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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (5 page)

BOOK: 1222
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—¿Está segura de que no quiere un poco?

Magnus Streng me ofreció la copa de vino tinto.

Ante todo me habría gustado recordarle que era médico. Que yo acababa de sufrir un accidente de bastante envergadura, y que un bastón de esquí me había atravesado la pierna con la consiguiente pérdida de sangre. Me quedé con las ganas de preguntarle si opinaba que el alcohol era la medicina adecuada para una señora inválida de mediana edad, en un estado general indudablemente debilitado.

—¡No gracias!

Pero no sonreí, lo cual fue igual de eficaz. Dejó la copa con mucho cuidado.

—De acuerdo —dijo levantándose—. Que pase una buena noche. Yo intentaré averiguar algo del misterio de la familia real.

Sonó mi teléfono móvil.

Es decir, se iluminó sin emitir ningún sonido. Siempre lo tengo en silencio. Hasta entonces había estado en el bolsillo de mi chaqueta de plumas. Se había caído al suelo mientras buscaba un trozo de chocolate. Descubrí quince llamadas sin responder.

Seguramente los medios se habían explayado sobre el accidente. Como las antenas parabólicas se habían caído con el viento o habían quedado enterradas por la nieve, no había ningún televisor que funcionara ni en el hotel, ni en los apartamentos privados. Algunos habían escuchado la radio durante la tarde y la noche. Nadie sabía nada nuevo sobre la acción de salvamento en sí. Daba la impresión de que el asunto simplemente se encontraba en punto muerto; tampoco podía decirse que nos encontráramos en peligro. Hasta yo tuve que admitir que sería absurdo arriesgar vidas para salvar a unos supervivientes que se encontraban sanos y salvos, bien alojados en un hotel con encanto. Y el maquinista muerto tampoco tendría mucha prisa en bajar de la montaña. En lo que al misterioso vagón de más respecta, parecía evidente que sus pasajeros estarían sanos y salvos, seguramente en el apartamento más elegante.

Todo estaba más o menos bajo control.

Excepto por el hecho de que me había olvidado por completo de algo importante.

Hay personas muy cercanas a mí; una mujer y una niña.

Había olvidado llamar a casa.

Aunque me preocupaba tener que hablar con Nefis e intenté buscar una estrategia antes de coger el teléfono, no logré olvidar del todo la reacción de Geir Rugholmen a mi pregunta sobre el vagón misterioso. Era altamente improbable que Mette Marit estuviera en el tren. Pero había un vagón de más. Y había guardias junto a la parte vallada del andén de la estación central de Oslo.

—Estoy viva —me apresuré a decir antes de que Nefis tuviera tiempo de abrir la boca—. No me ha pasado nada y estoy más o menos bien.

El rapapolvo duró tanto que dejé de escuchar.

Si no había miembros de la familia real en el último vagón, entonces ¿quién lo ocupaba?

—Perdóname —dije en voz tan baja que se hizo el silencio al otro lado—. Lo lamento de verdad. Debería haber llamado inmediatamente.

Fueran quienes fuesen los que viajaban en el último y totalmente distinto vagón del tren entre Oslo y Bergen, resultaba incomprensible que nadie los hubiera visto después del accidente. Alguien tendría que haberlos ayudado. Alguien de la patrulla de salvamento tendría que haberles asistido en el trayecto desde el túnel al hotel. Como los rumores no habían sino aumentado, la única explicación que encontré era que las personas del último vagón habían sido las primeras en recibir ayuda, y que por eso ya estaban alojadas en el apartamento de la última planta antes de que ninguno de nosotros llegara a Finse 1222.

—Lo siento —repetí—. De verdad.

Nefis estaba llorando al otro lado de la línea.

2 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

BRISA MUY DÉBIL

VELOCIDAD DEL VIENTO: 1,6 − 3,3 m/s

El viento se siente en el rostro.
Los copos de nieve se mueven más en horizontal que en vertical.

1

Me encontraba sola en la recepción. Esa gran estancia era una sala de estar para los huéspedes del hotel, con una larga mesa de madera junto a las ventanas orientadas al sureste, un par de rústicos sillones de mimbre al lado de la escalera, y un desgastado sofá en lo que se podía llamar —con buena voluntad— el bar en el otro extremo. Alguien había apagado casi todas las luces. En la penumbra, me desplacé con la silla hasta un rincón detrás de una poderosa viga maestra cuadrada donde había un termo de café y una pequeña máquina que, al parecer, dispensaba chocolate caliente. Encima de la barra del bar colgaba otro de esos toscos carteles tallados: «Milibar». Estuve a punto de sonreír. Por un instante pensé en la posibilidad de sentarme en uno de los pequeños sofás y pasar allí la noche. Sin duda sería más cómodo. No lo hice.

Era la una y cuarto, y estaba completamente sola.

