Un millón de muertos (23 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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¡Doctor Rosselló! Tal como deseara en Gerona, la aventura le estaba reconciliando con su profesión. A decir verdad, en Barcelona vaciló y estuvo a punto de hacer marcha atrás. ¡Era tanta la ingenuidad de los milicianos! Pero en cuanto irrumpieron en la carretera general comprendió que había elegido cuerdamente que su labor sería útil. Sí, era obvio que apenas las armas entablasen diálogo con el enemigo empezarían a llevarle cuerpos maltrechos, cuerpos y espíritus, pues el doctor sabía que la metralla no desgarraba únicamente la carne. ¿Cómo abandonar a aquella gente? El H… Julián Cervera le había dicho: «Nuestro lema es ayudar al prójimo». ¡Oh, sí! La cosa estaba clara. El doctor Rosselló podía obrar el bien, había ya empezado a hacerlo. Pese a lo cual, el francés Landrú, después de haber sido curado por él de un rasguño en una pierna, le dijo, mirándole a la cara y a las manos: «No sé si eres frío o caliente».

Durruti quiso también zanjar delante de sus hombres el capítulo de las recompensas y castigos. Fue muy escueto, como siempre. Las acciones heroicas se premiarían con permisos para ir a la retaguardia; con botín; con ascensos y con vales para dormir con mujeres fascistas detenidas en las cárceles de la zona. Las acciones cobardes, la deserción y el robo, se castigarían con penas que podían oscilar desde el salivazo en la cara hasta el cargador en el vientre.

—¿De dónde sacarás el botín? —le preguntó Porvenir.

—No te preocupes, todo lo requisado por mis hombres está guardado, intacto, no muy lejos de aquí.

Así, pues, todo el mundo sabía a qué atenerse y pronto se daría orden de acampar. La comitiva iba ya más despacio, de acuerdo con la majestuosa lentitud del sol, que se ponía mucho más allá del humo que salía del gasómetro de Zaragoza.

Entre los satisfechos, Porvenir había hecho también honor a su palabra: se había casado con Marche, con la hija del Responsable. Se casó en Caspe, de acuerdo con el rito de la columna: pasando él y la novia por debajo de un arco triunfal formado por la coincidencia en el aire de puños cerrados y fusiles. Marche estaba hermosa, con una flor blanca en el pelo, flor que le dio el Cojo, arrancándola de no se sabía dónde, quizá de la espuma de sus labios. Avanzó del brazo de Porvenir y, al llegar al final del túnel, ambos recibieron la bendición esbozada y cómica de un terceto formado por Arco Iris, un atleta rumano y el capitán Culebra, los cuales firmaron luego y legalizaron debidamente el acta.

Otro de los satisfechos era precisamente el capitán Culebra, el cual se había casado con Milagros, la criada gerundense, más alegre que unas castañuelas, que había servido en casa del notario Noguer. El capitán Culebra, que exhibía recio bigote, tenía fama de intrépido. Se decía de él que merecía ser minero asturiano. La culebra que guardaba en la cajita tapada con paño de hilo, le dio popularidad. El capitán Culebra se hizo anarquista el día que su primera mujer dio a luz un bebé muerto. El capitán Culebra soltó una blasfemia, golpeó la pared y se hizo anarquista. Ahora le decía a Milagros: «¡Nada de hijos!, ¿eh?» Luego añadía: «Te quiero». Milagros fingía incredulidad: «Ándele con el mocito. ¡Con ese bigote y puede hablar!»

