Todos los cuentos de los hermanos Grimm (34 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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A la noche le condujeron al lecho real; pero él puso su espada de doble filo entre él y la joven reina; y aunque ella no comprendió el porqué lo hacía, no se atrevió a preguntárselo.

Después de permanecer en palacio dos o tres días, habiéndose informado de todo lo relativo al bosque encantado, dijo:

—Tengo que volver a cazar allí.

El rey padre y la joven reina trataron de disuadirlo; pero él insistió y, al fin, partió al frente de un numeroso séquito.

Al llegar al bosque sucedióle lo que a su hermano. Vio una hermosa cierva blanca y dijo a sus hombres:

—Quedaos aquí hasta que regrese; quiero capturar esta hermosa pieza.

Y se entró en el bosque, seguido de sus animales. Pero tampoco él pudo alcanzar a la cierva, y penetró tan adentro de la selva, que no tuvo más remedio que quedarse allí a pasar la noche.

Cuando hubo encendido la hoguera, oyó que sobre su cabeza alguien gemía:

—¡Uh, uh, uh, qué frío tengo!

Y, mirando a lo alto, descubrió en la copa a la misma bruja de antes. Díjole:

—Si sientes frío, baja viejecita a calentarte.

Respondió ella;

—No, tus animales me morderían.

Y él:

—No te harán ningún daño.

—Te echaré un bastón —contestó la bruja—; pégales con él, y no me harán nada.

Al oír el cazador estas palabras, entróle desconfianza de la vieja y le dijo:

—Yo no pego a mis animales. Baja tú, o subiré yo a buscarte.

—¿Qué te propones? —exclamó la bruja—. ¡Conmigo no podrás!

—Si no bajas, te derribo de un balazo —le replicó él.

—Dispara cuanto quieras; no les temo a tus balas.

Apuntóle el cazador y disparó; pero la bruja era inmune a las balas de plomo, y no hacía sino reírse y chillar:

—¡No me tocarás!

Pero el cazador sabía cómo habérselas con ella; arrancóse tres botones de plata de su chaqueta y cargó con ellos su arma; contra ellos no tenían poder los encantamientos de la bruja y, así, al primer disparo cayó al suelo con un gran grito.

El mozo le puso el pie encima y le dijo:

—¡Vieja bruja, si no me revelas inmediatamente dónde está mi hermano te cojo con las dos manos y te echo al fuego!

Espantóse ella y, pidiendo gracia, dijo;

—Él y sus animales están en un foso convertidos en piedra.

Entonces, él la forzó a acompañarlo y, amenazándola, le dijo:

—¡Viejo mico, o devuelves la vida a mi hermano y a todos los que aquí yacen, o te arrojo al fuego!

Cogió ella una vara y, al tocar las piedras, resucitaron su hermano con sus animales, además de numerosos mercaderes, artesanos y pastores, todos los cuales le dieron gracias por su liberación y se fueron a sus casas.

Los gemelos, al volverse a ver, se abrazaron con los corazones que rebosaban alegría. Agarrando luego a la bruja, la ataron y la echaron al fuego. Y he aquí que, cuando estuvo consumida, abrióse el bosque espontáneamente, quedando despejado y luminoso, y apareció el palacio a tres horas de distancia.

Encamináronse entonces los dos hermanos hacia la Corte, y por el camino se contaron mutuamente sus aventuras.

Al decir el menor que era regente del reino, le contestó el otro:

—Ya me di cuenta, pues cuando llegué a la ciudad y me confundieron contigo, me tributaron honores reales. También la joven reina me tomó por su esposo y me hizo comer a su lado en la mesa y dormir en su cama.

Al oír el joven rey estas palabras, en un súbito arrebato de cólera y celos, desenvainó la espada y, de un tajo, cercenó la cabeza de su hermano. Pero, al verlo muerto y bañado en sangre, sintió un fuerte arrepentimiento:

—¡Mi hermano me ha salvado —exclamó—, y yo en pago, le he quitado la vida!

Y se lamentaba a voz en grito. Acercósele entonces su liebre y se le ofreció para ir en busca de la raíz milagrosa; y, en efecto, pudo traerla aún a tiempo. El muerto volvió a la vida sin que quedasen señales de la herida.

Siguieron, pues, su camino, y dijo el menor:

—Tienes un parecido completo conmigo y vistes como yo ropas reales, y te siguen los mismos animales que a mí. Entraremos por dos puertas opuestas y nos presentaremos simultáneamente al Rey, viniendo de dos direcciones contrarias.

Separándose, pues, y a un mismo momento, la guardia de una y otra puerta comunicó al Rey que el joven príncipe acababa de llegar de la cacería con sus animales. Observó el monarca:

—Esto no es posible; entre una puerta y la otra hay una hora de distancia.