La reunión informativa había sido muy poco informativa. Nos dijeron que estaba nevando más de lo que nadie podía recordar. Que hacía mucho viento y que el frío era extremo. Que el tren destrozado bloqueaba la vía hacia el oeste, y que por el momento tampoco había ninguna esperanza de recibir ayuda por el este. El rescate por aire era totalmente imposible, claro. Además nos tranquilizaron diciendo que habría comida y bebida suficiente para todo el mundo durante varios días, y que tampoco había ningún problema con el suministro eléctrico. Contaban con un generador por si la situación se complicaba.

Esto último era lo único que dijeron que yo no sabía de antemano.

Una reunión aburrida.

Sin embargo, más adelante me alegraría de haber estado presente.

2

El número total de personas que se encontraba en el hotel y en los apartamentos había descendido a 196, sin contar con los pasajeros del vagón secreto. Esta cifra incluía a los siete empleados del hotel, y a cuatro hombres y una mujer del Cuerpo Auxiliar de la Cruz Roja que por fortuna estaban en Finse para ultimar los preparativos de las vacaciones de invierno. Los únicos huéspedes normales eran tres turistas alemanes. Dos de ellos habían llegado en el mismo tren que nosotros: eran los que yo había visto cruzar laboriosamente el andén justo antes de que el tren siguiera su camino desde Finse. Parecían divertirse con el huracán y habían ingerido enormes cantidades de cerveza antes de irse a dormir los últimos de todos. Los demás pasajeros del tren estaban alojados en las casas de alrededor, que tenían nombres relacionados tanto con el ferrocarril como con la montaña: el Pico de Finse, el Edificio Electro y el Hogar de los Mil. Se nos dijo que esas viviendas se hallaban a una distancia de entre cien y trescientos metros del hotel. Pero con ese tiempo no tuvieron posibilidad alguna de volver para participar en la reunión.

Está claro que 196 personas no constituye un número válido para sacar conclusiones estadísticas. Por ejemplo, había demasiados hombres para que se nos pudiera comparar con una población normal. Y me pareció que había muy pocas personas mayores de sesenta años. Además no conté más de cuatro niños menores de diez años, aparte del bebé de rosa al que de hecho no había visto desde el accidente. También ignoraba la profesión de la gente, aunque poco a poco iba quedando patente que el número de pastores y colaboradores eclesiásticos era espantosamente alto. Una nutrida representación de esa gente iba a asistir a una reunión sobre el régimen de la Iglesia estatal en Bergen. Entre ese grupo se encontraba el no demasiado popular pastor futbolístico. Aunque he de decir que tras la confrontación con Kari Thue había empezado a mirar al hombre con otros ojos. Durante la reunión informativa se había sentado solo detrás de una columna junto al bar, lo que le impedía ver a la mujer de los bombachos que de un modo tranquilo y en un tono demasiado bajo nos pidió que tuviéramos paciencia, que aquello llevaría su tiempo. Antes de que desapareciera de mi campo visual me fijé en que el hombre parecía inusualmente serio. Kari Thue era capaz de espantar al propio diablo.

A pesar del limitado número de personas, entre las que se encontraban en desmedida desproporción los siervos de Dios y la profesión médica, tuve la impresión de estar observando a un grupo bastante representativo de noruegos. Allí sentada, apoyada en la pared junto a la escalera que bajaba al salón del sótano y subía al viejo vagón de ferrocarril suspendido en el aire a modo de puente entre el hotel y los apartamentos, contemplaba un conjunto de individuos blancos en su mayoría. Aparte de los dos kurdos y los tres alemanes, había una sola persona de origen no noruego: un hombre de piel oscura de unos cincuenta años que, a juzgar por su acento, provenía de Sudáfrica.

Tampoco podía descartar la posibilidad de que entre nosotros se escondiera algún sueco o danés.

Dado que el número de extranjeros que vive en Noruega representa alrededor del nueve por ciento de la población, nos encontrábamos a bastante distancia de la realidad. Pero por lo demás estaban representados casi todos mis paisanos. Jóvenes arrogantes con ropa escandalosamente cara que no intercambiaron una sola palabra con escoria como Adrian y su infeliz amiga. Estresados hombres de negocios con ordenadores portátiles ultracaros que intentaban conectarse a internet desesperadamente. Niños chillones y señoras de mediana edad. Un equipo de balonmano formado por chicas de unos catorce años completamente incapaces de entender el concepto de tratar con consideración a los demás. Iban por todo el hotel discutiendo en voz muy alta quién iba a compartir habitación con quién. Algunos adultos se esforzaban por mostrarse muy poco interesados por lo que estaba ocurriendo, otros charlaban sobre cualquier asunto, desde el reparto de habitaciones y la comida sorprendentemente buena, hasta el campeonato de bridge que se celebraba en el salón del sótano. Lo que todos teníamos en común, y que nos diferenciaba de los kurdos, los alemanes y el hombre sudafricano, era que nadie estaba realmente preocupado. Mientras que los dos musulmanes dirigían miradas de inquietud hacia las ventanas y se estremecían tanto al ver a Kari Thue como al oír el estruendo de la tormenta, los demás parecíamos estar pasando más o menos un fin de semana en la montaña. Lo cierto es que los alemanes parecían encantados de poder añadir un huracán a su colección de vivencias, si bien ni siquiera después de beberse seis cervezas de medio litro cada uno lograban ocultar su respeto por la tormenta y el miedo por las consecuencias. El sudafricano parecía más bien fascinado por el aspecto científico de la situación. Se acercaba constantemente a la ventana donde, ladeando la cabeza y poniendo la mano en el cristal, miraba con los ojos entornados los torbellinos de nieve como si buscara algo. Un par de veces se subió al alféizar y apoyó la frente contra el frío cristal, ensimismado.

