Panteón (133 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Ella también le miró, pero no dijo nada. Simplemente, giró de nuevo la cabeza hacia el frente y siguió caminando. Assher no la detuvo ni trató de hablarle. Después de todo, no tenían nada que decirse.

Cuando los primeros hombres-serpiente cruzaron la Puerta interdimensional de camino a un nuevo mundo, Gerde tuvo la impresión de que ya no había vuelta atrás.

Se sintió inquieta, pero a la vez exultante y extrañamente triste.

Gaedalu lloraba.

Grandes lágrimas caían de sus enormes ojos acuosos mientras sostenía entre sus brazos el cuerpo de la pequeña Ankira. Su piel se estaba resecando por momentos, pero no le importaba.

Los dioses se habían retirado de la mente de la niña nada más localizar a Gerde, y ella se había deslizado hasta el suelo, inerte, como una hoja de otoño. Sus ojos seguían estando en blanco. Su corazón todavía latía, pero lo hacía con esfuerzo, como si no creyera que valiese la pena continuar haciéndolo. Habían tratado de reanimarla, pero era inútil.

También ellos estaban muertos de cansancio. Fue como si, una vez que los dioses dejaron de prestarles atención, se hubiesen llevado consigo toda la energía que los mantenía en pie. Qaydar estaba sentado sobre el suelo, con los hombros hundidos y la mirada baja, como un anciano que se hubiese cansado de vivir. Alsan había hundido el rostro entre las manos y sollozaba sin saber por qué.

Sobre sus cabezas, aún protegidas por el hechizo del Archimago, las voces de los dioses seguían retumbando en aquel susurro incomprensible, señal de que seguían estando en aquel mundo, en alguna parte... pero ya no hablaban con ellos ni tenían la menor intención de seguir escuchándolos.

Fue así como los encontraron Jack y Victoria cuando se precipitaron en el interior de la Sala de los Oyentes, momentos más tarde. Victoria se detuvo de golpe y se tapó los oídos, con un gemido, pero Jack tiró de ella hasta llevarla al interior de la campana protectora.

Alsan no alzó la cabeza siquiera. Jack lo agarró por la ropa y le hizo volverse hacia él, con violencia. Después, cerró el puño y descargó un golpe contra su mandíbula, con todas sus fuerzas.

—>Esto por haberle puesto las manos encima a Victoria y a mi hijo —le echó en cara, irritado.

Iba a pegarle de nuevo, pero Victoria lo detuvo.

—>¡No tenemos tiempo para esto, Jack!

El joven se contuvo a duras penas.

—>Hablaremos de esto —le prometió—. No creas que voy a dejar las cosas así.

Alsan no respondió. Se había llevado la mano a la cara, al lugar donde Jack le había golpeado. Sin duda le había dolido, pero no parecía importarle. Alzó la cabeza hacia ellos, con la mirada perdida. Jack lo sacudió sin contemplaciones.

—>¡Escúchame! ¿Lo habéis hecho? ¿Les habéis dicho a los dioses dónde está el Séptimo dios?

Alsan asintió, con cierto esfuerzo. Jack dejó escapar una maldición.

—>¡Eres un inconsciente! —le recriminó—. ¿Tienes idea de lo que has hecho? ¡Si destruyen a Gerde liberarán al Séptimo y la batalla entre ellos será tan feroz que acabará con todos nosotros!

Alsan lo miró, pero no respondió. Jack lo zarandeó de nuevo:

—>¡Lo has estropeado todo! —le gritó—. ¡Los planes de Gerde, el exilio de los sheks, todo! ¡Habían encontrado un nuevo mundo, un mundo vacío, para marcharse y dejarnos en paz de una vez por todas! Gerde ha pasado meses tratando de hacerlo habitable. ¿Por qué no has sido capaz de entender que la única forma de ganar esta guerra consistía en dejar escapar al enemigo? ¡Si los dioses se enfrentan, seremos los mortales quienes perderemos, en uno y en otro bando! ¿Por qué no lo entiendes?