Otro ser contento, o casi contento, era Dimas; el solitario Dimas. En efecto, el jefe del comité de Salt había descubierto un sistema para ventear sus negros pensamientos: la contemplación de las moscas y de las hormigas. Sentado aparte, con el fusil entre las piernas y la cantimplora repleta al lado, miraba a las moscas revolotear y apostaba consigo mismo sobre el lugar en que se posaría cada una de ellas: si en la punta de la nariz, en el gatillo del arma o sabre el tallo de una hierba. Por transparencia les veía el pequeño bulto digestivo, y sonreía con las piruetas de sus patas y le gustaba la serena conformación de sus alas. Prohibido causarles daño a las moscas. Y prohibido, más todavía, dañar a las hormigas. Sí, de repente Dimas había empezado a querer a las hormigas. Lo consiguió cuando se le ocurrió mirar a una de ellas aisladamente, a una sola. Entonces descubrió que aquella temblorosa miniatura vivía en un universo tan completo en sí y tan frágil como las ideas que a él le bullían en la cabeza y como aquella luna que muchas noches lo ponía nervioso. La hormiga avanzaba con rapidez desafiante y nunca se sabía lo que haría luego. De repente, se detenía, volvía sobre sus pasos o se encaramaba a un minúsculo bastón. Parecía sujeta a terribles tempestades interiores, o a un jadeo heredado. A veces se desprendía de ellas un inenarrable y contagioso afán de vivir. Tanto llegó Dimas a querer a las moscas y a las hormigas de Aragón, que se preguntó si en un mundo tan paradisíaco e higiénico como el que la FAI preconizaba no desaparecerían aquellas secretas compañías.

Sin embargo, había alguien en la columna Durruti que en cuestiones de amor y de euforia ¡e incluso de disfraz! les daba ciento y raya a todos. Durruti no lo conocía… No le encomendó ningún servicio especial, no lo nombró hombre-clave; pero ahí estaba él, bastándose así mismo, con las estrellas de capitán; ara José Alvear, sobrino de Matías. Aquel a quien Carmen Elgazu no conseguía perdonar y que un día se apeó en la estación de Gerona con una maleta de madera llena de folletos clandestinos. Aquel que un día le dijo a Ignacio: «¡Hay que arrasar a las víboras y a la madre que las parió!»

José Alvear había llegado con los refuerzos anarquistas de Madrid. Nunca se acercó a los «puestos de mando», pues odiaba la adulación. Sin embargo, entre los suyos era archiconocido y muy en breve lo sería en la columna. No sólo por su vitalidad sino porque en todas las Milicias Antifascistas era el único individuo que llevaba sombrero hongo! ¡Ah, sí, Arco Iris reventaría de celos al enterarse! José Alvear requisó el sombrero en Madrid, en uno de los palacios de la Castellana, después de participar en el asalto a los cuarteles de la Montaña, asalto en el que se distinguió. Con él formó parte de la procesión que exhibió en lo alto de un palo, por las calles de Madrid, la cabeza del general López Ochoa. Con él patrulló de noche al volante de un Fiat «que tiraba como Dios», desde el cual, antes de «cargárselo» contra un árbol, aplicó a una serie de personas —entre ellas ¡dos marquesas!— la justicia que aprendió de su padre y de la FAI. Con él, en fin, había combatido en la Sierra con la columna Mangada, había saludado de lejos las trincheras «fascistas» y se había casado tres veces desde el estallido de la revolución.

José Alvear admiraba a Durruti, pero no se lo quería demostrar. Por otra parte, había llegado al frente de Aragón un poco cansado, por lo que montó hábilmente la tienda de campaña y se echó a dormir en un colchón —lengua de gato—, tapándose incluso la cabeza con una manta.

Durmió nueve horas de un tirón. Y cuando apenas nacido el nuevo día, él hubo bostezado y salido de la tienda de campaña y encendido el primer pitillo, le ocurrió algo que complicó increíblemente su estado de ánimo: reconoció, a pocos pasos, al Cojo. ¡No cabía duda! Allí estaba el sobrino del Responsable, el camarada de Gerona, junto a una pancarta que decía: «Las hienas antifascistas», frotándose como siempre las nalgas y mirando por todas partes como si buscara su propia razón de ser.

José Alvear se hizo una rápida composición de lugar. ¡Claro, claro, había muchos voluntarios de Gerona! José Alvear, sin pérdida de tiempo, tiró el pitillo y se acercó al Cojo. Y después de un brevísimo preámbulo, le preguntó por la familia Alvear; y vio tembletear los labios del Cojo y oyó de boca de éste que el curita de la familia la había «palmao».

