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Authors: Agatha Christie

Sangre en la piscina

BOOK: Sangre en la piscina
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Hércules Poirot es invitado por su vecina, lady Angkatell a almolzar con ellos. Al llegar a la piscina, donde se va a tomar el aperitivo, a Poirot se le presenta una escena completa de asesinato que aparentemente acaba de ocurrir: John Christow, amigo de la familia, aparece asesinado, y a su lado su mujer sosteniendo una pistola en la mano. Poirot se enfrenta con la difícil tarea de averiguar si la señora Christow ha matado realmente a su marido o si por el contrario todo ha sido una trampa habilmente preparada.

Agatha Christie

Sangre en la piscina

ePUB v1.0

Ormi
02.10.11

Título original:
The Hollow

Traducción: Guillermo López Hipkiss

Agatha Christie, 1946

Edición 1987 - Editorial Molino - 270 páginas

ISBN: 84-272-0138-9

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

ALFREGE
(Madame): Dueña de la casa de modas en que está empleada Midge.

ANGKATELL
(David): Joven estudiante de Oxford y primo de los Angkatell.

ANGKATELL
(Sir Enrique): Hacendado aristócrata y ex diplomático.

ANGKATELL
(Eduardo): Joven y rico propietario, primo de los Angkatell.

ANGKATELL
(Lady Lucía): Esposa de sir Enrique.

CLARK
: Sargento de policía.

COLLINS
(Beryl): Eficiente secretaria del doctor Christow.

CRABTREE
(Mistress): Una vieja enferma sometida a especial tratamiento por el doctor citado.

CRAY
(Verónica): Hermosa cineasta, prometida que fue de Christow.

CHRISTOW
(Gerda): Sumisa esposa de Christow.

CHRISTOW
(Juan): Célebre médico.

CHRISTOW
(Terence y Zena): Hermanos, e hijos del repetido doctor, de 12 y 9 años, respectivamente.

EMMOTT
(Doris): Ayudante de cocina de los Angkatell.

GRANGE
: Inspector de policía.

GUDGEON
: Mayordomo fiel de los Angkatell.

HARDCASTLE
(Midge): Joven y bella prima de esa familia.

LEWIS
: Criado de los Christow.

MEDWAY
: Cocinera de los Angkatell.

PATTERSON
(Elise): Hermana de Gerda Christow.

POIROT
(Hércules): Famoso detective belga.

SAUNDERS
(Doris): Joven modelo de la Savernake.

SAVERNAKE
(Enriqueta): Excelente escultora, pariente de los Angkatell y amante del doctor Christow.

SIMMONS
: Doncella de lady Lucía.

Capítulo I

Cierto viernes, a las seis y trece de la mañana, Lucía Angkatell descorrió los párpados, contempló el nuevo día con ojos azules de sorprendente tamaño, despabilóse al instante como de costumbre y se dispuso a enfrentarse con los problemas que su mente, increíblemente activa, había evocado ya.

Sentía la urgente necesidad de consultar y conversar con alguien, y su elección recayó sobre Midge Hardcastle, una prima suya, muy joven, que llegara a
The Hollow
la noche anterior.

Saltó, pues, de la cama, se echó una bata sobre los hombros, que los años no habían hecho desmerecer, y avanzó por el pasillo en dirección a la alcoba de Midge.

Mujer de desconcertante rapidez de pensamiento, lady Angkatell, como era su invariable costumbre, dio principio a la conversación mentalmente, recurriendo a su fértil imaginación para suministrar las contestaciones de Midge.

Se hallaba aquella conversación imaginaria en todo su apogeo cuando abrió la puerta del cuarto de Midge.

— ...conque, querida, tendrás que reconocer que este fin de semana va a presentar dificultades de
verdad
.

—¿Eh? ¿Cuál? —gruñó Midge, despertando bruscamente de un sueño profundo, satisfactorio y reparador.

Lady Angkatell cruzó hacia la ventana, abrió las persianas y alzó la cortina con un rápido movimiento, dando paso a la pálida claridad de un amanecer de septiembre.

— ¡Pájaros! — murmuró, atisbando por el vidrio con gesto de bondad y de placer—. ¡Qué ricos!

—¿Cómo?