—>Lo entiendo —dijo entonces Alsan en voz baja—. Lo entiendo.

Jack lo soltó y lo miró, un poco confuso.

—>Lo entiendo —murmuró Alsan—. Los dioses tienen sus propios planes para el mundo. Nosotros formamos parte de ese mundo, pero no lo somos todo. Para ellos no somos tan importantes. Les da igual lo que hagamos o lo que digamos. Sus planes son demasiado grandes y llevan desarrollándolos desde el principio de los tiempos. En comparación con la grandeza y la inmensidad de sus proyectos, las vidas de los mortales no significan gran cosa. Lo he entendido.

Jack no supo qué decir. Comprendió que el haberse enfrentado a los dioses, cara a cara, le había abierto los ojos... quizá demasiado tarde.

—>¿Qué... qué puedo hacer? —murmuró Alsan, y por primera vez en su vida, Jack lo vio perdido y confuso. No encontró palabras para responderle.

Victoria, por su parte, había tomado a Ankira en sus brazos y trataba de curarla con su magia. Pronto, el rostro de la niña se relajó, y sus ojos se cerraron. Momentos después, profirió un chillido de terror y volvió a abrirlos, sobresaltada. Gaedalu respiró, aliviada, al ver que volvían a tener la misma apariencia de siempre.

Ankira se echó a llorar, y Victoria la abrazó para consolarla. Ninguna de las dos habló. No fue necesario.

Entonces, Victoria alzó la cabeza y miró a los ojos a Gaedalu, muy seria. Y, lentamente, extendió la mano hacia ella. La varu la contempló con la mirada perdida, como si no estuviese viéndola realmente. Después, bajó la cabeza. Buscó entre los pliegues de su túnica y sacó una pequeña cajita con una gema negra incrustada en la tapa. Tras una breve vacilación, la depositó en la palma abierta de Victoria. Ella tomó la caja, la abrió y sacó de su interior el Ojo de la Serpiente. Cuando lo deslizó de nuevo en su dedo y percibió que la presencia de Christian volvía a tantear suavemente su conciencia, no pudo evitar cerrar los ojos, con un suspiro de alivio.

Jack se puso en pie.

—>Me voy —anunció.

Alsan reaccionó.

—>¿A dónde?

—>Con Kirtash. Sí —asintió, al ver su expresión interrogante—, jamás pensé que diría esto, porque odio profundamente a Gerde, pero tengo que cubrirle la retirada. A ella y a lo que queda de la raza shek —añadió, sombrío.

Victoria apartó con suavidad a la temblorosa Ankira y se incorporó con cierto esfuerzo, apoyándose en el báculo.

—>Yo también. Y no vas a convencerme para que me quede atrás —añadió, antes de que Jack abriese la boca—. Voy a ir contigo y con Christian.

—>Pero, ¿cómo vais a llegar a los Picos de Fuego a tiempo? —murmuró Alsan, desconcertado.

—>Los dioses se mueven despacio —dijo Jack—, porque para ellos el tiempo no significa lo mismo que para nosotros. Al fin y al cabo, son eternos y no tienen prisa —añadió, con una breve sonrisa—. Con un poco de suerte, los adelantaremos antes de que logren llegar hasta Gerde.

Alsan asintió. Se levantó y, con un gesto enérgico, se arrancó el brazalete que llevaba y lo arrojó al suelo. Gaedalu lo vio caer ante ella, pero no reaccionó.

—>Os acompañaré —dijo, con aplomo—. No creo que sirva para nada, pero si puedo ayudar en algo para enmendar mi error, lo haré. Os lo debo... y a ti especialmente —añadió, mirando a Victoria.

Ella inclinó la cabeza, pero no dijo nada.

