Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
—Usted hace parte de eso ahora —argumentaba yo.
Supe, durante el curso de nuestras conversaciones, que había nacido cerca del lugar donde la guerrilla me había secuestrado. Venía de una familia muy pobre. Su padre era ciego, y su madre, de origen campesino, hacía lo que podía en una parcelita de tierra. Todos sus hermanos se habían enrolado en la subversión. Pero a él le gustaba lo que hacía. Aprendía cosas, tenía una carrera por delante y había hecho amigos en la guerrilla.
Una tarde, me llevó a entrenar en el gimnasio que Andrés había mandado construir en un extremo del campamento. Había una pista para trotar, barras paralelas, una barra fija, un aro para ejercitarse en saltos peligrosos y una pasarela a tres metros del suelo para trabajar el equilibrio. Todo lo habían hecho a mano, quitándoles la corteza a algunas ramas y amarrándolas con bejucos en troncos resistentes.
Me enseñó a saltar de la pasarela con una buena caída en el suelo para evitar troncharse el tobillo, y yo lo hice únicamente para impresionarlo. Por otra parte, no era capaz de seguirlo cuando hacía lagartijas o ejercicios de resistencia. Eso sí, yo lo superaba en ciertas acrobacias y en los ejercicios de flexibilidad.
Andrés se unió a nosotros e hizo una demostración de fuerza que daba fe de varios años de entrenamiento. Le pedí permiso para usar sus instalaciones de forma regular y me lo negó. Sin embargo, aceptó que participáramos en el entrenamiento de la tropa, que comenzaba todas las mañanas a las cuatro y media. Algunos días más tarde, hizo construir cerca de la jaula unas barras paralelas para que Clara y yo pudiéramos utilizarlas.
Ferney había intervenido a nuestro favor y yo se lo agradecí. El me respondió:
—Si uno encuentra las palabras correctas y hace la pregunta en el momento indicado, es seguro que le dan lo que uno quiere.
Una noche, poco después de tener problemas con Clara, Ferney se acercó a la reja y me dijo:
—Usted sufre mucho. Tiene que tomar distancia; si no, se va a volver loca usted también. Pida que las separen. Así por lo menos la dejan en paz.
Era muy joven. Debía de tener unos diecisiete años. Sin embargo, sus comentarios me dejaron pensativa. Tenía una generosidad del alma y una rectitud poco comunes. Ferney se había ganado mi respeto.
Entre todas las cosas que perdí con el bombardeo estaba el rosario que había fabricado con un pedazo de cable que había encontrado en el suelo. Me propuse hacer uno nuevo, quitándole los botones a la chaqueta militar que me habían dado como dotación y usando pedazos de nailon que me quedaban de mi anterior tejido.
Era un lindo día de diciembre, la estación seca en la selva y la mejor de todo el año. Una brisa tibia acariciaba las palmas, se colaba por entre el follaje hasta llegar a nosotros y nos aportaba una sensación de calma que nos era poco común.
Me había instalado fuera de la jaula, a la sombra, y tejía con aplicación, pues quería terminar el rosario ese mismo día. Ferney estaba de guardia y le pedí que me cortara unos pedazos de madera para formar el crucifijo de mi rosario.
Clara recibía clases para tejer correas y el Mico pasaba de vez en cuando a ver cómo iba avanzando. Apenas se fue su profesor, Clara se paró con una expresión dura en la cara, al ver que Ferney se acercaba y me traía el crucifijo. Dejó caer su tejido y se lanzó contra Ferney, como si quisiera arrancarle los ojos.
—Lo que estoy haciendo no le gusta, ¿cierto? ¡A ver, dígalo!
Ella era mucho más alta que el muchacho. Y con una actitud provocadora, sacando pecho y avanzando, obligaba a Ferney a echar la cabeza hacia atrás para evitar el roce. Ferney tomó suavemente su fusil para ponerlo lejos del alcance de ella y caminó hacia atrás sin voltearse, con precaución, diciendo:
—Sí, me gusta mucho lo que está haciendo, pero estoy de guardia y no puedo ir a ayudarla en este momento.
Mi compañera lo persiguió así unos quince metros, provocándolo, empujándolo con el cuerpo mientras él retrocedía para evitar el contacto físico. Andrés, alertado por la tropa, vino a dar la orden de que nos metiéramos en la jaula. Yo obedecí en silencio. La madurez no está ligada a la edad. Admiré el control que Ferney había tenido sobre sí mismo: temblaba de rabia, pero no había respondido.
Cuando compartí con él mis reflexiones, me dijo:
—Cuando uno está armado, tiene una gran responsabilidad con las otras personas. Uno no se puede equivocar.
Yo también podía decidir cómo reaccionar. Pero me equivocaba con frecuencia. No era la vida en cautiverio lo que me quitaba la posibilidad de actuar bien o mal; además, la noción de bien o mal ya no era la misma. Había una exigencia superior. No dependía de los criterios de los demás, pues mi objetivo no era caer bien, ni obtener apoyos. Pero sentía que debía cambiar, no para adaptarme a la ignominia, sino para aprender a ser una mejor persona.