Los demás nos sentamos como lo hacen los noruegos, y nos convertimos en un trocito de Noruega.

Lo cual —caí en la cuenta— tarde o temprano conduciría a un crimen. Tras un rápido cálculo mental concluí que ocurriría antes de cinco días, desde un punto de vista estadístico, haciendo un promedio y sin atender a las especiales circunstancias.

Pero al cabo de cinco días yo me encontraría muy lejos de Finse.

Igual que todos.

Por cierto, tengo que mencionar a los perros. Había cuatro en el tren cuando ocurrió el accidente, y todos se salvaron. Un caniche, un setter escocés, y otro que luego supe que era un perro de agua portugués.

El cuarto y último perro nos estuvo espantando a todos hasta que obligaron a su dueño a encerrarlo y a mantenerlo alejado de niños y otras almas delicadas.

3

Me había quedado dormida.

Por suerte enseguida me apercibí cuando Geir Rugholmen me dio un golpe en el hombro. Volví rápidamente la cara y me limpié la boca con la manga. Babeo una barbaridad cuando duermo.

—¿Es verdad lo que dijo el médico?

Hablaba en voz baja, en un susurro forzado.

—¿Cómo?

Me enderecé en la silla y levanté los brazos. El hombre se había acercado demasiado.

—¿Eres policía?

—Lo fui. Hace mucho. ¿Me dejas un poco más de espacio?

Eché irritada la cabeza hacia atrás para mostrarle lo que sentía. Miré el reloj; eran las seis menos veinticinco. De la mañana.

—¿Qué clase de policía? —insistió el hombre sin moverse.

—La noruega. Era una policía noruega normal y corriente.

—No me seas difícil. ¿En qué clase de casos trabajabas?

—Estuve en la policía de Oslo durante veinte años. Trabajé en muchos casos.

—¿Qué grado tenías?

—¿Por qué haces estas preguntas?

Geir Rugholmen se sentó con pesadez en uno de los sillones.

—Basta —dijo en tono abatido—. No entiendo por qué tienes que ser tan gilipollas. Hay un cadáver en el andén. Congeladísimo.

Se tapó la cara con las manos y apoyó los codos en las rodillas.

Me sorprendí pensando que me gustaba su olor. Olía a montaña y a hombre, y a vida al aire libre. No me gustan mucho las montañas, ni los hombres, ni la vida al aire libre. O mejor dicho, no es que sienta aversión hacia nada de eso, pero son cosas que no desempeñan ningún papel en mi vida. Y sin embargo, el olor de su ropa me recordaba a algo que no conseguía identificar, a algo seguro y cálido que me había esforzado por olvidar.

—Es una estupidez salir con este frío —dije—. Con este tiempo. Es un verdadero suicidio. Te mueres congelado, quiero decir.

—No ha muerto por congelación.

Intenté fingir que aquello no me interesaba nada. Geir Rugholmen se levantó entumecido. Negó con la cabeza, esbozó una sonrisa torcida y señaló las ventanas por las que se suponía que en días claros se veía el lago de Finse y, detrás, el imponente pico de Hardanger. Los alféizares eran anchos y se usaban para sentarse, a modo de bancos empotrados.

—A ese niñato tuyo no le importa mucho la comodidad.

De manera que después de todo no había estado sola. Adrian se hallaba tumbado en el alféizar y dormía en medio de una heladora corriente de aire con una chaqueta bajo la cabeza y tapado con una manta de la que asomaban sus gastadas zapatillas; todavía llevaba el gorro tapándole los ojos. Respiraba tranquilamente.

—¿Qué ha pasado? —pregunté a Geir Rugholmen, que se disponía a marcharse.

—Ya no puedo más.

—Has dicho que el cadáver está congeladísimo. Y que sin embargo no murió de frío. ¿Qué pasó?

Se detuvo, sin volverse.

—¿Vas a hacerme caso por fin? ¿De verdad estás dispuesta a ayudar?

Yo no quería ayudar en absoluto. Lo único que deseaba era que me rescataran de la montaña y perder de vista a toda esa gente, la ventisca y la maldita nieve, que cada vez hacía más difícil ver el exterior. Cuando intentaba fijar la mirada en ese caos en el que no había nada en que fijarla, me mareaba y me encontraba mal.

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