Todos los cuentos de los hermanos Grimm (38 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Al llegar al palacio de la princesa, dispuso ésta que se confeccionasen doce vestidos de cazador, todos iguales, y ella y las once muchachas se los pusieron. Despidióse luego de su padre montando todas a caballo, dirigiéronse a la corte de su antiguo novio a quien tanto amaba.

Preguntó allí si necesitaban monteros, y pidió al Rey que los tomase a los doce a su servicio. Viola el Rey sin reconocerla; pero eran todas tan apuestas y bien parecidas que aceptó el ofrecimiento, y las doce doncellas pasaron a ser los doce monteros del Rey.

Pero éste tenía un león, animal prodigioso, que sabía todas las cosas ocultas y secretas; y una noche dijo al Rey:

—¿Crees tener doce monteros, verdad?

—Sí —respondió el Rey—, son doce monteros.

Prosiguió el león:

—Te equivocas; son doce doncellas.

Y replicó el Rey:

—No es verdad. ¿Cómo me lo pruebas?

—¡Oh! —respondió el animal—, no tienes más que hacer esparcir guisantes en su antecámara. Los hombres andan con paso firme, y cuando pisen los guisantes verás cómo no se mueve ni uno; en cambio, las mujeres andan a pasitos, dan saltitos y arrastran los pies, por lo que harán rodar todos los guisantes.

Parecióle bien el consejo al Rey, y mandó esparcir guisantes por el suelo.

Pero un criado del Rey, que era adicto a los monteros y oyó la prueba a que se les iba a someter, fue a ellos y les contó lo que ocurría.

—El león quiere demostrar al Rey que sois muchachas —les dijo.

Diole las gracias la princesa y dijo a sus compañeras:

—Haceos fuerza y pisad firme sobre los guisantes.

Cuando, a la mañana siguiente, el Rey mandó llamar a su presencia a los doce monteros, al atravesar éstos la antesala donde se hallaban esparcidos los guisantes lo hicieron con paso tan firme que ni uno solo se movió de su sitio ni rodó por el suelo.

Una vez se hubieron retirado, dijo el Rey al león:

—Me has mentido; caminan como hombres.

Y replicó el león:

—Supieron que iban a ser sometidas a prueba y se hicieron fuerza. Manda traer a la antesala doce tornos de hilar; verás cómo se alegran al verlos, cosa que no haría un hombre.

Parecióle bien al Rey el consejo, y mandó poner los tornos de hilar en el vestíbulo.

Pero el criado amigo de los monteros apresuróse a revelarles la trampa que se les tendía, y la princesa dijo a sus compañeras al quedarse a solas con ellas:

—Haceos fuerza y no os volváis a mirar los tornos.

A la mañana, cuando el Rey mandó llamar a los doce monteros, cruzaron todos la antesala sin hacer el menor caso de los tornos de hilar.

Y el Rey repitió al león:

—Me has mentido; son hombres, pues ni siquiera han mirado los tornos.

A lo que replicó el león:

—Supieron que ibas a probarlas y se han hecho fuerza.

Pero el Rey se negó a seguir dando crédito al león.

Los doce monteros acompañaban constantemente al Rey en sus cacerías, y el Monarca cada día se aficionaba más a ellos.

Sucedió que, hallándose un día de caza, llegó la noticia de que la prometida del Rey estaba a punto de llegar. Al oírlo la novia verdadera sintió tal pena que, dándole un vuelco el corazón, cayó al suelo sin sentido.

Pensando el Rey que había ocurrido un accidente a su montero preferido, corrió en su auxilio y le quitó el guante. Al ver en el dedo la sortija que un día diera a su prometida, miró su rostro y la reconoció. Emocionado le dio un beso y, al abrir ella los ojos, le dijo:

—Tú eres mía y yo soy tuyo, y nadie en el mundo puede cambiar este hecho.

Y, acto seguido, despachó un emisario con encargo de rogar a la otra princesa que se volviera a su país, puesto que él tenía ya esposa y quien ha encontrado la llave antigua no necesita una nueva.

Celebróse la boda, y el león recuperó el favor del Rey, puesto que a fin de cuentas había dicho la verdad.

El ladrón, el fullero y su maestro

J
UAN quería que su hijo aprendiera un oficio; fue a la iglesia y rogó a Dios Nuestro Señor que le inspirase lo que fuera más conveniente.

El sacristán, que se encontraba detrás del altar, le dijo: «¡Ladrón fullero, ladrón fullero!».

Volvió Juan junto a su hijo y le comunicó que había de aprender de ladrón fullero, pues así lo había dicho Dios Nuestro Señor.

Se puso en camino con el muchacho en busca de alguien que supiera aquel oficio.

