un despacho contiguo, una estancia algo rara, porque era —o así me lo pareció— despacho y al mismo tiempo consultorio, quirófano, cuarto de estar, relojería, garito de póquer y almacén de armas de fuego y aparejos de pesca. Escritas en una viga del techo podían leerse estas palabras: «A nadie le gusta salir de Elsinor con tanto viento fuera.»

Vio Pechmann que miraba con horror aquella incomprensible sala y me detenía en el intento de comprensión de lo que estaba escrito en aquella viga y decidió irse también de allí y me llevó a través del jardín hasta el bello invernadero de hierro verde forjado. Allí me invitó a sentarme en la que dijo que era una silla pensada para los invitados. Y de pronto, soltó esto:

—Pero al fin y al cabo, ¿de dónde viene tanta felicidad?

No sabía qué podía contestarle ni a qué felicidad se refería, si a la suya, o a la del mundo entero, o a la mía, tan improbable. Me preguntó por Louis H. Derek y le conté —como si le conociera de toda la vida— que estaba muy bien, que era muy feliz. Quiso entonces saber por qué era Derek tan feliz y vi que me había metido en un lío. Está muy contento de todo, le dije, porque ha descubierto que, en contra de lo que creía, su familia le quiere mucho.

Pechmann se rió, como si el que estuviera loco fuera yo. Y luego quiso saber cosas de mí. Soy Vilnius Lancastre, le dije, nací en Barcelona, una ciudad del Mediterráneo, famosa por sus Juegos Olímpicos. He vivido siempre entre esa ciudad y Madrid. Fui publicista de gran éxito, pero ahora me dedico sólo al cine, soy director y estoy preparando una película muy larga, muy larga, y para ella me iría bien saber algo relacionado con el guión de
Tres camaradas
, el film de Borzage en el que usted participó, aunque no sé si se acuerda mucho de ese film.

Me llamo John Pechmann, me contestó muy serio y parodiándome, tengo más de noventa años y fui concebido en el hotel Rebret de Decatur, Illinois. Nací en el Hospital Presbiteriano de aquella ciudad y me crié en Brooklyn, Nueva York. Jugué al béisbol en Central Park y conocí a mi secretaria, luego primera esposa, en uno de esos cotillones inagotables que había antes en el Waldorf. Estuve cuatro años con Ruth. Y ella, justo ya hacia el final de nuestro matrimonio, me acompañó a Hollywood cuando me encargaron trabajar en el dichoso guión de esa película. ¿Cómo no voy a acordarme de
Tres camaradas
si mientras trabajaba en ella mi primera mujer me abandonó?

Vaya, créame que lo siento, las mujeres son como la ayahuasca, le dije. Y ni yo sabía lo que significaba la frase, pero es que no sabía qué decirle y ni siquiera si era mejor que le hablara. No te preocupes por nada, todo eso ya pasó, me hizo saber él. Pues en ese caso no voy a preocuparme, dije. Después, tras esperar en vano que me preguntara qué era la ayahuasca, fui directo al asunto que me había llevado hasta allí. Tiene tanta memoria, pensé, que es capaz de acordarse del dato que ando buscando. Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien, dije. Él repitió la frase dos veces. Una y otra vez, muy lentamente. Y después comentó que el último paso de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan. No le entiendo, dije, o tal vez habla usted así porque le sobrepasa algo en estos momentos. La frase, contestó. No entiendo, dije. Que es la frase la que me sobrepasa, me aclaró. Y qué le ocurre a ésta, pregunté, aunque no sabía si él estaba hablando de mi frase o de la suya. Nada, dijo, sólo que la había olvidado y ahora la recuerdo. Y la enunció lentamente en voz alta: Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien,

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