Todos los cuentos de los hermanos Grimm (75 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Siguió el ave preguntando:

«¿Qué hace la bruja negra en la casa?»

Y respondió el mozo:

«En brazos del Rey reposa;

del Rey, de quien es la esposa.»

Exclamó el pato:

«¡Dios tenga piedad!»

Y nadando, se alejó del fregadero.

Volvió al anochecer del siguiente día, repitiendo las mismas preguntas, y lo mismo el día tercero. El ayudante de cocina, incapaz de callarse por más tiempo, fue a dar cuenta al Rey de lo que sucedía. Éste quiso cerciorarse por sí mismo, y aquella noche bajó a la cocina.

Cuando el pato asomó la cabeza por el fregadero, se la cortó en redondo de un sablazo, y en el mismo instante quedó transformado en la bellísima doncella del retrato que su hermano había pintado. Tuvo el Rey una inmensa alegría, y como la muchacha estaba completamente mojada, mandó traer ropas preciosas y vestirla con ellas.

Entonces la joven le contó como había sido víctima de la falacia y la traición de los suyos, que habían acabado arrojándola al río; y lo primero que pidió fue la libertad de su hermano.

Fue sacado éste del foso de las serpientes y luego el Rey, dirigiéndose al aposento ocupado por la bruja, preguntó a ésta: «¿Qué merece quien haya hecho tal y tal cosa?», diciéndole de lo que se trataba. Estaba la vieja tan ofuscada que, sin caer en la cuenta, respondió:

—Merece que se le encierre desnuda en un barril erizado de clavos, se enganche un caballo al barril y se lance el animal al trote.

La sentencia se cumplió en ella y en su negra hija, mientras el Rey se desposaba con la blanca y bellísima muchacha, y recompensaba a su fiel hermano, colmándolo de riquezas y honores.

Los tres cirujanos

V
IAJABAN por esos mundos tres cirujanos castrenses, que creían conocer muy bien su profesión, y entraron a pasar la noche en una posada.

Preguntóles el posadero de dónde venían y adónde se dirigían.

—Vamos por el mundo ejerciendo nuestro arte —respondieron.

—Mostradme, pues, de lo que sois capaces —dijo el patrón.

El primero dijo que se cortaría la mano, y a la mañana siguiente volvería a unirla al brazo y quedaría curado. El segundo se comprometió a sacarse el corazón y volvérselo a poner por la mañana; y el tercero dijo que se sacaría los ojos, y a la siguiente mañana los devolvería a su lugar.

—Si en realidad hacéis lo que decís es que, en efecto, conocéis vuestra profesión —observó el posadero.

Y es que los tres cirujanos tenían una pomada capaz de curar cualquier herida; y llevaban siempre consigo un frasco de ella.

Cortáronse pues la mano, el corazón y los ojos, respectivamente, tal y como habían dicho y, depositándolos en un plato, lo entregaron al fondista el cual, a su vez, lo pasó a una criada para que lo guardase cuidadosamente en el armario.

Pero la criada tenía, de escondidas, un novio que era soldado. Cuando el dueño, los tres cirujanos y todos los huéspedes se hubieron acostado, llegó el muchacho y pidió algo de comer, y la criada, abriendo el armario de la despensa, le sirvió una cena; y con la alegría de verse al lado de su novio, y poder charlar con él, olvidóse de cerrar el armario.

Mientras estaba tan contenta con su soldadito, sin pensar en que podría ocurrirle nada malo, el gato se deslizó furtivamente en la cocina y, encontrando abierta la puerta del armario, hízose con la mano, el corazón y los ojos de los cirujanos y se escapó con ellos.

Una vez cenado el soldadito, la sirvienta quitó la mesa y, al disponerse a cerrar el armario, se dio cuenta de que estaba vacío el plato que le entregara el dueño para guardarlo.

—¡Desdichada de mí! ¿Y cómo me las arreglo ahora? —exclamó muy asustada—. Han desaparecido la mano, el corazón y los ojos. ¡La que me espera mañana!

—No te preocupes —le dijo el soldado—; yo voy a arreglarlo. Ahí fuera, en la horca, hay colgado un ladrón. Le cortaré una mano. ¿Cuál era?

—La derecha.

Diole la muchacha un afilado cuchillo, y el hombre se fue a cortar la mano del condenado. A continuación, cogió al gato y le sacó los ojos, y ya sólo faltaba el corazón.

—¿No habéis matado un cerdo y guardáis la carne en la bodega?

—Sí —respondió la sirvienta.

—Pues no hace falta más —dijo el soldado.

Bajó a la bodega y trajo el corazón del cochino. La muchacha lo puso todo en el plato y lo colocó en el armario, y cuando el novio se hubo despedido, acostóse tranquilamente.

Por la mañana, al levantarse los cirujanos pidieron a la criada que les trajese el plato con la mano, el corazón y los ojos. Hizo ella lo que le pedían, y el primero se aplicó la mano del ladrón. Y, por efecto de la milagrosa pomada quedó, en el acto, adherida al brazo. Los otros dos se quedaron, respectivamente, con el corazón del cerdo y los ojos del gato.