Jack miró a Qaydar y Gaedalu, pero ninguno de los dos dijo nada, ni hizo el menor gesto. Estaban demasiado conmocionados todavía, y el joven entendió que tardarían mucho tiempo en asimilar la experiencia que habían vivido. Se volvió hacia Alsan. También él estaba pálido y temblaba todavía, pero se esforzaba en mantener una expresión resuelta.

—>Bien —dijo Jack, asintiendo—. Entonces, no hay tiempo que perder.

Ankira no quiso quedarse allí. Cuando Jack, Victoria y Alsan salieron de la Sala de los Oyentes, deprisa, la niña iba prendida de la mano de Victoria.

Los dioses se estaban desplazando.

Los Seis a la vez comenzaron a moverse, sin prisa, hacia el lugar donde habían detectado la presencia de Gerde.

Antes, para ellos Gerde no había sido Gerde. Solo era una partícula más de aquella masa de criaturas vivas que habitaban el mundo. Vivían y morían demasiado deprisa como para que los Seis llegaran a conocerlas a todas ellas. Incluso las razas más longevas, como feéricos o gigantes, no eran para ellos más que breves existencias que se apagaban con la facilidad de una vela al viento.

Cada vez que miraban al mundo había nuevas criaturas, todas ellas pequeñas e insulsas, todas ellas parecidas. Los únicos seres que habían llegado a llamar su atención, por su complejidad y su capacidad para alterar el mundo que ellos habían creado, eran los unicornios, los dragones y los sheks. Algunos de los hechiceros más poderosos habían logrado atraer su interés en alguna ocasión, y de este modo habían descubierto a Ashran tiempo atrás, y al individualizarlo, al estudiarlo separado del resto, habían hallado al Séptimo agazapado en su alma. Por supuesto, habían ordenado a los dragones y los unicornios que se ocupasen de él, pero el Séptimo los había exterminado a casi todos. Y los Seis habían centrado su atención en los únicos supervivientes.

Una vez destruido Ashran, la encarnación mortal del Séptimo, este se había mostrado claramente ante ellos. Los dioses sabían que ni todos los dragones y los unicornios juntos lograrían vencer al Séptimo dios. Y habían decidido intervenir. Pero entonces, él se había ocultado otra vez, de nuevo un mortal anónimo entre toda aquella masa de mortales que nacían, vivían y morían.

Ahora, por fin, la nueva encarnación del Séptimo había dejado de ser un mortal anónimo. Se llamaba Gerde. Los dioses habían sabido dónde buscar, en esta ocasión, y la habían encontrado.

Y acudían a ella.

Desde los océanos del sur, Neliam avanzaba alterando las aguas a su paso, provocando una nueva marea, tan brutal como no se había visto jamás en Idhún, una marea que llegó a sumergir completamente las islas Riv-Arneth, que no regresaron a la superficie hasta varias horas después. Las olas que la diosa producía a su paso se estrellaban contra las costas de Awinor, batiendo las montañas y filtrándose por los desfiladeros, arrastrando a su paso los mudos esqueletos de los dragones. Las tierras pantanosas de Raden quedaron completamente sepultadas bajo las aguas. La ciudad de Sarel desapareció bajo el mar.

Lenta, muy lentamente, Neliam se deslizó río arriba, hacia el mar de Raden, provocando crecidas y desbordamientos. Pero los habitantes de Kosh, la ciudad que se erguía junto a aquel pequeño mar interior, estaban demasiado ocupados peleando en su guerra como para darse cuenta de lo que se les acercaba.

Karevan había estado haciendo rugir a las rocas de la Cordillera de Nandelt; pero ahora avanzaba lentamente hacia el sur, en línea recta. Abandonó las montañas y se internó en la llanura de Nangal, estremeciendo la roca a su paso, abriendo simas y quebradas y provocando erupciones de piedra que se transformaban, lentamente, en una nueva cordillera. Los sheks más rezagados lo vieron venir, y los supervivientes a la Batalla de los Siete jamás olvidaron el día en que las montañas brotaron del suelo y crecieron, igual que árboles, en la llana tierra de Nangal.