Pero he aquí que, procediendo de direcciones opuestas, entraron en el patio de palacio los dos hermanos y se apearon de sus monturas.

Dijo entonces el anciano Rey a su hija:

—Dime, ¿cuál de los dos es tu esposo? Son como dos gotas de agua, y yo no soy capaz de distinguirlos.

La princesa quedó de momento perpleja y angustiada, sin saber qué responder hasta que, acordándose del collar que diera a los animales, vio el broche de oro del león y exclamó con gran alegría:

—Aquel a quien sigue este león es mi verdadero esposo.

Echóse a reír el joven rey, diciendo:

—Sí, éste es el verdadero.

Y todos se sentaron a la mesa y comieron y bebieron, contentos y satisfechos.

A la noche, cuando el joven rey se fue a la cama, preguntóle su esposa:

—¿Por qué las noches anteriores pusiste en el lecho entre los dos tu espada de doble filo? Creí que querías matarme.

Entonces comprendió él hasta qué extremo le había sido leal su hermano.

El destripaterrones

E
RASE una aldea cuyos habitantes eran todos labradores ricos, y sólo había uno que era pobre; por eso le llamaban el destripaterrones. No tenía ni una vaca siquiera y, menos aún, dinero para comprarla; y tanto él como su mujer se morían de ganas de tener una.

Dijo un día el marido:

—Oye, se me ha ocurrido una buena idea. Pediré a nuestro compadre, el carpintero, que nos fabrique una ternera de madera y la pinte de color pardo, de modo que sea igual que las otras. Así crecerá, y con el tiempo nos dará una vaca.

Gustóle a la mujer la idea, y el compadre carpintero cortó y acepilló convenientemente la ternera, la pintó primorosamente e incluso la hizo de modo que agachase la cabeza, como si estuviera paciendo.

Cuando, a la mañana siguiente, fueron sacadas las vacas, el destripaterrones llamó al pastor y le dijo:

—Mira, tengo una ternerita, pero es tan joven todavía que hay que llevarla a cuestas.

—Bueno —respondió el pastor y, echándosela a los hombros, la llevó al prado y la dejó en la hierba.

Quedóse la ternera inmóvil, como paciendo, y el pastor pensaba: «No tardará en correr sola, a juzgar por lo que come».

Al anochecer, a la hora de entrar el ganado, dijo el pastor a la ternera:

—Si puedes sostenerte sobre tus patas y hartarte como has hecho, también puedes ir andando como las demás. No esperes que cargue contigo.

El destripaterrones, de pie en la puerta de su casa, aguardaba el regreso de su ternerita, y al ver pasar al boyero conduciendo el ganado y que faltaba su animalejo, le preguntó por él. Respondió el pastor:

—Allí se ha quedado comiendo; no quiso seguir con los demás.

—¡Toma! —exclamó el labrador—, yo quiero mi ternera.

Volvieron entonces los dos al prado, pero la ternera no estaba; alguien la había robado.

—Se habrá extraviado —dijo el pastor.

Pero el destripaterrones le replicó:

—¡A mí no me vengas con ésas!

Y presentó querella ante el alcalde, el cual condenó al hombre, por negligencia, a indemnizar al demandante con una vaca.

Y he aquí cómo el destripaterrones y su mujer tuvieron, por fin, la tan suspirada vaca. Estaban contentísimos, pero como no tenían forraje, no podían darle de comer y, así, hubieron de sacrificarla muy pronto. Después de salar la carne, el hombre se marchó a la ciudad a vender la piel para comprar una ternerilla con lo que de ella sacara.

Durante la marcha, al pasar junto a un molino, encontró un cuervo que tenía las alas rotas; recogiólo por compasión, y lo envolvió en la piel. Como el tiempo se había puesto muy malo, con lluvia y viento, el hombre no tuvo más remedio que pedir alojamiento en el molino.

Sólo estaba en casa la moza del molino, la cual dijo al destripaterrones:

—¡Duerme en la paja!

Y por toda comida le ofreció pan y queso. Comióselo el hombre y echóse a dormir con el pellejo al lado, y la mujer pensó: «Está cansado y duerme ya».

En esto entró el sacristán, el cual fue muy bien recibido por la moza del molino, que le dijo:

—El amo está fuera; entra y vamos a darnos un banquete.

El destripaterrones no dormía aún, y al escuchar que se disponían a darse buena vida, enfadóse por haber tenido que contentarse él con pan y queso.

Puso la chica la mesa y sirvió asado, ensalada, pasteles y vino.