José, entonces, notó que su pecho retrocedía y no supo qué hacer. Sin darse cuenta, se quitó el sombrero hongo. Miró al Cojo, luego a la camuflada chavola de Durruti y por último se volvió entero hacia Zaragoza, envuelta todavía en la bruma del gasómetro ardiendo. Entonces recordó a la familia de Gerona, completa, en el comedor, rodeando a César. Los vio uno por uno, Ignacio un poco distraído, y le volvió a los oídos aquel «ora pro nobis». Dio media vuelta y regresó a su tienda. Allá se sentó, tiró el sombrero a un rincón y se pasó largo rato acariciándose la memoria.

* * *

La columna Durruti, después de una escaramuza en las inmediaciones del pueblo de Escatrón, llegó tan cerca de Zaragoza que esta ciudad, con sus instalaciones azucareras y sus industrias e material ferroviario, parecía al alcance de la mano. El teniente Coronel Díaz Sandino, jefe de las fuerzas aéreas de Cataluña, enviaba sin cesar, desde el aeródromo del Prat, todos los aviones de que disponía, con orden de bombardear las pequeñas concentraciones enemigas que se iban observando. Díaz Sandino anunció desde el balcón del Ayuntamiento que la «rendición de Zaragoza era inminente» e igualmente lo anunció el comandante Pérez Farrás. .

Sin embargo, los defensores, que habían empezado a dar fe de vida en los pueblos de La Zaila y Azaila —aparecieron incluso unos escuadrones de caballería—, siguieron mostrándose activos en Quinto, Codo y Belchite. Ello forzó a Durruti a concebir un amplio movimiento envolvente. La tregua que ello supuso facilitó el trasiego de una a otro campo, lo cual había de alterar las bases de la operación. En efecto, un nutrido grupo de guardias civiles se pasó en bloque a los «rebeldes»; en compensación, empezaron a presentarse a Durruti, en mucha mayor escala que en Teruel, fugitivos de Zaragoza, sobre todo guardias de Asalto y soldados, así como también paisanos con sus mujeres.

La teoría de estos desertores se parecía a la de los desertores do Teruel, pero con una variante: si Zaragoza no les abría limpiamente las puertas, la culpa la tenía la propia columna Durruti. En efecto, los guardias de Asalto, que llegaban con el terror impreso aún en los ojos, consideraban que fue una necedad anunciar con bombo y platillos el itinerario de la columna, y, sobre ludo, invitar por radio y por medio de folletos aéreos a los treinta Mil sindicalistas de Zaragoza a que desobedecieran las órdenes de los militares y saboteasen su acción. Las consecuencias habían sido inmediatas y tajantes: Cabanellas, el general sublevado, pese a que terminaba aún sus alegatos con el grito de «¡Viva la República!», había procedido a una sangrienta «labor de limpieza», con un número de víctimas imposible de calcular. Todos los cuadros revolucionarios habían sido diezmados, y entre las familias humildes reinaba el espanto. Ellos mismos no podían exhibir ningún documento de partido o sindical porque los habían tirado quemado. Por añadidura, un millar de requetés navarros habían llegado en ayuda de Cabanellas. «Compañero Durruti, te estamos contando la verdad. Ha sido un error, que ha costado muy caro. Ha costado la vida de muchísimos camaradas. Si quieres nombres, te los daremos. Tus compañeros Gil y Royo fueron fusilados ayer mientras ardía el gasómetro…»

El comandante Pérez Farrás se impresionó mucho al oír semejante lenguaje y por su parte, Durruti, al escuchar los nombres de sus compañeros de la FAI, palideció. No obstante, el jefe anarquista comprendió que no era cosa de dedicarse a lamentar errores, por lo demás inevitables, pues el único sistema de organizar en Cataluña la columna con rapidez fue darle publicidad. Así que pidió más apoyo aéreo y, acuciado por los milicianos, algunos de los cuales habían empezado a operar por su cuenta, sobre todo los del ala Sur, dio las órdenes oportunas para el asalto definitivo a la capital.