Después de mucho andar, llegaron a un gran bosque, y allí encontraron una casita en la que vivía una vieja. Preguntóle Juan:

—¿No sabría de algún hombre que entienda el oficio de ladrón fullero?

—Aquí mismo, y muy bien lo podrás aprender —dijo la mujer—; mi hijo es maestro en el arte.

Y Juan habló con el hijo de la vieja:

—¿No podría enseñar a mi hijo el oficio de ladrón fullero?

A lo que respondió el maestro:

—Enseñaré a vuestro hijo como se debe. Volved dentro de un año; si entonces lo conocéis, renuncio a cobrar nada por mis enseñanzas; pero si no lo conocéis, tendréis que pagarme doscientos ducados.

Volvió el padre a su casa, y el hijo aprendió con gran aplicación el arte de la brujería y el oficio de ladrón.

Transcurrido el año fue el padre a buscarlo, pensando tristemente durante el camino cómo se las compondría para reconocer a su hijo.

Mientras avanzaba sumido en sus cavilaciones, fijó la mirada ante sí y vio que le salía al paso un hombrecillo, el cual le preguntó:

—¿Qué te pasa, buen hombre? Pareces muy preocupado.

—¡Ay! —exclamó Juan—, hace un año coloqué a mi hijo en casa de un maestro en fullería, el cual me dijo que volviese al cabo de este tiempo, y si no reconocía a mi hijo, tendría que pagarle doscientos ducados; pero si lo reconocía, no debería abonarle nada. Y ahora siento gran miedo de no reconocerlo, pues no sé de dónde voy a sacar el dinero.

Díjole entonces el hombrecillo que se llevase una corteza de pan y se colocara con ella debajo de la campana de la chimenea. Sobre la percha de que pendían las cremalleras había un cestito del que asomaba un pajarillo; aquél era su hijo.

Entró Juan y cortó una corteza de pan moreno delante de la cesta. Inmediatamente salió de ella un pajarillo y se lo quedó mirando.

—Hola, hijo mío, ¿estás aquí? —dijo el padre.

Alegróse el hijo al ver a su padre, mientras el maestro refunfuñó:

—El diablo te lo ha dicho. ¿Cómo, si no, habrías podido reconocer a tu hijo?

—Padre, vámonos —dijo el muchacho.

El padre emprendió, con su hijo, el regreso a casa; durante el camino se cruzaron con un coche. Dijo entonces el muchacho:

—Voy a transformarme en un gran lebrel, y así podréis ganar mucho dinero conmigo.

Y gritó el señor del coche:

—Buen hombre, ¿queréis venderme ese perro?

—Sí —respondió el padre.

—¿Cuánto pedís?

—Treinta ducados.

—Mucho dinero es, buen hombre; pero en fin, el lebrel me gusta y me quedo con él.

El señor lo subió al coche; pero apenas hubo corrido un breve trecho cuando el perro, saltando del carruaje por la ventanilla a través del cristal, desapareció y fue a reunirse con su padre.

Llegaron los dos juntos a casa. Al día siguiente había mercado en la aldea vecina, y dijo el mozo a su padre:

—Ahora me transformaré en un magnífico caballo, y vos me venderéis. Pero después de cerrar el trato debéis quitarme la brida, pues de otro modo no podría volver a mi condición de persona.

Encaminóse el hombre al mercado con su caballo, y se le presentó el maestro de fullerías y le compró el animal por cien ducados; mas el padre, distraído, se olvidó de quitarle la brida.

El comprador se llevó el caballo a su casa y lo metió en el establo. Al pasar la criada por el zaguán, dijo el caballo:

—¡Quítame la brida, quítame la brida!

La muchacha se quedó parada, el oído atento:

—¡Cómo! ¿Sabes hablar?

Fue y le quitó la brida, y el caballo, transformándose en gorrión, huyó volando sobre la puerta. Pero el maestro convirtióse también en gorrión y salió detrás de él. Al alcanzar al otro empezó la pelea; pero el maestro, que llevaba las de perder, se transformó en pez y se sumergió en el agua. Entonces el joven se volvió también pez y se reanudó la lucha; el maestro lo pasaba mal, y hubo de transformarse nuevamente. Tomó la figura de un pollo, y el mozo, la de una zorra y, lanzándose sobre su maestro, le cortó la cabeza de una dentellada. Y ahí tenéis al maestro muerto; y muerto sigue hasta el día de hoy.

Los tres favoritos de la fortuna

U
N padre llamó un día a sus tres hijos y les regaló: al primero, un gallo; al segundo, una guadaña, y al tercero, un gato.

—Ya soy viejo —les dijo—, se acerca mi muerte, y antes de dejaros he querido asegurar vuestro porvenir. Dineros no tengo, y lo que os doy ahora quizás os parezca de poco valor; todo depende de cómo sepáis emplearlo. Que cada uno busque un país en el que estas cosas sean desconocidas, y vuestra fortuna estará hecha.