El posadero, que había asistido a la operación, maravillóse de su arte y declaró que jamás había visto prodigio semejante, y que los encomiaría y recomendaría en todas partes. Ellos pagaron el hospedaje y se marcharon.

Durante el camino, el del corazón de cerdo, tan pronto como encontraba un rincón se iba directamente a hozar en él, como es costumbre de los cerdos. Sus compañeros hacían lo posible por retenerlo, cogiéndolo por los faldones de la guerrera; pero todo era inútil; él se soltaba, para precipitarse a los lugares más sucios. También el segundo se sentía algo extraño y, frotándose los ojos, decía al primero:

—¿Qué pasa, compañeros? Estos ojos no son los míos. No veo nada; guíame para que no me caiga.

Y así continuaron, con penas y trabajos, hasta la noche, en que llegaron a otra posada.

Entraron juntos en la sala general, y vieron a un hombre muy rico que estaba contando dinero en la mesa de una esquina. El de la mano del ladrón dio unas vueltas frente a él, estiró dos o tres veces el brazo y, en un momento en que el hombre se volvió, metió mano en el dinero y se llevó un buen puñado.

Violo el segundo y le dijo:

—¿Qué haces, compañero? No debes robar. ¡Qué vergüenza!

—No he podido evitarlo —respondió el otro—. Me tira la mano y me fuerza a cogerlo, quiera o no.

Fuéronse luego a dormir, y la habitación estaba tan oscura que no se veía nada a dos dedos de distancia cuando, de repente, el de los ojos de gato despertó a sus compañeros exclamando:

—Hermanos, ¿no veis esos ratoncitos blancos que corren por ahí?

Incorporáronse los otros dos, pero no vieron nada; y entonces, dijo él:

—Algo nos ocurre a los tres. Seguro que no nos devolvieron lo nuestro. Tenemos que volver a la otra posada, en la que nos engañaron.

A la mañana siguiente desandaron el camino de la víspera y dijeron al hostelero que no les habían devuelto las partes de su cuerpo que les pertenecían. El uno había recibido la mano de un ladrón; el segundo, los ojos de un gato, y el tercero, un corazón de cerdo.

Disculpóse el posadero diciendo que debía ser cosa de la criada. Pero ésta, al ver regresar a los tres, huyó por la puerta trasera y no volvió a aparecer por aquellos lugares. Entonces los tres amigos le exigieron que los compensase con una fuerte cantidad de dinero, amenazándolo con incendiar su casa. El hombre les dio cuanto poseía y algo más que logró reunir, y los tres marcharon con lo necesario para el resto de su vida. Pero la verdad es que hubieran preferido recobrar lo que les pertenecía.

Los tres operarios

E
RANSE tres compañeros de oficio que habían convenido correr el mundo juntos y trabajar siempre en una misma ciudad. Llegó un momento, empero, en que sus patronos apenas les pagaban nada, por lo que se encontraron al cabo de sus recursos y no sabían de qué vivir.

Dijo uno:

—¿Cómo nos arreglaremos? No es posible seguir aquí por más tiempo. Tenemos que marcharnos, y si no encontramos trabajo en la próxima ciudad, nos pondremos de acuerdo con el maestro del gremio para que cada cual le escriba comunicándole el lugar en que se ha quedado; así podremos separarnos con la seguridad de que tendremos noticias los unos de los otros.

Los demás convinieron en que esta solución era la más acertada, y se pusieron en camino.

A poco se encontraron con un hombre, ricamente vestido, que les preguntó quiénes eran.

—Somos operarios que buscamos trabajo. Hasta ahora hemos vivido juntos, pero si no hallamos acomodo para los tres, nos separaremos.

—No hay que apurarse por eso —dijo el hombre—. Si os avenís a hacer lo que yo os diga, no os faltará trabajo ni dinero. Hasta llegaréis a ser grandes personajes, e iréis en coche.

Respondió uno:

—Estamos dispuestos a hacerlo, siempre que no sea en perjuicio de nuestra alma y de nuestra salvación eterna.

—No —replicó el desconocido—, no tengo interés alguno en ello.

Pero uno de los mozos le había mirado los pies y observó que tenía uno de caballo y otro de hombre, por lo cual no quiso saber nada de él.

Mas el diablo declaró:

—Estad tranquilos. No voy a la caza de vuestras almas, sino de otra que es ya mía en una buena parte, y sólo falta que colme la medida.

Ante esta seguridad aceptaron la oferta, y el diablo les explicó lo que quería de ellos. El primero contestaría siempre de esta forma a todas las preguntas: «Los tres»; el segundo: «Por dinero», y el último: «Era justo». Debían repetirlas siempre por el mismo orden, absteniéndose de pronunciar ninguna palabra más. Y si infringían el mandato, se quedarían inmediatamente sin dinero, mientras que si lo cumplían, tendrían siempre los bolsillos llenos.