Una madrugada cuando me estaba tomando la bebida caliente de rigor, vi sobre mi cabeza un rayo azul y rojo cruzando en el follaje. Le señalé con el dedo al guardia la extraordinaria guacamaya que acababa de posarse a pocos metros de nosotros. Era una inmensa ave paradisíaca de colores de carnaval que nos miraba intrigada desde lo alto de su estaca, inconsciente de su extrema belleza.
¡No sabía lo que acababa de hacer! El guardia dio la alerta y Andrés se precipitó al momento con su fusil. Era una presa fácil. No había ningún mérito en matar este animal suntuoso e ingenuo. Un segundo después, su cuerpo inerte yacía en el suelo. Era un montón de plumas azules y anaranjadas regadas por todas partes.
Me enfurecí con Andrés. ¡No había ninguna razón para hacer algo tan inútil y estúpido!
Me respondió con vileza, utilizando sus palabras como una metralleta:
—¡Yo mato lo que quiero! ¡Mato lo que se mueva! Sobre todo cerdos y gente como usted.
Hubo represalias. Andrés se sintió juzgado y cambió bruscamente de comportamiento. Nos prohibió alejarnos de la jaula: debíamos mantenernos máximo a dos metros de distancia de ella; nos prohibió acercarnos a la rancha y caminar por el campamento. La guacamaya terminó en el hoyo de la basura y sus bellas plumas anduvieron rodando por el campamento durante semanas hasta que, con las nuevas lluvias, el barro las tapó por completo. Tomé entonces la decisión de ser prudente y quedarme callada. Empecé a observarme como nunca antes lo había hecho, comprendiendo que los mecanismos de transformación espiritual requerían una constancia y un rigor que era mi deber adquirir. Debía vigilarme a mí misma.
Aquellos días habían sido calientes. Hacía semanas que no llovía. Los arroyos se habían secado y el río en el que nos bañábamos se había reducido a la mitad. Los jóvenes hacían partidos de waterpolo en el agua con las bolas que habían recuperado de los frascos de desodorante roll-on. Parecían pelotas de ping-pong, pero un poco más pequeñas, y se perdían fácilmente en el agua. Las batallas para apropiarse de la bola se convertían en unas divertidas escaramuzas. Me habían invitado a jugar con ellos. Pasamos algunas tardes jugando como niños. Hasta que cambió el tiempo y el genio de Andrés también.
Con las lluvias llegaron las malas noticias. Ferney vino a hablar conmigo una tarde a través de las rejas. Lo habían transferido. Andrés no veía con buenos ojos el hecho de que Ferney siempre asumiera mi defensa y lo acusaba de ser demasiado amable conmigo. El joven guerrillero me dijo, con el corazón encogido:
—Ingrid, recuerde siempre lo que le voy a decir: cuando le hagan el mal, responda con el bien. No se rebaje jamás. El silencio será siempre su mejor respuesta. Prométame que va a ser prudente. Algún día, voy a verla en televisión, cuando recupere su libertad. Yo quiero que llegue ese día. Usted no tiene el derecho de morir aquí.
Su ida me afligió mucho. Tal vez porque, a pesar de todo lo que nos separaba, yo había encontrado en él un corazón sincero. Sabía que en esta selva abominable, había que desapegarse de todo para evitar un mayor sufrimiento. No obstante, también pensaba que en la vida ciertas penas valen ser padecidas. La amistad de Ferney había suavizado mis primeros meses de cautiverio y sobre todo la confrontación asfixiante con Clara. Su partida me obligaba a una mayor disciplina y una mayor resistencia moral. Quedaba aún más sola.
El radio que Clara había roto solo funcionaba a medias. Las únicas emisiones que lográbamos captar ahora eran una misa dominical transmitida desde San José del Guaviare, la capital del departamento del Guaviare, en la Amazonia, y una emisora de canciones populares que los guerrilleros adoraban y que a mí me fastidiaba cada día más.
Los guardias me llamaron de urgencia una mañana, pues habían anunciado en sus radios que mi hija estaría al aire. Oí la voz de Melanie frente a la caleta. Me dejó sorprendida la claridad de sus razonamientos y la calidad de su expresión. Solo tenía diecisiete años. El orgullo de ser su madre era más fuerte que la tristeza. Las lágrimas rodaron por mis mejillas en el preciso momento en que pensaba haber logrado controlar mis emociones. Pero regresé a la jaula llena de mucha paz.
Otra noche, cuando ya estaba acostada debajo del mosquitero, oí al papa Juan Pablo II, que rogaba por nuestra liberación. Era una voz inconfundible y que significaba todo para mí. Le agradecí al cielo, no tanto porque pensara que los jefes de las Farc fueran a conmoverse con su llamado, sino sobre todo porque sabía que ese gesto aliviaría el dolor de mi familia y sería una ayuda para llevar su cruz.