* * *

—¡Fuego!

Era la primera batalla que merecía el nombre de tal… El singular ruido producido por las diversas armas disparando a un tiempo aturdió a los milicianos. Durruti y Pérez Farrás orientaron las baterías de acuerdo con las indicaciones de los desertores. ¡Aviones, cuidado! Los voluntarios anarquistas se tiraban al suelo, comiendo tierra. ¿Qué ocurría en el mundo? A juzgar por la expresión de los rostros, al mundo le habían dado en el corazón.

El choque se produjo a lo largo de una línea discontinua y arbitraria. A falta de trincheras y de parapetos, se aprovechaban los accidentes del terreno, en especial los montículos y las zanjas. ¡Ah, no, ya no se trataba de hacer puntería contra tricornios clavados en una verja y mucho menos de despanzurrar curas o notarios en una cuneta! Enfrente habían aparecido hombres dispuestos a matar. Soldados. Acción Popular. Falangistas, requetés ¡requetés navarros! y guardias civiles. ¿Dónde se ocultaban exactamente? No se sabía. Donde se esperaba resistencia fuerte, no había nadie; donde el terreno parecía libre, sonaba de pronto una descarga cerrada.

Durruti, desde su observatorio, había visto al enemigo. Había visto boinas rojas —¡suicida, en la guerra, el color rojo!—, camisas azules —¿dispararían flechas los falangistas?— y había visto oficiales y soldados boca abajo arrastrándose hábilmente y ocupando con precisión los ángulos muertos. El resumen era claro. El ala derecha, dirigida por el propio Pérez Farrás, arrollaba al adversario; en cambio, el ala izquierda y la cuña central, al mando del coronel Mena, de Tarragona, tropezaban con inesperadas dificultades.

A la media hora de iniciado el combate, lloraba ya sobre Aragón. De los cañones brotaban lágrimas, lo mismo que de las ametralladoras, de los fusiles y de las granadas de mano. Empezaron las ausencias. ¿Dónde está éste, dónde está el otro, dónde está aquél? Un poder oscurísimo succionaba a los hombres, algunos de los cuales, Ideal entre ellos, luchaban cuerpo a cuerpo, mientras otros, entre ellos, Dimas, no veían enemigo a su alrededor. En el llano la mezcolanza era tal que la aviación y la artillería se abstenían de actuar para no machacar las avanzadillas propias.

Las balas, e incluso la metralla, parecían salir con destino fijo. Pero, apenas fuera del cañón, y como si la velocidad las cegase, se orientaban a capricho y lo mismo podían matar un gusano que convertir en gusano a un hombre o a una mujer. Era un reparto a voleo, lo contrario de las matemáticas.

También se manifestaban a capricho la valentía y la generosidad. Había individuos y pelotones —los homosexuales del Sindicato del Espectáculo— que parecían olvidarse de que querían seguir viviendo. A otros los acorralaba el pánico y hubo quien, a semejanza de los
arrivistas
gatos de la cárcel de Gerona, cambiaban de talante sin cesar. Por supuesto, influían en grado sumo la Voz y facha de los mandos y el tremolar de las banderas. En cuanto a la generosidad ¿qué decir? Constantemente se producían Cotos generosos, anónimos y sin duda en honor de ellos Arco tris se había colocado en la cabeza una corona de laurel. «Tú espera aquí, yo voy delante», era generosidad. «Agáchate tú, que yo y hombre triste», era generosidad. «Cuidado, Porvenir, que acabas de casarte», era generosidad. Los prismáticos de los jefes no apercibían de ello, porque tenía lugar en voz baja y a menudo en la intimidad del ser. Pero hubo quien dio la vida por el amigo, hubo quien la dio por el compañero desconocido. ¿Por qué en la charca de sangre se oía glu-glu? Porque las acciones generosas brincaban como las ranas.

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