—Sea como fuere, el tiempo no ofrecerá obstáculos. Da la impresión de que continuará bueno. Algo es algo. Porque, si una serie de caracteres incompatibles se ven obligados a permanecer encerrados en casa, estarás de acuerdo conmigo en que la situación se hace diez veces peor. Juegos de salón quizá. Lo que resultaría igual que el año pasado, que jamás podré perdonarme por lo de la pobre Gerda. Le dije a Enrique más tarde que tuve muy poco tacto..., y una no tiene
más remedio
que invitarla, claro está, porque sería tan grosero invitar a Juan y no invitarla a ella..., pero la verdad, eso complica las cosas... Y lo peor es que ella es tan buena y simpática... Con franqueza, a veces sí que parece raro que una muchacha tan agradable como Gerda esté tan desprovista de inteligencia. Y si es eso a lo que se refieren cuando hablan de la ley de compensación, no me parece
nada
justo.

—Pero, ¿de qué estás hablando, Lucía?

—Del fin de semana, querida. De la gente que llega mañana. He estado pensando en eso toda la noche y no sabes lo que me preocupa. Conque es un alivio discutirlo contigo, Midge. Tienes siempre tanto sentido común y eres tan práctica...

— Lucía —dijo Midge con severidad—, ¿tú sabes la hora que es?

—Con exactitud, no. Ya sabes bien, que fijamente nunca lo sé.

—Son las seis y cuarto.

—Sí, querida —murmuró lady Angkatell, sin dar muestra alguna de contrición.

Midge la miró con severidad. ¡Cuan exasperante, cuan completamente imposible era Lucía! La verdad, pensó Midge, no sé por qué la aguantamos.

Sin embargo, no bien se hizo esta pregunta, halló la contestación. Lucía Angkatell estaba sonriendo y, al mirarla Midge, sintió el extraordinario y persuasivo encanto que había ejercido Lucía durante toda su vida y que, aun ahora, pasados los sesenta años de edad, seguía sin fallarle. Por él, habían soportado inconveniencias, molestias y desconciertos, personas de todo y por todo el mundo: potentados extranjeros, embajadores, funcionarios del Gobierno... Era la infantil delicia, el infantil placer que sus propios actos le proporcionaban lo que desarmaba y anulaba toda crítica. Bastaba con que Lucía abriera aquellos ojazos azules y tendiese las frágiles manos, y murmurara: «¡Oh! ¡Cuánto lo siento!» para que se desvaneciera todo resentimiento.

—Querida —dijo lady Angkatell—, cuánto lo siento... ¡Debiste advertírmelo!

—Te lo estoy advirtiendo ahora..., pero ¡es demasiado tarde! Estoy completamente despabilada.

—¡Qué lástima! Pero sí que me ayudarás, ¿verdad?

—¿En lo que al fin de semana se refiere? ¿Por qué? ¿Qué pasa?

Lady Angkatell se sentó en el borde de la cama. No era, pensó Midge, como si cualquier otra persona lo hubiese hecho. Resultaba tan ingrávido el acto, como si un hada se hubiera posado un segundo allí.

Lady Angkatell tendió las manos blancas, que parecían revolotear como mariposas, en gesto encantador y de impotencia.

—Viene toda la gente que no debiera..., la gente que no debiera
juntarse
quiero decir, no que sean insoportables en sí. Todos ellos son encantadores en realidad...

—¿Quién viene?

Midge se apartó el espeso, negro y áspero cabello de la cuadrada frente con un brazo moreno y consistente. Ella sí que no tenía nada de ingrávida, ni de aspecto de hada.

—Pues... Juan y Gerda. Eso está bien en sí. Quiero decir que Juan es delicioso..., muy atractivo. Y en cuanto a la pobre Gerda..., bueno, hemos de ser todos bondadosos con ella. Muy, muy bondadosos.

Impulsada por un vago instinto, Midge dijo:

—Vamos, no es para tanto.

—Oh, querida, es una verdadera pena..., un cuadro lastimero. Esos ojos... Y nunca parece comprender una palabra de lo que se le dice.

—Y no la comprende, en efecto —aseguró Midge—. La que tú dices, al menos. Pero no tiene ella la culpa. Corren tan aprisa tus pensamientos, Lucía, que, para no quedarse atrás, tu conversación da unos saltos asombrosos. Te comes todos los eslabones y no hay manera de relacionar una frase con la otra.