Wina seguía desplazándose hacia el sur; había sentido deseos de pasearse por Derbhad, pero los Picos de Fuego le cortaban el paso. De modo que viajaba en dirección a Raden, expandiendo el bosque de Alis Lithban hacia tierras más meridionales, buscando rodear las montañas y atravesar el sur de Kash-Tar, o tal vez Awinor, si encontraba un resquicio de tierra por el que deslizarse, una franja en la que el suelo no estuviese formado de dura roca, para extender por ella su verde manto de vida. Pero ahora que tenía un objetivo más concreto dio la vuelta y volvió a recorrer, una vez más, el bosque de Alis Lithban, en dirección al norte. Era la diosa más cercana a la Sima y, por tanto, la que primero llegaría, aunque probablemente no podría llegar a acercarse al Séptimo dios, que se había encerrado en un desfiladero rodeado de roca.

Yohavir se había manifestado en Vanissar, pero había empezado a deslizarse hacia el sur de nuevo, porque Celestia lo atraía como un imán. Destrozó aldeas y cultivos a su paso por Nandelt, y apenas tuvo que desviar su rumbo cuando tuvo noticia de la nueva identidad del Séptimo. Arrancó tejados y se llevó carros, animales y algunas personas en las ciudades de Les y Kes, donde también produjo un fuerte oleaje en el río, que se abatió contra las murallas de ambas poblaciones y por poco echó abajo el puente; después, con su habitual despreocupación y ligereza, siguió avanzando hacia el sur, sin percatarse de que todo un ejército lo seguía a una prudente distancia, y de que sus líderes se preguntaban cómo era posible que aquel extraño tornado llevase exactamente la misma dirección que ellos.

Aldun no era un dios que se caracterizase, precisamente, por su gran movilidad. Probablemente era el más destructivo de todos, y por eso su manifestación era la más pequeña en cuanto a tamaño. Aldun solía compactarse todo lo que podía cuando descendía al mundo físico. Expandido al máximo, podía llegar a alcanzar el tamaño de uno de los soles gemelos. Pero ello habría fundido instantáneamente todo Idhún, de modo que Aldun tendía a mostrarse mucho más pequeño de lo que realmente era. Se había limitado a ir de un lado a otro del desierto de Kash-Tar, porque mucho tiempo atrás había acordado con Wina cuáles serían los límites de su espacio de influencia. Aldun podía destruir toda la vida de Idhún si no tenía cuidado, y un mundo muerto es un fracaso para cualquier dios. Pero el Séptimo estaba demasiado cerca como para quedarse allí, simplemente, esperando, por lo que Aldun se dirigió hacia el norte, desde las estribaciones de los montes de Awinor, a donde se había retirado en espera de noticias. Tenía la vaga impresión de que por allí cerca había un gran número de mortales, y de hecho hacía poco que había percibido algo que había atraído su interés, una manifestación del poder del Séptimo. De modo que prestó un poco más de atención y descubrió criaturas frías entre ellos: serpientes.

Debido a su naturaleza ígnea, Aldun era, de los Seis, al que más disgustaba la simple existencia de los sheks, y por ello había participado tan activamente en la creación de los dragones. Pero aquel sentimiento, un leve disgusto de un dios (los sheks eran seres formidables, pero demasiado insignificantes, en comparación con los dioses, como para que estos pudiesen llegar a tomárselos realmente en serio) se transformó, en los pequeños cuerpos de los dragones, en un odio intenso y visceral.

En realidad, Aldun era demasiado grande e inabarcable como para tener verdaderos deseos de abrasar a todos aquellos pequeños sheks. Pero los encontró de camino y, aun sabiendo que estaban allí, no se desvió.

Irial también se había manifestado en Vanissar. Desde allí, nada más llegar, había llamado a Yohavir, el último rezagado, y este había aparecido no muy lejos, justo encima de la capital.

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