Entre los salvavidas que me lanzaron durante ese período, uno me llenó de esperanza por recobrar mi libertad: el de Dominique de Villepin. Nos habíamos conocido cuando entré a estudiar ciencias políticas en el Instituto de Estudios Políticos de París y no nos habíamos vuelto a ver en casi veinte años. En 1998, Pastrana, antes de posesionarse como jefe de Estado, decidió ir a Francia: quería asistir a la Copa Mundial de fútbol. Yo sabía que Dominique había sido nombrado secretario general del Elíseo y le propuse a Pastrana que lo llamara. Dominique lo hizo recibir con honores de jefe de Estado y Pastrana me lo agradeció. Fue así como volví a ponerme en contacto con Dominique.
No había cambiado: siempre tan generoso y atento con los demás. Desde entonces, siempre que pasaba por París, aprovechaba la ocasión para llamar a saludarlo.
—Tienes que escribir un libro; tu lucha tiene que hacerse visible a los ojos del mundo —me dijo. Seguí su consejo y escribí La rabia en el corazón.
Ocurrió un atardecer, a la hora gris, cuando me estaba preparando para guardar mi tejido. El guardia ya había empezado a hacer tintinear las llaves del candado para señalarnos la hora de nuestro encierro. En la caleta más cercana, un radio no había dejado de chirriar desde el mediodía. Yo había aprendido a hacer abstracción del mundo exterior para vivir en mi silencio, y oía sin escuchar. De repente, me detuve. Era una voz proveniente de otro mundo, de otra época: reconocí la voz de Dominique. Me di media vuelta y corrí entre las caletas para pegar la oreja al radio que colgaba en una estaca. El guardia gritaba detrás de mí, para que regresara a la jaula. Le hice señas de callarse. Dominique se expresaba en un español perfecto. Nada de lo que decía parecía tener relación conmigo. El guardia, intrigado por mi reacción, también vino a pegar la oreja al radio. La locutora dijo en ese momento: «El ministro de Asuntos Exteriores de Francia, señor Dominique de Villepin, durante su viaje oficial a Colombia, manifestó el compromiso de su país para lograr que regresen vivos, en el menor tiempo posible, la franco-colombiana y todos los rehenes que, etc., etc.».
—¿Quién es? —preguntó el guardia.
—Es un amigo —le respondí emocionada, pues el tono de Dominique traicionaba el dolor que le producía nuestra situación.
La noticia se regó como pólvora en el campamento. Andrés vino a ver qué pasaba. Quería saber por qué yo le daba tanta importancia a esta información.
—Dominique de Villepin vino a Colombia a luchar por nosotros. ¡Francia no nos abandonará jamás!
Andrés me miró incrédulo. Era perfectamente impermeable a las nociones de grandeza o de sacrificio. Para él, lo único que quedaba claro era que yo tenía pasaporte francés y que Francia —un país sobre el que no sabía nada— quería negociar nuestra liberación. El veía una cuestión de intereses donde yo veía un asunto de principios.
Después de esta intervención de Dominique, todo cambió. Para bien y para mal. Mi estatus de prisionera sufrió una transformación evidente. No solamente respecto a la guerrilla, que comprendía que su botín había aumentado de valor. Sino también respecto a los demás. A partir de ese momento, las emisoras se dieron a la tarea de machacar mi condición de «franco-colombiana», a veces como un privilegio casi indecente, a veces con un dejo de ironía, pero con mucha frecuencia con el ánimo de movilizar los corazones y sensibilizar los espíritus. En efecto, yo tenía doble nacionalidad: educada en Francia, me involucré en la política colombiana para luchar contra la corrupción. Siempre me había sentido en casa tanto en Colombia como en Francia.
Sin embargo, las repercusiones más profundas del apoyo de Francia se verían en las relaciones con mis futuros compañeros de infortunio. «¿Por qué ella y no nosotros?».
Ya lo había vislumbrado en una conversación con Clara sobre la evaluación de nuestras posibilidades de salir del cautiverio.
—¡Tú no tienes de qué quejarte! Al menos Francia lucha por ti —me dijo con amargura.
El nuevo año comenzó con una sorpresa. Vimos llegar al nuevo comandante del frente quince, que había reemplazado al «Mocho» César después de su muerte.
Llegó acompañado de una muchacha, una morena alta encargada de una misión delicada.
—Vine a transmitirles una muy buena noticia —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Les dieron autorización para mandarle un mensaje a sus familias!
Tenía una cámara en la mano, lista para filmarnos. La miré de arriba abajo, seca y distante. Lo que nos estaba anunciando no era ni un favor ni una buena noticia. Recordaba cómo habían modificado descaradamente mi primera prueba de supervivencia. Habían cortado las partes en que yo describía las condiciones de nuestro cautiverio, las cadenas que nos hacían llevar las veinticuatro horas del día, así como una declaración de gratitud a las familias de los soldados muertos en la operación que lanzaron después de nuestra captura con el fin de liberarnos.