—Igual que un mono
[1]
—murmuró lady Angkatell, vagamente.

—Pero, ¿quién más viene aparte de los Christow? ¿Supongo que Enriqueta?

El rostro de la dama se animó.

—Sí, es un verdadero baluarte; alguien con quien se puede contar. Siempre lo es. Enriqueta es bondadosa de verdad..., de una bondad maciza, ¿sabes?, no sólo superficial. Será una gran ayuda en el caso de Gerda. Fue maravillosa el año pasado. Cuando jugamos a hacer ripios, o a citar extractos, o a componer palabras... o lo que fuera. Y todos habíamos terminado y estábamos leyendo lo que habíamos hecho, cuando nos dimos cuenta de pronto de que la pobre Gerda ni siquiera había empezado. Ni siquiera estaba segura de a qué estábamos jugando. Fue terrible, ¿verdad, Midge?

— Lo que no acabo de comprender —contestó la muchacha—, es por qué viene nadie a pasar unos días con los Angkatell. Entre devanarse los sesos, aguantar los juegos de salón y soportar tu singular manera de hablar, Lucía querida.

—Sí, querida. Debemos ser algo insoportables... Y para Gerda debe ser odioso. Muchas veces pienso que, si tuviera una pizca de energía, no aparecería por aquí. Pero, sea como fuere, la cosa es que la pobre parecía tan aturdida y..., bueno, dolida. Y Juan daba la sensación de estar impaciente. Y a mí no se me ocurría cómo arreglar la situación. Y fue entonces cuando le estuve tan agradecida a Enriqueta. Se volvió hacia Gerda y la interrogó acerca del suéter que llevaba..., un suéter horrible, de un color verde lechuga descolorido... deprimente y como de saldo... Y Gerda se animó en seguida. Parece ser que lo había hecho ella misma y Enriqueta le pidió el modelo. Y Gerda se puso tan contenta y se sintió tan orgullosa... Y eso es lo que quiero decir de Enriqueta. Siempre sabe hacer esas cosas. Es una especie de don.

—Se toma molestias —dijo Midge, lentamente.

—Sí, y sabe lo que decir.

—¡Ah! —murmuró Midge—, es que no se conforma con decir. ¿Sabes tú, Lucía, que Enriqueta llegó incluso a hacerse ese suéter?

—¡Santo Dios! Y..., ¿se lo puso?

—Y se lo puso. Enriqueta no hace las cosas a medias.

—Y, ¿era muy horrible?

—No. Llevándolo Enriqueta, resultaba muy bonito.

—Sí, claro, era de esperar. En eso estriba la diferencia entre Enriqueta y Gerda. Todo lo que hace Enriqueta lo hace bien, y sale bien. Es hábil en casi todo, además de serlo en su especialidad. Estoy segura de que si el fin de semana se salva de un fracaso, se lo deberemos a Enriqueta. Se mostrará agradable con Gerda, distraerá a Enrique, mantendrá a Juan de buen humor y estoy segura de que resultará una gran ayuda en el caso de David.

—¿David Angkatell?

—Él. Viene de la Universidad de Oxford..., o quizá sea de la de Cambridge. Los muchachos de sus años son tan difíciles..., sobre todo cuando son intelectuales. Lástima que no aplazaron lo de ser intelectuales hasta tener más edad. Así no hacen más que dirigirle a una miradas torvas y morderse las uñas. Y parecen estar llenos de manchas o granos... y tener la mar de desarrollada la nuez de la garganta también. Y o se niegan a hablar, o hablan a voces, llevando a todo el mundo la contraria. De todas formas, como ya he dicho, confío en Enriqueta. Tiene mucho tacto, y sabe qué preguntas hacer. Y como es escultora, la respeta, sobre todo, puesto que no se limita a esculpir cabezas de niños y animales, sino que hace cosas avanzadas, como esa cosa tan extraña de metal y escayola que expuso en el Salón de Artistas Modernos el año pasado. A mí me pareció la caricatura de una escalera. Se llamaba Pensamiento Ascendente... o algo así. Es una de esas cosas que impresionan a los muchachos como David. A mí, personalmente, me pareció una estupidez.

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