Muerto el padre, el hijo mayor se marchó con su gallo; pero dondequiera que llegaba, el animal era conocido; en las ciudades lo veía ya desde lejos en lo alto de los campanarios, girando a merced del viento; y en los pueblos lo oía cantar. Su gallo no causaba la menor sensación, y no parecía que hubiese de traerle mucha suerte.

Llegó, por fin, a una isla cuyos habitantes jamás habían visto un gallo, y que además no sabían distribuir el tiempo. Distinguían, sí, la mañana de la tarde; mas por la noche, en cuanto dormían, nunca sabían qué hora era.

—Mirad —les dijo él— este apuesto animal que lleva en la cabeza una corona escarlata, y en los pies espolones como un caballero. Por la noche os cantará tres veces a una hora fija, y cuando lo haga por última vez, querrá decir que está ya para salir el sol. Y cuando cante durante el día, preparaos, pues sin duda habrá un cambio de tiempo.

A aquellas personas les gustaron las cualidades del gallo, y se pasaron una noche sin dormir comprobando con gran satisfacción que anunciaba la hora a las dos, las cuatro y las seis. Preguntaron entonces al joven si estaba dispuesto a venderles el ave, y cuánto pedía por ella.

—El oro que pueda transportar un asno —respondióles.

—Es una bagatela por un animal tan precioso —declararon unánimemente los isleños y, gustosos, le dieron por el gallo lo que pedía.

Cuando el mozo regresó a su casa con su fortuna sus dos hermanos se quedaron admirados, y el segundo dijo:

—Pues ahora me marcho yo, a ver si logro sacar tan buen partido de mi guadaña.

No parecía probable, ya que por doquier encontraba campesinos que iban con el instrumento al hombro como él.

Finalmente, llegó también a una isla cuyos moradores desconocían la guadaña. Cuando el grano estaba maduro llevaban a los campos cañones de artillería y los arrasaban a cañonazos. Pero era un procedimiento muy impreciso, pues unas bombas pasaban demasiado altas; otras, daban contra las espigas en vez de hacerlo contra los tallos, con lo que se perdía buena parte de la cosecha; y nada digamos del ensordecedor estruendo que metían con todo aquello.

Adelantándose el joven forastero, se puso a segar silenciosamente y con tanta rapidez que a las gentes les caía la baba de verlo. Se declararon dispuestos a comprarle la herramienta por el precio que pidiese; y, así, recibió un caballo cargado con todo el oro que pudo transportar.

Tocóle la vez al tercer hermano, que partió con el propósito de sacar el mejor partido posible de su gato. Le sucedió como a los otros dos; mientras estuvo en el continente no pudo conseguir nada, pues en todas partes había gatos, tantos que a la mayoría de cachorros los ahogaban al nacer.

Pero al fin se embarcó y llegó a una isla en la que, felizmente para él, nadie había visto jamás ninguno, y los ratones andaban en ella como Perico por su casa bailando por encima de mesas y bancos, lo mismo si el dueño estaba como si no. Los isleños hallábanse de aquella plaga hasta la coronilla, y ni el propio rey sabía cómo librarse de ella en su palacio. En todas las esquinas se veían ratones silbando y royendo lo que llegaba al alcance de sus dientes.

Pero he aquí que entró el gato en escena, y en un abrir y cerrar de ojos limpió de ratones varias salas, por lo que los habitantes suplicaron al Rey que comprase tan maravilloso animal para bien del país. El Rey pagó gustoso lo que le pidió el dueño, que fue un mulo cargado de oro; y, así, el tercer hermano regresó a su pueblo más rico aún que los otros dos.

En palacio, el gato se daba la gran vida con los ratones, matando tantos que nadie podía contarlos. Finalmente, le entró sed, acalorado como estaba por su mucho trabajo y, quedándose un momento parado, levantó la cabeza y gritó: «¡Miau, miau!». Al oír aquel extraño rugido, el Rey y todos sus cortesanos quedaron aterrorizados y, presa de pánico, huyeron del palacio.

En la plaza celebró consejo el Rey para estudiar el proceder más adecuado en aquel trance. Decidióse, al fin, enviar un heraldo al gato para que lo conminara a abandonar el palacio; advirtiéndole que, de no hacerlo, se recurriría a la fuerza.

Dijeron los consejeros:

—Preferimos la plaga de los ratones, que es un mal conocido, a dejar nuestras vidas a merced de un monstruo semejante.

Envióse a un paje a pedir al gato que abandonase el palacio de buen grado; pero el animal, cuya sed iba en aumento, se limitó a contestar: «¡Miau, miau!», entendiendo el paje: «¡No, no!»; y corrió a transmitir la respuesta al Rey.

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