Cuando se disponían a sentarse a comer, llamaron a la puerta:

—¡Dios santo! —exclamó la chica—. ¡El amo!

Y, a toda prisa, escondió el asado en el horno, el vino debajo de la almohada, la ensalada entre las sábanas y los pasteles debajo de la cama; en cuanto al sacristán, lo ocultó en el armario de la entrada.

Acudiendo luego a abrir al molinero, le dijo:

—¡Gracias a Dios que volvéis a estar en casa! ¡Vaya tiempo para ir por el mundo!

El molinero, al ver al labrador tendido en el heno, preguntó:

—¿Qué hace ahí ése?

—¡Ah! —dijo la muchacha—, es un pobre infeliz a quien cogió la lluvia y la tormenta y me pidió cobijo. Le he dado pan y queso, y lo he dejado dormir en el pajar.

Dijo el hombre:

—Nada tengo que decir a eso; mas prepárame pronto algo de comer.

A lo cual contestó la moza.

—Pues no tengo sino pan y queso.

—Me contentaré con lo que sea —respondió el hombre—; venga el pan y el queso —y, mirando al destripaterrones, lo llamó—. Ven, que comeremos juntos.

El otro no se lo hizo repetir y comieron en buena compañía. Viendo el molinero en el suelo la piel que envolvía al cuervo, preguntó a su invitado:

—¿Qué llevas ahí?

A lo que replicó el labrador:

—Ahí dentro llevo un adivino.

—¿También a mí podría adivinarme cosas? —inquirió el molinero.

—¿Por qué no? —repuso el labrador—. Pero solamente dice cuatro cosas; la quinta se la reserva.

—Es curioso —dijo el hombre—. ¡Haz que adivine algo!

El labrador apretó la cabeza del cuervo, y el animal soltó un graznido: «¡Crr, crr!»

Preguntó el molinero:

—¿Qué ha dicho?

Respondió el labriego:

—En primer lugar, ha dicho que hay vino debajo de la almohada.

—¡Ésta sí que sería buena! —exclamó el molinero y, yendo a comprobarlo, volvió con el vino—. Adelante —dijo.

Nuevamente hizo el destripaterrones graznar al cuervo:

—Dice ahora que hay asado en el horno.

—¡Ésta sí que sería buena! —repuso el otro y, saliendo, se trajo el asado.

El forastero siguió haciendo hablar al pajarraco:

—Esta vez dice que hay ensalada sobre la cama.

—¡Ésta sí que sería buena! —repitió el molinero y, en efecto, pronto volvió con ella.

Por última vez, apretó el destripaterrones la cabeza del cuervo e, interpretando su graznido, dijo:

—Pues resulta que hay pasteles debajo de la cama.

—¡Ésta sí que sería buena! —exclamó el molinero, y entrando en el dormitorio encontró, efectivamente, los pasteles.

Sentáronse entonces los dos a la mesa, mientras la moza del molino, asustadísima, se fue a meter en la cama guardándose las llaves.

Al molinero le hubiera gustado saber la quinta, pero el labrador le dijo:

—Primero nos comeremos tranquilamente éstas, pues la quinta no es tan buena.

Comieron, pues, discutiendo entretanto el precio que estaba dispuesto a pagar el molinero por la quinta predicción, y quedaron de acuerdo en trescientos ducados.

Volvió entonces el destripaterrones a apretar la cabeza del cuervo, haciéndolo graznar ruidosamente.

Pregunto el molinero:

—¿Qué ha dicho?

Y respondió el labriego:

—Ha dicho que en el armario del vestíbulo está escondido el diablo.

—¡Pues el diablo tendrá que salir! —gritó el dueño, corriendo a abrir de par en par la puerta de la casa.

Pidió luego la llave del armario a la moza, y ella no tuvo más remedio que entregársela; al abrir el mueble el destripaterrones, el sacristán echó a correr como alma que lleva el diablo, a lo cual dijo el molinero:

—¡He visto al negro con mis propios ojos; teníais razón!

A la mañana siguiente, el destripaterrones se marchaba de madrugada con trescientos ducados en el bolso.

De regreso a su casa, el hombre se hizo el rumboso, y empezó a construirse una linda casita, por lo cual los aldeanos se decían entre sí:

—De seguro que el destripaterrones habrá estado en el país donde nieva oro y la gente recoge el dinero a espuertas.

Citólo el alcalde para que diese cuenta de la procedencia de su riqueza, y él respondió:

—Vendí la piel de mi vaca en la ciudad por trescientos ducados.

Al oír esto los campesinos, deseosos de aprovecharse de tan espléndido negocio, apresuráronse a matar todas sus vacas y despellejarlas, con el propósito de venderlas en la ciudad e hincharse de ganar dinero.

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