De momento les dio todo el que podían llevar ordenándoles que, al llegar a la ciudad, se dirigiesen a una determinada hospedería cuyas señas les dio.

Hiciéronlo ellos así, y salió a recibirlos el posadero preguntándoles:

—¿Queréis comer?

A lo cual respondió el primero:

—Los tres.

—Desde luego —respondió el hombre—; ya me lo suponía.

Y el segundo añadió:

—Por dinero.

—¡Naturalmente! —exclamó el dueño.

Y el tercero:

—Y era justo.

—¡Claro que es justo! —dijo el posadero.

Después que hubieron comido y bebido bien, llegó el momento de pagar la cuenta, que el dueño entregó a uno de ellos.

—Los tres —dijo éste.

—Por dinero —añadió el segundo.

—Y era justo —acabó el tercero.

—Desde luego que es justo —dijo el dueño—; pagan los tres, y sin dinero no puedo dar nada.

Ellos le abonaron más de lo que les pedía y, al verlo, los demás huéspedes exclamaron:

—Esos individuos deben de estar locos.

—Sí, lo están —dijo el posadero—; les falta un tornillo.

De este modo permanecieron varios días en la posada, sin pronunciar más palabras que:

«Los tres», «Por dinero», «Era justo». Pero veían y sabían lo que allí pasaba.

He aquí que un día llegó un gran comerciante con mucho dinero, y dijo al dueño:

—Señor posadero, guardadme esta cantidad, pues hay ahí tres obreros que me parecen muy raros y temo que me roben.

Llevó el posadero la maleta del viajero a su cuarto, y se dio cuenta de que estaba llena de oro. Entonces asignó a los tres compañeros una habitación en la planta baja, y acomodó al mercader en una del piso alto.

A medianoche, cuando vio que todo el mundo dormía, entró con su mujer en el aposento del comerciante y lo asesinó de un hachazo. Cometido el crimen, fueron ambos a acostarse.

A la mañana siguiente, se produjo una gran conmoción en la posada al ser encontrado el cuerpo del mercader muerto en su cama, bañado en sangre. El dueño dijo a todos los huéspedes, que se habían congregado en el lugar del crimen:

—Esto es obra de esos tres estrambóticos obreros.

Lo cual fue confirmado por los presentes, que exclamaron:

—Nadie pudo haberlo hecho sino ellos.

El dueño los mandó llamar y les preguntó:

—¿Habéis matado al comerciante?

—Los tres —respondió el primero.

—Por dinero —añadió el segundo.

—Y era justo —dijo el último.

—Ya lo habéis oído —dijo el posadero—. Ellos mismos lo confiesan.

En consecuencia, fueron conducidos a la cárcel, en espera de ser juzgados. Al ver que la cosa iba en serio, entróles un gran miedo; mas por la noche se les presentó el diablo y les dijo:

—Aguantad aún otro día y no echéis a perder vuestra suerte. No os tocarán un cabello de la cabeza.

A la mañana siguiente comparecieron ante el tribunal, y el juez procedió al interrogatorio:

—¿Sois vosotros los asesinos?

—Los tres.

—¿Por qué matasteis al comerciante?

—Por dinero.

—¡Bribones! —exclamó el juez—. ¿Y no habéis retrocedido ante el crimen?

—Era justo.

—Han confesado y siguen contumaces —dijo el juez—. Que sean ejecutados en seguida.

Fueron conducidos al lugar del suplicio, y el posadero figuraba entre los espectadores. Cuando los ayudantes del verdugo los habían subido al patíbulo, donde el ejecutor aguardaba con la espada desnuda, de pronto se presentó un coche tirado por cuatro caballos alazanes, lanzados a todo galope. Y, desde la ventanilla, un personaje envuelto en una capa blanca venía haciendo signos.

Dijo el verdugo:

—Llega el indulto.

Y, en efecto, desde el coche gritaban: «¡Gracia! ¡Gracia!». Saltó del coche el diablo, en figura de noble caballero magníficamente ataviado, y dijo:

—Los tres sois inocentes. Ya podéis hablar. Decid lo que habéis visto y oído.

Y dijo entonces el mayor:

—Nosotros no asesinamos al comerciante. El culpable está entre los espectadores —y señaló al posadero—. Y en prueba de ello, que vayan a la bodega de su casa, donde encontrarán otras muchas víctimas.

Fueron enviados los alguaciles a comprobar la verdad de la acusación, y cuando lo hubieron comunicado al juez, éste ordenó que fuese decapitado el criminal.

Dijo entonces el diablo a los tres compañeros.

—Ahora ya tengo el alma que quería. Quedáis libres, y con dinero para toda vuestra vida.

El príncipe intrépido

E
RASE una vez el hijo de un rey, que estaba cansado de vivir en el palacio paterno, y como no conocía el miedo pensó: «Quiero salir a correr mundo. Así no me aburriré, ni se me hará largo el tiempo, y veré cosas maravillosas».

Despidióse de su padre y se puso en camino, andando incansablemente de la mañana a la noche, sin preocuparse del sitio a que lo llevara la ruta.

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